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EGM.
septiembre 2012 /
Publicación semestral. ISSN: 1988-3927. Número 11, septiembre 2012.

Violencia filio-parental: aproximación a un fenómeno emergente

 

Bárbara Suárez Gómez [*]

 

Resumen. Los casos de violencia filio-parental parecen haber aumentado de forma alarmante en los últimos años. De ahí que el escaso interés que hasta el momento despertaba este tipo particular de violencia intrafamiliar se haya visto incrementado y, paralelamente, los intentos de conceptualización y comprensión de este fenómeno desde ámbitos teóricos y aplicados. El presente trabajo intenta dar una visión de conjunto de los estudios que se han llevado a cabo de manera reciente y en el ámbito español sobre la violencia filio-parental: sus características, los factores que propician su aparición y mantenimiento, así como las intervenciones judiciales y psicosociales que hasta ahora se están poniendo en marcha para hacerle frente.

Palabras clave: violencia filio-parental, adolescencia, estilos educativos, psicología

Abstract. The child-parent violence appears to have increased dramatically in recent years. Therefore, the lack of interest so far received this particular type of domestic violence has been increased and, in parallel, attempts conceptualization and understanding of this phenomenon from theoretical and applied fields. This paper tries to give an overview of the studies that have been conducted so recent in Spain country on child-parent violence: their characteristics, the factors favoring the emergence and maintenance as well as judicial interventions and psychosocial so far are implementing to cope.

Keywords: child-parent violence, adolescence, educational styles, psychology.

Introducción

En los últimos años, los medios de comunicación vienen haciéndose eco de lo que consideran, desde su perspectiva, un “nuevo” y preocupante problema familiar, la violencia filio-parental (VPF). La agresión de hijos, sobre todo adolescentes, a sus padres se ha convertido en un motivo de alarma social que ocupa numerosos titulares en periódicos, reportajes y debates televisivos, además de ser centro de atención de un creciente número de investigaciones.

Así lo refleja, por ejemplo, una reciente publicación digital: “desde 2007 más de 17 000 menores de más de 14 años han sido procesados en España por agredir, física o psíquicamente, a sus progenitores durante la convivencia” (elmundo.es, 2011).

Por su lado, la última Memoria de la Fiscalía del Estado revela un descenso global de las cifras de VFP en el pasado año. Así, en 2010 dicha violencia ha dado lugar a la apertura de 4995 procedimientos, frente a los 5201 procedimientos de 2009, los 4211 de 2008 y los 2683 de 2007 (Ministerio de Justicia, 2011). La escalada ascendente que tal tipo de violencia protagonizaba en la primera década de este siglo parece por tanto haber revertido, pero la Fiscalía advierte que dicho descenso no es lo suficientemente relevante desde el punto de vista estadístico y que debe ser considerado más bien como una estabilización del problema y no tanto como una disminución del mismo.

En definitiva, el gran interés que la VFP despierta hoy en día, por el rápido aumento de casos denunciados y por su presencia en familias aparentemente normalizadas y con menores sin problemas personales o sociales previos identificados, un dato que se ha considerado diferencial como después veremos, hace relevante una aproximación a este fenómeno en nuestro país para conocer tanto su alcance teórico como, de manera consecuente, la necesidad de un abordaje aplicado. Así como tratar de establecer, a la luz de las investigaciones realizadas, si en verdad estamos o no ante un problema “nuevo” o ya suficientemente consolidado como para requerir de manera inmediata de medidas políticas, legales, económicas y sociales para su resolución.

Este trabajo, por tanto, tiene como objetivo ofrecer una visión de conjunto de la VFP en nuestro país. Pretende contribuir de algún modo al mayor conocimiento de la misma para la realización de futuras investigaciones e intervenciones ya que, tal y como se expone más adelante, el escaso interés que hasta el momento se tenía sobre la VFP hace que exista escaso conocimiento científico sobre este fenómeno.

1. Marco conceptual actual de la violencia filio-parental

1.1. ¿Estamos ante un nuevo fenómeno?

A pesar del reciente interés ya referido que despierta la VFP, lo cierto es que la agresión de los hijos a sus padres no es un problema familiar nuevo. Dicha violencia parece haber existido siempre, aunque rara vez salía a la luz y, en general, se suponía asociada a la presencia de psicopatología en el agresor (trastornos delirantes o alucinatorios, deficiencia mental o autismo, síndrome de abstinencia en toxicómanos, estructuras de personalidad con rasgos disociales o antisociales).

Hasta tal punto se tenía noticias de su existencia que, en los ámbitos relacionados con el abordaje de este tipo de dinámicas —legales, sanitarios, académicos—, se ha considerado un tercer tipo de violencia intrafamiliar o doméstica junto a la violencia paterno-filial y a la violencia conyugal (Pereira y Bertino, 2009). De hecho, Stewart y sus colaboradores recogen que este fenómeno ya fue estudiado años atrás, en su denominación de “síndrome de los progenitores maltratados”, como un subtipo más de la violencia familiar (Ibabe, 2007).

Por tanto, los recientes estudios acerca del tema indican que ha sido su emergencia pública en forma de denuncias judiciales —en algunos casos con cierto eco en los medios de comunicación—, su incremento en los últimos años y, sobre todo, la aparición en familias “normalizadas” con hijos sin una psicopatología previa asociada, sin antecedentes delictivos ni conductas disociales/antisociales en otro contexto distinto del doméstico, lo que ha hecho pensar que nos encontrábamos ante un “nuevo” tipo de violencia intrafamiliar. Sin embargo, tal y como defienden los investigadores, no estamos ante un “nuevo” tipo de violencia intrafamiliar sino más bien ante un nuevo modelo de VFP, en el que la violencia ha pasado de ser una circunstancia o un elemento más de una problemática mayor a constituirse en el foco central del problema (Pereira y Bertino, 2009).

