Juan Carlos Abril1
Bajo el título homónimo de la excelente película de Jean Renoir, This land is mine (1943), protagonizada por los inolvidables Charles Laughton y Maureen O’Hara, Itzíar López Guil (Madrid, 1968) nos entrega su cuarto poemario, tras Del laberinto al treinta (2000), Asia (2011) y Valores nominales (2014).
Esta tierra es mía sorprende por su madurez, su tono cotidiano e íntimo al mismo tiempo, sin olvidar los grandes temas, digamos universales, los cuales van del yo al nosotros y luego recorren el camino inverso del nosotros al yo. No existe, de hecho, el uno sin el otro y viceversa. Por eso el territorio que se reivindica y al que se alude desde el título es el de los valores: atañe a lo privado y lo público, lo individual y lo colectivo, en una dialéctica incluyente, y en constante simbiosis. La tierra que pertenece al yo enunciatario es la de los sentimientos, una extensión de amor puro, pero también la tierra de la solidaridad entre las personas, la de la justicia social. Por ejemplo: «Cuando caiga, mi rama irá a parar / a vuestro lecho oscuro y renovado. / E incluso allí, ya muerta, buscará / otro aliento, más limpio y verdadero, / donde agitar la luz del mediodía, / donde apoyar la frente y descansar / esta sed de justicia para el hombre», de «Frente alta» (p. 22).
Quizás el primer poema, «¿623.600.000.000?» (p. 11), podría resumir esta dialéctica, ya que desde ese título extraño se alude a una de las tres citas con las que se abre el poemario: «En 2015 solo 62 personas poseían la misma riqueza que 3.600 millones (la mitad más pobre de la humanidad)», de Oxfam, con lo que se nos introduce en esa preocupación por lo colectivo, en esa reivindicación de la justicia social, a partir de un poema que habla de la cotidianidad de una persona que manda a su hija a una escuela a aprender cómo «sumar para otros», y denuncia la pérdida de la moral en una sociedad que nos homogeneiza como «rosas tiesas y sin perfume», haciendo negocio al inculcarnos un consumismo jerarquizador y antisolidario («no eres un refugiado que se ahoga / a las puertas de tu casa», ibíd.). La voz de los versos finales reproduce, desde la ironía, el discurso manipulador que nos explota, tratándonos como a simios que no cuestionan y admiten sin reservas la ecuación del título: «Ese espejo infernal te está mintiendo, / Chita. / Aquí nadie te trata como a un simio.» (ibíd.). El segundo poema, «Ascenso» (p. 13), es una especie de flash o escena en la que la idea de lo colectivo empuja los sueños, o los esfuerzos asociados: «Arriba, arriba, arriba. / Arriba, arriba, arriba.» (ibíd.), repiten los dos últimos versos finales, insistiendo en las ilusiones unidas y reunidas.
Asistimos a una estructura del poemario sencilla: dos poemas en cursiva abren y cierran un conjunto en el que las iniciales de los títulos componen el antiguo alfabeto (con ch, ll y ñ). Sin embargo, pese a ese orden aparentemente arbitrario, el lector descubrirá que el poemario posee una coherencia y se dispone como una suerte de diario íntimo por donde circulan y se distribuyen los temas de manera independiente pero, sobre todo, se van trenzando en grupos que van asociándose. Las anécdotas que se recuerdan tienen mucho de fantasmagoría, de experiencia pasada por el tamiz de la magia, pues siempre el ejercicio de recordar es un filtro fantasioso. Se mezclan así ambos planos, dotando a Esta tierra es mía de un eje fabuloso, surgiendo el profundo entramado del libro, como en «Cohecho» (p. 16) o «Chicharra» (p. 17), combinados el plano alegórico y el real. Este recurso se repetirá en varias ocasiones más en poemas completos o en momentos de otros poemas, como en «Permacultura en occidente» (p. 42), «Poesía» (p. 44), «Qué juego es este» (p. 45), o «¿Tú crees que yo te entiendo?» (p. 52). Al calor del plano real se desgajan las fábulas, el plano simbólico-alegórico, y no sólo es un método didáctico y/o poético, sino sobre todo eficaz para trasladar un contenido a partir de una serie de exempla. Aunque sea de manera sesgada. Así, en «Permacultura en occidente» (p. 42) se observa una crítica concreta al discurso oficial contra el hambre, desde ese sistema de principios éticos de diseño agrícola y social, político y económico basado en los patrones y las características del ecosistema natural, en un planeta desgastado y a punto de extinguirse, «Porque se va a acabar ya mismo. FIN.» (ibíd.).
