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EGM.
septiembre 2017 /
Publicación semestral. ISSN:1988-3927. Número 21, septiembre 2017.

Adiós a la noche

BERNAL, ANDREA (2016). Adiós a la noche, Sevilla: La Isla de Siltolá, col. Tierra
Juan Carlos Abril

Juan Carlos Abril1

 

Adiós a la noche, de Andrea Bernal (Madrid, 1985), descubre —si bien no es su primer poemario— una voz poderosa que nos ha entregado un himno a la noche —a la manera de Novalis, que no en vano aparece en la cita inicial— y todo lo que representa su estirpe romántica. La noche como territorio de libertad. Ese es el eje por el que circula esta obra en el que un personaje extremadamente solitario puebla sus páginas con la desesperación de saberse abocado al vacío, de encontrarse o encontrarnos ante el silencio del lenguaje, de no tener ningún consuelo excepto quizás, a veces, la poesía como palabra depurada, refugio que nos libra de la mentira del lenguaje cotidiano, su falsa verdad. Como en «XIV»: «Las tardes de verano / donde me dijeron / mentiras / —es decir— / las verdades más duras.» (p. 27). O como en «XXV»: «No hables del péndulo azul, / el cielo narra otro azul inamovible. / Las horas son también / de quien busca una tormenta veloz. / De quien cierra los oídos, / una realidad que duele: / La certeza de todas las mentiras.» (p. 38). En el conjunto de Adiós a la noche, como en este poema, hay una actualización de todos los mitos y tópicos románticos, empezando por el gran tema de la noche en el que el ser humano se encuentra ante un abismo: «El camino era oscuro, / yo también era oscura, / buscaba entre tus rosas negras / el rumor de la noche» (p. 13); y terminando por el tema sensible de la flor azul, esa realidad misteriosa, pequeña e íntima, que solo anida en nuestros corazones. «Hablo al amor descalzo, / a mi alimento, / a mis noches que atraviesan mi ventana, / en las que a veces creo cierto / que su mano y mi mano no están en la distancia.» (p. 39). Y cómo no, el amor en todas sus dimensiones, pero en especial en su separación, en la soledad que es distancia, en la imposibilidad de encontrar nuestra correspondencia, aunque siempre estemos rebelándonos, porque «quién es capaz de ponerle llaves a la Luna» (ibíd.). Lo dice en otro momento: «Cómo declarar abiertamente la rebeldía, / el poema sabe / sobreponerse al golpe, / alzar sus brazos. / Espanto sobre el hombre, / es testigo de mi flaqueza y de mis años…» (p. 52).

Pulula por estas páginas un personaje azorado y convulso que no tiene consuelo. La música romántica, lejos de aparecer aquí como una gran sinfonía, es más que nada lied, la canción íntima, herida en su fugacidad y en su delicadeza, transida por la tragedia de la realidad que nos atraviesa, el vacío de nuestra existencia que acabamos de descubrir con la madurez, con la juventud rota de un tajo. «A los dieciocho años / ya se habían dormido en el bosque / todas las acacias de la juventud.» (p. 33). Así nuestro personaje se introduce dramáticamente en el mundo que, aunque inmenso para abarcarlo, es breve en su extensión, por nuestra contingencia frente a él, mientras también se articula como una cuestión de mirada. Ese puede volver a ser —más allá de la modernidad— el origen nietzscheano de la tragedia, la pulsión vibrante que nos empuja a seguir vivos, el impulso vital que nos mantiene ante lo absoluto: «¿Puede asegurar acaso un hombre su silencio? / ¿Puede asegurar el silencio absoluto de lo humano?» (p. 29). El abismo, una vez más, y la sensación de estar frente a la «última noche de verano» (ibíd.) para aprovecharla hasta el final, el cielo estrellado, los cuerpos fugaces, «¿Fueron dioses a lo lejos?» (p. 31), apurando su copa sagrada. La música de las esferas ahora suena en el interior. El poeta escruta ese interior como un oráculo, con palabras y poesía: «Y permito que viva indefinido, / atemporal, / como un misterio atribuido a otros, / este intento de poema.» (p. 37), sin encontrar nada más que vacío. Así, la poesía se erige como cápsula de salvación frente al tiempo. Andrea Bernal nos acerca imágenes enrarecidas (como por ejemplo el mundo de los insectos, inquietante y repelente a la vez), no exentas de sesgos vanguardistas, de herencia expresionista: «La ciudad se acuerda de afilar sus tijeras / y las cuchillas de las máquinas de picar carne.» (ibíd.). O creacionista: «y todos mis pétalos caían / —lágrima a lágrima—» (p. 14).

Estructurado en fragmentos de un himno o discurso a veces amoroso, este Adiós a la noche nos descubre ese puñado de verdades que solo la poesía puede arrancar. Y en ese descubrimiento se manifiesta el hallazgo, pequeño a los ojos de los demás, pero grande para nuestra intimidad, porque es el que nos vale. «Canto porque en ocasiones / tal vez sólo la palabra y la música puedan consolar.» (p. 24). La poeta sabe de su íntima realidad hipersensible: «El ruido del agua constante y lúgubre, / y cayeron hacia mí / una / a / una / las estrellas, / como olas que se rompen / duramente contra el pecho.» (p. 27). La inmensidad del mar o el océano que no podemos domeñar —como el lenguaje becqueriano— que ya había aparecido anteriormente: «y sabré que la noche fue / —más que un océano— / una levedad negra contra el infinito.» (p. 15). Nuestro vacío, nuestra nimiedad, y la inmensidad de la naturaleza, el mundo exterior: «las manos que eran de otras manos, / ¿me recogerán acaso como un furtivo estallido de estrellas?» (p. 35). Por eso Big is Not Beautiful, y sobre todo lo contrario: lo pequeño es hermoso, pues nos sentimos identificados en nuestra transitoriedad. «Sé que ese fue a veces mi único consuelo. / Sé que un verso puede a la vez ser vivo y enterrado.» (p. 30).

Como decimos, todo un descubrimiento para los lectores avisados que desde aquí queremos recomendar vivamente.

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 Universidad de Granada, España.

Contacto con el autor: jca@ugr.es

 

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