1.2. Construyendo una definición

Hasta hace poco, la VFP no había sido foco de interés en el continente europeo por lo que se carecía de estudios y de literatura científica que permitiera su delimitación conceptual y epidemiológica. Se consideraba un fenómeno poco relevante, menos peligroso que los otros tipos de violencia intrafamiliar ya que, en la mayoría de los casos, no se producían lesiones que requirieran hospitalización y además, se consideraba que ésta debía desaparecer de manera espontánea, sin necesidad de intervención especializada (Pérez y Pereira, 2006).

Sin embargo, el paso del tiempo ha dado a conocer una realidad totalmente diferente. Hoy en día, considerar la VFP como una violencia menor que desaparece por sí misma es un error. Los casos han crecido de manera alarmante en los últimos años y reflejan agresiones cada vez más preocupantes. Por ello, valiéndose en un principio de los trabajos realizados en Estados Unidos, Canadá o China, Europa se ha puesto rápidamente a investigar para comprender y solucionar la emergente VFP.

Las primeras definiciones que se pueden encontrar sobre la VFP son breves y poco operacionalizadas. Harbin y Madden en 1979, por ejemplo, la describieron como ataques físicos o amenazas verbales y no verbales o daño físico. Posteriormente, algunos autores especificaron estos comportamientos violentos: morder, golpear, arañar, lanzar objetos, empujar, maltrato verbal y amenazas. Por su parte, Laurent y Derry en 1999 y Wilson en 1996 hablaban de este fenómeno como una agresión física repetida a lo largo del tiempo realizada por el menor contra sus progenitores (Ibabe, Jauregizar y Díaz, 2007).

Las definiciones más recientes, elaboradas con un mayor grado de operacionalización, responden a un estilo semejante al de las definiciones actualmente existentes para otras expresiones de violencia doméstica. Cottrell en 2001, por ejemplo, entiende la VFP como “cualquier acto de los hijos que provoque miedo en los padres y que tenga como objetivo hacer daño a éstos”. Además, al igual que en la violencia conyugal, en la VFP distingue las siguientes dimensiones: maltrato físico (pegar, dar puñetazos, empujar, romper y lanzar objetos, golpear paredes, escupir…); maltrato psicológico (intimidar y atemorizar a los padres); maltrato emocional (engañar maliciosamente a los padres, haciéndoles creer que se están volviendo locos; realizar demandas irrealistas, mentir, fugarse de casa, chantajes emocionales amenazando con suicidarse o con marcharse de casa sin tener realmente la intención de hacerlo…); y maltrato financiero (robar dinero y pertenencias a los padres, venderlos, destruir la casa o los bienes de los padres, incurrir en deudas que los padres deben cubrir, comprar cosas que no se pueden permitir…) (Ibabe et al., 2007).

Por otro lado, y ya en 2002, Paterson, Luntz, Perlesz y Cotton añaden que para que el comportamiento de un miembro de la familia sea considerado violento, otros en la familia han de sentirse amenazados, intimidados y controlados (Ibabe et al., 2007).

Mientras, en España, Garrido (2011) describe un síndrome íntimamente ligado con la VFP que denomina “síndrome del emperador”, caracterizado por una ausencia de conciencia y comportamiento orientado a explotar y abusar de los progenitores. Tal y como algunos de los antiguos emperadores de Roma hacían, cuando el menor es contrariado pone de relieve su “poder” de emperador para vengarse y castigar a los que han osado incumplir su voluntad. En dicho síndrome hay violación de normas y limites familiares acompañado de conductas agresivas tanto verbales como físicas hacia los padres. Los menores que lo presentan se caracterizarían por ser egocéntricos, tener baja tolerancia a la frustración y poca empatía (Calvete, Orue y Sampedro, 2011).

La definición más reciente y aceptada será la propuesta por Pereira que delimita la VFP como:

las conductas reiteradas de violencia física (agresiones, golpes, empujones, arrojar objetos), verbal (insultos repetidos, amenazas) o no verbal (gestos amenazadores, ruptura de objetos apreciados) dirigida a los padres o a los adultos que ocupan su lugar. Se excluyen los casos aislados, la relacionada con el consumo de tóxicos, la psicopatología grave, la deficiencia mental y el parricidio (2006).

En conclusión, la VFP es ejercida por niños, jóvenes o adolescentes en apariencia “normalizados”, es decir, sin una patología grave identificada. Dicha violencia, al igual que sucede en el resto de violencias intrafamiliares, tiene como objetivo el poder y el control en la familia. La violencia va produciéndose generalmente en escalada: comienza de manera habitual con insultos y descalificaciones, pasa a amenazas y ruptura de objetos, y finaliza con agresiones físicas de índole cada vez más severa. Es un proceso que puede durar años, crece progresivamente y no se detiene ni siquiera cuando se consigue una sumisión absoluta, un pleno dominio y control por el terror.

2. Análisis funcional de la violencia filio-parental

Debido al periodo de investigación en este tema, aún breve, nos encontramos con un enfoque fundamentalmente descriptivo acerca del mismo. De esta manera, en el presente trabajo se ha optado, para un mejor abordaje de este fenómeno, por una estructuración en forma de análisis funcional de la información revisada, herramienta muy utilizada en el ámbito de la psicología para la presentación integrada y clara de las diversas características que hasta el momento se han visto asociadas a la VFP.