No obstante en «Barreras» (p. 14) se apela a «ver de nuevo la extensa y misteriosa / esencia de la vida» (ibíd.) como en el verso final del libro, «la entraña misma de la vida» (p. 61), porque de lo que se trata es de vivir, sea lo que eso sea, y nada mejor para sentir la vida que la experiencia del amor, el cual aparece en múltiples ocasiones, ya sea en forma de intimidad o en escenas eróticas, «buscando que se doblen las rodillas / y el pulso se desboque en ese rito / que acaba en la bragueta.» (p. 15). Otras veces los pensamientos —como en «Educación» (p. 19) — en forma de reflexión, el tono confesional como en «Hielo» (p. 27), o el apunte en torno a la carne, como «Ilusiones» (p. 28), amparan estas nociones. Y otros tópicos sentimentales aparecen en «Lluvia» (p. 32), porque la lluvia con su repiqueteo «rompe con fuerza este cristal» (ibíd.). Podríamos también citar dos composiciones reivindicativas y explícitas como «“Nosotras”» (p. 34), para disentir del discurso de género clásico, y «Ortografía básica» (pp. 37-38), en la que el yo femenino rechaza acostarse con un editor y lo hace, en cambio, con el poema/texto. Seguiríamos con nuestra exégesis en la que no dejamos de señalar «Perlas del plata» (pp. 40-41), un poema descriptivo fuera/dentro que se erige quizá como el más emocionante de todo el volumen. Sin olvidar el magnífico «Referente» (p. 47), que reproducimos aquí íntegro: «Las palabras se gastan como el cuerpo. / Pero, antes de morir, / qué llenas van de carne: / saludan, se estremecen, / tiemblan de amor y abrazan nuestras bocas / como un pez / que les huyera entre escamas de voz / y de saliva, / blando pez inasible / que escupe al aire el frágil ser, / piel palpable y fugaz, / eco sin fin de su derrota.» (ibíd.).
De este modo llegamos al poema final, sin título, que actualiza el chestertoniano El hombre que fue jueves desde el centro de la realidad laboral y existencial de nuestro quehacer cotidiano: «Los jueves tienen mala memoria: / se enfilan entre un día de trabajo / y un tiempo que promete y aun no llega.» (p. 61). Los jueves son el centro de la semana, quizá más duros incluso que los lunes, pero en cualquier caso deben apuntar hacia nuestra salvación del fin de semana, ese tiempo para nosotros mismos, como en los versos finales antes citados: «[...] Para cobrar / el único latido que nos salva. / Para volver, de nuevo, a caminar, / como un autómata entre bombas, / hacia la entraña misma de la vida.» (ibíd.). Un final que deja abierto el hilo de la vida, esa que tanto cuesta bien saber qué es, que no se define sino que se vive, no como un cabo suelto sino como rebeldía frente al automatismo de nuestra jornada laboral, de nuestros horarios estrictos, de nuestros mecanismos cotidianos de supervivencias e inercias que acaban oxidándonos, corroyéndonos el carácter, como reza el famoso libro de Richard Sennet... «No saben recordar, de puro jueves, / qué ha sido del amor y su rugido / inquieto, dónde queda el milagro / del abrazo, la hiedra enloquecida / del deseo rasgando con sus dientes / la distancia, la mínima distancia.» (ibíd.). Así dice la estrofa central de este poema último que apenas puede resumir un poemario muy amplio, por enriquecedor, con muchas más connotaciones que las que aquí hemos reseñado brevemente, y que recomendamos por su sinceridad, en la que extrae poesía de ese puñado de verdades que nos asaltan día a día. Itzíar López Guil ha publicado un libro excelente, un libro emocionante, con una voz que vibra. Nosotros, sus lectores, lo agradecemos.
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Universidad de Granada, España.
Contacto con el autor: jca@ugr.es