2.1. Elementos descriptivos de la conducta de violencia filio-parental

Como ya se ha visto, se entiende por VFP una agresión reiterada física, verbal y no verbal de los hijos hacia los padres. Se incluyen pues en ésta las amenazas e insultos, a través de gestos o verbalizaciones, las agresiones físicas de cualquier tipo, o la ruptura consciente de objetos apreciados por el agredido. Mientras que no se ha considerado incluida de este fenómeno la violencia ocasional sin antecedentes previos y que no se repite. Se excluye, por tanto, el parricidio al constituir un episodio único, sin que se registren antecedentes previos. Se excluye también la violencia asociada al curso de intoxicaciones o trastornos mentales que se asocien a alteraciones de la conciencia. La violencia presentada en estos casos forma parte del modelo tradicional de VFP. El modelo actual entiende así que ésta se da en hijos agresores aparentemente normalizados, es decir, sin psicopatología previa asociada.

2.2. Antecedentes de la violencia filio-parental

2.2.1. Variables sociodemográficas

En primer lugar, en lo que respecta a las variables sociodemográficas que caracterizan a los hijos, aunque en un principio la VFP se asoció más al sexo masculino que al femenino, los estudios realizados con muestras amplias y representativas de la población general sugieren que no existen diferencias en este aspecto.

No obstante, sí se ha encontrado diferencias de sexo atendiendo al tipo de agresión o abuso que los hijos ejercen contra sus padres. Las investigaciones indican que, en general, los varones son más propensos a ejercer el maltrato físico, mientras que las mujeres tienen más probabilidades de ejercer el maltrato emocional o verbal (Ibabe y Jaureguizar, 2011).

También se han observado diferencias de sexo atendiendo a las características del incidente lesivo. Así, se ha detectado que mientras las mujeres tienden a utilizar un objeto de casa como arma, los hombres suelen utilizar aquéllos que causan una intimidación adicional a la víctima como, por ejemplo, un cuchillo. Quizás debido a esto, se han expuesto también ciertas diferencias en el tipo de lesión causada al progenitor agredido, siendo las hijas las que con mayor probabilidad causa lesiones leves durante un asalto (Walsh y Krienert, 2007).

Por otro lado y respecto a la edad de los hijos, según numerosos estudios el período crítico para la aparición de la VFP es la adolescencia, a pesar de que muchos de los padres que la sufren refieren dificultades en la crianza de estos hijos desde edades tempranas. La edad media de inicio de la violencia se sitúa en torno a los 11 años, con extremos que van desde los 4 a los 24 años (Pérez y Pereira, 2006) con una especial densidad porcentual entre los 15 y los 17 (Moreno, 2005).

También se han observado ciertas diferencias de edad en los hijos atendiendo al comportamiento agresivo exhibido. Concretamente, se ha visto como a medida que aumenta la edad en los hijos agresores, sus conductas violentas pasan a ser más intensas debido, tal vez, al incremento de la capacidad física en los menores (Walsh y Krienert, 2007).

Por su lado, en relación a los padres y a la edad de éstos, se ha descrito una tendencia a presentar una edad avanzada. En los estudios se observa que la edad media de la primera agresión sufrida se sitúa en torno a los 54 años. En cuanto al nivel socioeconómico, su posición social sería elevada y con frecuencia cuentan con una titulación académica superior.

Por otro lado, en relación al sexo del progenitor agredido y al tipo de estructura familiar se ha observado que este tipo de agresiones suelen aparecer con mayor probabilidad en familias monoparentales y, como consecuencia, se detecta cierta vulnerabilidad de género, de manera que se recoge un mayor número de agresiones a las madres, bien biológicas bien adoptivas o de acogida (Pérez y Pereira, 2006). Parece que éstas tienden a ser percibidas como más débiles y accesibles por los hijos agresores (Ibabe y Jaureguizar, 2011). De hecho, un trabajo realizado en el año 2003 sobre el abuso verbal y físico hacia las madres pone de manifiesto que, ante una situación familiar estresante como pueda ser el divorcio de los padres, aquéllas tiene un riesgo mayor de sufrir agresiones por parte de los hijos, viéndose disminuido dicho riesgo por la configuración de un ambiente familiar positivo tras el divorcio (Pagani, Larocque, Vitaro y Tremblay, 2003).

2.2.2. Variables psicológicas

Nos encontramos, según las investigaciones recientes, ante una generación de padres que en su tiempo crecieron con ciertas carencias y que hoy en día hacen lo imposible para que sus hijos no experimenten lo que ellos vivieron. Son la llamada “generación de padres obedientes”, los cuales se pueden caracterizar por los siguientes comportamientos: evitan ser vistos como autoridad y se autodefinen como amigos y compañeros; eluden imponer reglas y normas, pues afirman que en la libertad está el crecimiento maduro y pleno; prescinden de cualquier tipo la privación porque creen que produce baja autoestima y tratan, por todos los medios, que sus hijos no sufran la demora del acceso a reforzadores o premios, independientemente de que sean o no merecidos, porque piensan que causa frustración (Prado y Amaya, 2005).

Debido a esto, el egocentrismo, la baja tolerancia a la frustración, la ira y la falta de empatía se han descrito como las principales características de los hijos que agreden a los padres. Para ellos, el primer objetivo es la satisfacción del propio interés, independientemente de cuál sea y de las vías para conseguirlo. Se sienten únicos y carecen de reglas morales de convivencia. No aceptan responsabilidades ni exigencias. Los demás son instrumentos para satisfacer sus deseos y cuando se resisten a serlo, son un obstáculo con el que hay que enfrentarse e incluso acabar. No ven otros puntos de vista o necesidades más que las suyas. Son auténticos déspotas y procuran insertarse en grupos formados por individuos con su mismo sistema de vida y valores (Moreno, 2005).

Por otro lado, ciertos autores han observado que los menores que ejercen la violencia contra sus padres presentan una baja autoestima. Tal y como Omer señala, la autoestima se vincula más a la percepción de ser capaz de enfrentarse a obstáculos y superarlos por uno mismo que con la connotación positiva de los logros. Por ello, con las tendencias educativas actuales, basadas principalmente en la concesión de estímulos positivos más que en el afrontamiento de dificultades, estos niños crecen sin conocer qué es el esfuerzo o la superación y, por consiguiente, sin tener la posibilidad de experimentar cómo mantener e incrementar su autoestima (Pereira y Bertino, 2009).

Por último, cabe señalar que la imagen de omnipotencia que estos menores muestran con las agresiones a sus padres no es más que una simple ilusión. Se ha indicado que, ante el mundo exterior al entorno doméstico, esta omnipotencia se derrumba, los menores sienten miedo y ansiedad. Nos encontramos realmente ante menores con una pseudoautonomía, dependientes de sus padres e incapaces de enfrentarse a la realidad que les rodea allende el ámbito familiar (Laurent y Derry, 1999).

2.2.3. Más allá del individuo: factores sociales

Como se mencionó anteriormente, puesto que nos encontramos en una fase temprana de la investigación sobre la VFP y, en consecuencia, con un predominio de los estudios de tipo descriptivo, basados en análisis correlacionales —lo que también tiene que ver con el tipo de fenómeno objeto de interés así con como sus variables asociadas—, no es posible establecer relaciones causales que den cuenta de su aparición y consolidación. No obstante, diversos autores han señalado ciertos factores sociales que podrían estar relacionados con el origen de la VFP.

Los cambios socio-históricos son el primer factor, considerado a la base de todos los demás, puesto que se supone que han favorecido un desequilibrio de poder tanto en la familia como en el sistema educativo.

A raíz de los graves acontecimientos históricos en torno a la Segunda Guerra Mundial, se ha vivido el paso de un sistema social autoritario a otro que se ha considerado democrático si bien mal entendido. En consecuencia, también el modelo jerárquico familiar se ha tambaleado. Los padres no han sido despojados de la responsabilidad en el cuidado de sus hijos pero, a menudo, sí de la autoridad, así como de algunos de los medios utilizados habitualmente para mantenerla.

Siguiendo a Pereira y Bertino (2009) se pueden describir otros cambios sociales que están dando lugar a las dificultades a las que se enfrentan los padres a la hora de mantener su autoridad:

  • Disminución del número de descendientes, con incremento importante de los hijos únicos. Los hijos, cada vez más escasos, se convierten, con frecuencia, en un tesoro que hay que mimar y cuidar muy delicadamente, al que debe prestársele atención siempre y en todo lugar. Se convierten así en los reyes de la casa.
  • Modificaciones en los modelos familiares predominantes, con una disminución progresiva del tipo nuclear —en la actualidad, suponen menos del 50% de las presentes en la sociedad occidental—. Otras tipologías como las monoparentales o las reconstituidas, las de acogimiento o adoptivas, ocupan cada vez un mayor espacio. En todos estos nuevos modelos, por razones específicas a cada uno, el mantenimiento de la autoridad del o de los padres se hace más difícil.
  • Alteraciones en el ciclo vital familiar tradicional, con un progresivo atraso de la edad media a la que se tienen los hijos, dando lugar a padres añosos, con menos energías para conseguir mantener la disciplina y poner límites.
  • Cambios laborales: la plena incorporación de la mujer al trabajo y el aumento del número de horas que son necesarias pasar fuera de casa están dando lugar a los llamados “niños llave”. El contacto con los hijos disminuye, se llega cansado a casa y en el poco tiempo que se está con ellos se tratan de evitar, en lo posible, situaciones de tensión. Se eliminan actuaciones que generen frustración, en busca de armonía familiar, que no sobrecargue aún más al cansado progenitor.
  • Delegación de la tarea educativa al mundo del ocio. Se deja, por ejemplo, que el televisor o los videojuegos “se encarguen” de vigilar y mantener entretenidos a los hijos a pesar de sus altos contenidos en violencia. De esta manera, los niños y adolescentes se insensibilizan ante su presencia y observan diversas maneras de resolver cualquier problema utilizando como único medio la agresión.
  • Evolución de la sociedad hacia un modelo educativo basado más en la recompensa que en la sanción, en la permisividad que en la disciplina, lo que ha llevado a restringir de manera significativa la capacidad sancionadora de los educadores. A los profesores y maestros se les ha retirado, desde hace tiempo, la posibilidad de utilizar casi la totalidad de los castigos —entendidos como una medida excepcional, proporcionada e inmediata de control del comportamiento desajustado—. Incluso, cuando tratan de poner estos límites, no es extraño observar cómo a menudo los padres se alían indiscriminadamente con el hijo, enfrentándose, a veces de manera violenta, a aquéllos en sus intentos de educar sin la colaboración de los progenitores. Este enfrentamiento entre familia y sistema educativo ha conducido a una frecuente pérdida de una colaboración indispensable entre ambas figuras de autoridad y a la indefensión, y consecuente indiferencia, de muchos profesores en la realización de su trabajo.

Un segundo factor considerado muy importante y presente en todos los estudios sobre VFP son las prácticas de crianza. Comúnmente conocidas como estilo parental, se entienden éstas como una característica de la relación padres-hijos más que como una característica privativa de los padres.

Maccoby y Martin definieron dicho estilo parental a través de la fusión de dos dimensiones: afecto/comunicación y control/exigencia. Ambas dimensiones, relacionadas ortogonalmente entre sí, se distribuyen a lo largo de los polos dando lugar a la aparición de cuatro tipos de estilos parentales: autoritario (alto control y exigencia/bajo afecto y comunicación), democrático (alto control y exigencia/alto afecto y comunicación), negligente (bajo control y exigencia/bajo afecto y comunicación) y permisivo (bajo control y exigencia/alto afecto y comunicación) (Musitu y García, 2004).

Tradicionalmente se asociaba la VFP a un estilo educativo autoritario donde los padres ejercen un gran control sobre los menores e incluso hacen uso frecuente del castigo físico corporal como estrategia de disciplina (Calvete et al., 2011). Las investigaciones han constatado que cuanto mayor es la tasa de castigos corporales por parte de los padres hacia los hijos mayor es la presencia de comportamientos violentos de éstos hacia sus padres debido al aprendizaje de modelos de relación basados en la violencia (Ibabe y Jaureguizar, 2011). Sin embargo, más recientemente, la VFP se ve asociada a un estilo de crianza permisivo en el que no se establecen límites y en donde la ausencia de una estructura jerárquica ocasiona déficits en el establecimiento de normas y en la supervisión de su cumplimiento (Calvete et al., 2011). El abandono de las reglas de disciplina lleva a un entorno poco seguro en el que los menores adquieren una pseudoautonomía y desarrollan conductas violentas en búsqueda de los límites de los que carecen.

Los niños crecen en un entorno donde nadie establece barreras a sus apetencias o marca los márgenes de lo permitido. Se encontrarían ante unos padres que llevan a cabo los deseos de sus hijos sin más, evitándoles cualquier acontecimiento que les pueda suponer frustración. Como consecuencia, el niño cada vez demanda más y va desarrollando un comportamiento tiránico.

Hasta tal punto se ha establecido esta relación que la CIRCULAR 1/2010, sobre el tratamiento desde el sistema de justicia juvenil de los malos tratos de los menores contra sus ascendientes (Ministerio de Justicia, 2011), también expone que el origen de estos comportamientos violentos radicaría en deficiencias del proceso educativo de sus autores, más que en otros factores habitualmente asociados a la delincuencia juvenil como puedan ser los relacionadas con la marginalidad. Según ésta, la etiología de tales comportamientos suele corresponder a la ausencia de unos patrones o reglas de conducta adecuados en el núcleo familiar, sin imposición de límites y normas, generando carencias educativas (teoría de la laxitud) o a una desacertada combinación de estilos educativos sancionadores y permisivos, que dan lugar en ocasiones a que el menor no acepte ningún control.

Un tercer y último factor, la bidireccionalidad de la violencia intrafamiliar, se entiende sólo por parte de algunos autores que en la actualidad abordan el fenómeno como posible agente explicativo de la VFP. Se sabe que la exposición a la violencia es un factor de riesgo importante para el desarrollo de la conducta agresiva en la infancia y adolescencia. Dentro de un modelo sistémico, se conceptualiza dicha violencia como el resultado de una determinada interacción entre los diferentes miembros de la familia donde los roles (victima/agresor) pueden intercambiarse. Para estos, pues, la VFP se debe a unas dinámicas relacionales características (Pereira y Bertino, 2009).

Un estudio reciente pone de manifiesto que tanto la exposición a la violencia entre los padres como las agresiones de padres a hijos (físicas o psicológicas) se relacionan con la VFP. Se ha observado cómo la agresión intraparental y de padres a hijos de índole psicológica se asocia con la VFP psicológica mientras que la agresión intraparental y de padres a hijos de orden físico se asocia a una VFP física. En definitiva, los hijos aprenden formas similares de violencia a aquéllas en las que han sido modelados por sus padres (Gámez-Gaudix y Calvete, 2012). No obstante, las investigaciones muestran que aunque el riesgo de perpetrar actos violentos contra otros aumenta con la exposición a la violencia familiar no se puede concluir que esta exposición produzca directamente conductas violentas (Ibabe y Jaureguizar, 2011).

En definitiva, se han encontrado múltiples factores sociales que favorecen la aparición de la VFP y que pueden conjugarse en una misma familia ya que estos no funcionan necesariamente de manera excluyente entre sí.

2.3. Consecuentes: el mantenimiento de la conducta problema

2.3.1. El desencadenamiento de la conducta violenta

Según señalan Pereira y Bertino en su trabajo del 2009, el desencadenamiento de la conducta violenta de hijos a padres puede darse, en unos casos como consecuencia natural de la relación familiar, es decir, la violencia se ejerce para sobrevivir o es lo que se ha aprendido que se puede hacer para descargar la tensión que crean los conflictos y los desacuerdos. En otros casos, dicha violencia aparecería como método de escape ante una fusión emocional victima/agresor, de manera que el hijo intenta alejarse y el progenitor bloquea tal intento produciéndose la manifestación de la conducta violenta para conseguir así la autonomía deseada.

En consecuencia, estos autores describen una secuencia típica de eclosión de la conducta violenta:

  1. Se inicia un desacuerdo entre progenitor e hijo, generalmente en torno al establecimiento de alguna norma o al ejercicio de la autoridad de los padres, algo desde un inicio mal tolerado por el hijo.
  2. Se entabla una discusión, con los participantes situados en un nivel de igualdad, lo que lleva con facilidad a una escalada simétrica —vid. infra—.
  3. Uno de ellos, generalmente el hijo —aunque también puede ser el progenitor— inicia un comportamiento evitativo y, sin resolver el conflicto, trata de retirarse.
  4. El otro, generalmente el progenitor —pero a veces también el hijo—, lo persigue y acosa, tratando de evitar su retirada.
  5. La persecución bloquea la salida del conflicto incrementando notablemente la tensión.
  6. Surge la reacción violenta del acosado, ya sea padre o hijo, para terminar la tensión. Con frecuencia, tras esta eclosión viene la relajación, y puede reconstruirse la relación.

Como se ha indicado en la secuencia, cabe señalar que, dependiendo de la reacción que los padres tengan ante la violencia de sus hijos, se podrá hablar de una evolución en escalada simétrica o de una evolución en escalada complementaria de la VFP.

Si los padres responden a la violencia de sus hijos duramente, es decir, si responden con hostilidad a la hostilidad y con una violencia mayor a la violencia previa, la VFP tendrá un desarrollo en escalada simétrica. En este caso, el progenitor intenta vencer las agresiones del hijo con las mismas armas, generando en éste una nueva respuesta violenta, produciéndose así un aumento progresivo de la hostilidad. Ambas partes creen estar actuando en defensa propia: el otro es el agresor. Consecuencia: cuanto más atrapados se sienten en esta conducta, mayores son los niveles de agresividad.

Si, por el contrario, los padres responden a la violencia de sus hijos de manera “blanda”, es decir, utilizando la persuasión verbal para convencerlo y hacerlo cambiar, la VFP tendrá un desarrollo en escalada complementaria. El intentar conectar empáticamente para que desista en su actitud sólo consigue un incremento en las exigencias del hijo que se crece ante la actitud sumisa del progenitor, entrando en una relación circular en la que el aumento de la violencia va generando cada vez más sumisión y, a su vez, la sumisión va generando más violencia. La escalada complementaria es, por tanto, asimétrica y se caracteriza por una dinámica de chantaje. El mensaje que se transmite es de debilidad y éste va reforzando la utilización de la violencia para conseguir los objetivos.

No obstante, en ocasiones, puede darse una mezcla de ambas reacciones en los progenitores. De manera pendular, van oscilando entre las estrategias duras y blandas dándose, en este caso, una retroalimentación mutua de ambas escaladas (Pereira y Bertino, 2009).

2.3.2. Mecanismos de consolidación del problema

Se ha considerado que uno de los principales factores que pueden explicar el mantenimiento de la conducta violenta es la negación de ésta por parte del grupo familiar y es que, a pesar del número elevado y creciente de casos denunciados, los expertos advierten que el número de casos reales debe ser mayor.

En la VFP la negación, pues, es una constante. Los padres admiten la gravedad de las agresiones de manera inmediata a que se produzcan éstas pero, a la vez, suelen tolerar niveles desproporcionadamente altos de violencia antes de tomar medidas, del tipo que sean (Pérez y Pereira, 2006).

En el periodo en que se gesta, los padres entienden equivocadamente que se trata de un comportamiento normal, motivado por la edad del niño y por sus procesos de afirmación de la personalidad. Más adelante, cuando esta violencia se materializa en agresiones que, por su intensidad, tipología o continuidad, se convierten en algo difícilmente soportable y asociada a daños, los padres se autoconvencen de que es un tema que atañe de manera estricta a la familia y que en ella debe ser resuelto. Además, nace en ellos la sensación de impotencia al pensar que no existen soluciones para tal situación (Moreno, 2005).

En definitiva, los padres tratarán de proteger la imagen familiar. En un principio, existe un pacto de silencio aparentemente consensuado para la protección de los niños. Sin embargo, estos padres maltratados intentan de manera indirecta preservar su propia imagen y mantener el mito de la armonía y la paz familiar. El reconocimiento de la aberración que, a su parecer, indicarían la actitud y el comportamiento de sus hijos los enfrenta a una sociedad que los condenaría por su fracaso como padres (Pérez y Pereira, 2006). De esta manera, tal sensación de fracaso de los padres en su función educativa, la consecuente vergüenza que supone ser agredido por un hijo, así como la protección de la imagen familiar produce que, casi todas las familias afectadas, nieguen la seriedad de la agresión y minimicen sus efectos, aun cuando sean públicos y evidentes (Pereira y Bertino, 2009).

Las conductas habituales para lograr mantener este secreto familiar serían: el rechazo de la confrontación o discusión abierta sobre la conducta violenta, los intentos de todos los miembros de la familia de minimizarla, la negativa a imponer castigos o el establecimiento de respuestas inconsistentes a la agresión, y las negativas a solicitar ayuda externa (Pérez y Pereira, 2006).

Como cada vez será más difícil salvaguardar dicho secreto se tenderá a disminuir progresivamente el contacto con el exterior, lo que lleva a un aislamiento que favorece, a su vez, el incremento de la conducta violenta. Este aislamiento puede ser, también, una exigencia del hijo agresor, que le permite disfrutar de una mayor facilidad para conseguir sus objetivos. El aislamiento favorece, entonces, el mantenimiento del secreto, por lo que se crea un círculo vicioso que potencia, a la vez, el agravamiento del problema (Pereira y Bertino, 2009).

Por otro lado, el mantenimiento de la conducta violenta puede explicarse también en relación a los beneficios secundarios que se obtienen con su puesta en marcha, entre ellos, poder y dominación. Los menores que agreden a sus padres consiguen una serie de objetivos tales como: llegar a casa a la hora que se desean, recibir más dinero para los gastos, poder decidir qué y cuándo se come…, en definitiva, una total libertad de acción.

Además, se intenta minimizar la competencia con otros hermanos o familiares —si ésta existe—, restringir los movimientos y las comunicaciones de los progenitores entre sí y con el entorno para evitar interferencias externas que hagan peligrar el poder conseguido, como ya se ha indicado, o asustar a los padres hasta la indefensión.

Con el paso del tiempo, entonces, el hijo violento se orienta gradualmente hacia el poder, mientras las relaciones parento-filiales son cada vez más escasas y de peor calidad. Los padres aprenden a ignorar las conductas negativas del hijo para evitar la confrontación, por lo que éste necesita respaldar su poder con comportamientos cada vez más extremos.

En definitiva, las metas del hijo agresor se pueden resumir en: dominación por el miedo que produce y mediante la utilización de acciones violentas de manera repetitiva con un incremento progresivo del nivel de amenaza, que acaban produciendo en los progenitores una reacción de embotamiento y sumisión (Pereira y Bertino, 2009).

3. Intervención en violencia filio-parental

3.1. Medidas judiciales

La intervención judicial de la VFP se lleva a cabo a través de un procedimiento estandarizado reflejado en la CIRCULAR 1/2010, sobre el tratamiento desde el sistema de justicia juvenil de los malos tratos de los menores contra sus ascendientes (Ministerio de Justicia, 2011). Los pasos indicados en la misma, que exponemos de manera sucinta serían:

  • Diferenciación de supuestos
  • Principio de celeridad
  • Medidas cautelares
  • Justicia restaurativa
  • Medidas imponibles
  • Ejecución

En primer lugar, ante cualquier caso de VFP, se deben diferenciar los supuestos en los que el menor incurre en conductas de maltrato propiamente delictivas de aquellas otras que, reflejando un conflicto o crisis familiar, no son susceptibles de tipificación penal y que, por consiguiente, impiden cualquier intervención desde el ámbito de la Justicia Juvenil.

Son frecuentes las denuncias que relatan problemas conductuales atípicos (falta de asistencia a los centros de enseñanza, incumplimiento de los horarios establecidos por los progenitores, ausencia absoluta de disciplina en el seno del hogar, fugas, etc.). Sin embargo, dichos supuestos han sido desestimados por la Justicia Juvenil. En estos casos, deberá optarse por la derivación hacia las instituciones de protección de menores, evitando así la confusión entre la esfera sancionadora educativa y la esfera protectora.

Por tanto, hay que tener muy en cuenta que el fenómeno de la VFP suele estar precedido por un proceso dilatado en el tiempo y que, en sus primeras fases, lo integran conductas que, aun no teniendo relevancia penal, ponen de manifiesto una situación de riesgo que habría de ser abordada desde los servicios sociales o las instituciones de protección de menores. Así mismo las intervenciones a través de terapias familiares pueden tener una eficacia preventiva indiscutible ya que los abordajes terapéuticos tempranos pueden evitar las posteriores actuaciones —siempre más traumáticas— desde el sistema de Justicia Juvenil.

Por lo que respecta al principio de celeridad, se trata de uno de los elementos nucleares en la ordenación del sistema de Justicia Juvenil. Por las propias características de los destinatarios del proceso, éste debe ser especialmente ágil y breve. En tanto la Justicia de Menores tiene por objeto educar, la necesidad de conectar en el tiempo la consecuencia jurídica (medida) con el hecho cometido (delito o falta) es esencial. No puede demorarse el proceso, pues generaría el incumplimiento de los objetivos perseguidos y conllevaría intervenciones inútiles o incluso contraproducentes. Hay que tener muy presente además que, en este tipo de delitos, de manera habitual la denuncia es el resultado de una larga cadena de hechos que desembocan en situaciones familiares insostenibles necesitadas de una actuación inmediata.

Con el fin de preservar la referida celeridad deberá reflejarse en la carátula inicial del expediente que el delito investigado se refiere a violencia doméstica y la fiscalía imprimirá la mayor agilidad a todos los trámites y fases procesales, instando también a los equipos técnicos a la elaboración más rápida posible del informe.

En tercer lugar, cabe destacar que esta necesidad de intervención inmediata debe tener su reflejo en la utilización de medidas cautelares en la protección de la víctima. En los primeros momentos del procedimiento, cuando el maltratado se decide a dar el paso y denunciar los hechos, el riesgo de que las agresiones se intensifiquen se incrementa considerablemente, por lo que tales medidas de protección iniciales pueden ser vitales. Con la presentación de la denuncia, el conflicto familiar adquiere una nueva dimensión. Los niveles previos de tensión emocional se alteran y a menudo se acrecientan como consecuencia de las primeras intervenciones de las instancias públicas externas al ámbito doméstico.

Concretamente, la necesidad de adoptar medidas cautelares en protección de la víctima queda reflejada en la Ley Orgánica 8/2006, de 4 de diciembre, la cual modifica sustancialmente la Ley Orgánica 5/2000, de 12 de enero, reguladora de la responsabilidad penal de los menores (LORPPM). Dicha reforma dispone en su Exposición de Motivos que:

se incorpora como causa para adoptar una medida cautelar el riesgo de atentar contra bienes jurídicos de la víctima, y se establece una nueva medida cautelar consistente en el alejamiento de la víctima o su familia u otra persona que determine el Juez (Álvarez-García et al., 2011).

De la pluralidad de medidas cautelares (libertad vigilada, alejamiento, convivencia con grupo familiar o educativo e internamiento cautelar) se seleccionará aquélla que mejor se acople al principio del interés superior del menor y a las necesidades de protección de las víctimas.

  • Libertad vigilada: seguimiento de la actividad del menor con el objetivo de ayudarle a superar los factores que le motivaron a llevar a cabo el hecho delictivo.
  • Alejamiento: prohibición de aproximarse o comunicarse con la víctima o con aquellos de sus familiares u otras personas que determine el Juez.
  • Convivencia con grupo familiar o educativo: se coloca al menor en un hogar distinto dentro de su familia extensa o en pisos de convivencia.
  • Internamiento: bien en régimen cerrado por el que el menor reside en el centro, en el cual debe desarrollar actividades formativas, educativas, laborales y recreativas; bien en régimen semi-abierto por el que reside en el centro pero puede acudir a actividades fuera de éste.

En cuarto lugar, se debe plantear la posibilidad de la justicia restaurativa a pesar de que en los casos de VFP sea difícilmente aplicable el desistimiento previsto en el artículo 18 de la Ley Orgánica 5/2000 reguladora de la responsabilidad penal de los menores:

El Ministerio Fiscal podrá desistir de la incoación del expediente cuando los hechos denunciados constituyan delitos menos graves sin violencia o intimidación en las personas o faltas, tipificados en el Código Penal o en las leyes penales especiales.

Teniendo en cuenta que normalmente concurrirá violencia o intimidación en tales delitos, lo cual ya excluye la posibilidad de acogerse a dicho artículo, no debe descartarse por principio una reparación extrajudicial acompañada de algunas obligaciones para el menor. En supuestos con pronóstico favorable, puede ser una solución idónea, siempre susceptible de ser revocada si el denunciado incumple sus obligaciones o incurre en nuevas conductas de maltrato.

Así, la justicia restaurativa puede aplicarse en las manifestaciones leves o iniciales de malos tratos, siendo primordial para la utilización de la conciliación un ambiente de calma y un deseo común de poner fin a la situación. Por lo tanto, no se podrá acudir a la misma si se detecta unas condiciones de fuerte desequilibrio entre los afectados: cuando el menor maltratador no exteriorice su firme propósito de cesar en sus actos o cuando el maltratado, por el daño sufrido y por la razonada falta de esperanza en la mediación, se encuentre psicológicamente inhabilitado para tomar parte en el proceso.

En quinto lugar, y desde la perspectiva de la finalidad esencialmente educativa de la intervención de la Justicia Juvenil, la idea-fuerza que preside el contenido de las medidas que se han de imponer a menores incursos en VFP es la del respeto a los bienes jurídicos de sus ascendientes y la exclusión radical de la violencia o la intimidación como formas de solución de conflictos.

Debe realizarse un informe completo y riguroso por parte del equipo técnico en el que quede reflejada la situación familiar y la del menor, no sólo en el momento del hecho sino también la evolución seguida y las condiciones en el momento del enjuiciamiento, con el fin de orientarse hacia la imposición de la mejor medida (libertad vigilada, alejamiento, convivencia con grupo familiar o educativo e internamiento). Independientemente de la medida o medidas impuestas, se llevará a cabo un programa individualizado de ejecución en el que se abordará, entre otras cosas, el conflicto familiar subyacente y las estrategias para tratar de superarlo.

Es importante además tener muy en cuenta que, en la mayoría de los supuestos, los menores maltratadores no suelen cometer actos delictivos fuera de su entorno familiar, por lo que en general será aconsejable acudir a medidas no privativas de libertad como la convivencia con grupo familiar o educativo, libertad vigilada o alejamiento, siendo adecuado para muchos de estos supuestos complementar tales medidas, como se ha dicho, con un tratamiento terapéutico, tratamiento que se orientará hacia el restablecimiento de la normalidad en las relaciones familiares.

En sexto y último lugar hay que mencionar que la ejecución habrá de ser esencialmente dinámica, muy atenta a la evolución del menor durante el desarrollo del cumplimiento de la medida, de manera que puedan, en su caso, activarse los mecanismos derivados del principio de flexibilidad: reducción, cancelación anticipada o modificación.

Para concluir este apartado, parece interesante mencionar un estudio llevado a cabo en el departamento de Justicia de la Generalidad de Cataluña sobre menores y jóvenes con medidas de internamiento por delitos de violencia intrafamiliar (Sempere, Losa, Pérez, Esteve y Cerdá, 2006). Dado que dicho estudio se llevó a cabo con el fin de reflexionar sobre la evolución del conflicto doméstico y sobre los cambios que se producen después de un internamiento nos permite ilustrar lo expuesto hasta el momento desde el punto de vista fenomenológico, etiológico y aplicado acerca de la VPF. En este último ámbito, el aplicado, referían la necesidad de saber cómo actuar y cómo resolver un problema que pone en juego el papel de la familia, de los padres, de los hijos, y de cada uno de los miembros de una colectividad.

Entre los objetivos planteados se encontraban: analizar el significado de la agresión hacia la familia para comprender la naturaleza de la acción violenta; identificar aquellas conductas que los menores y jóvenes aplican en el entorno familiar, después de una medida de internamiento, para afrontar el autocontrol; y valorar los cambios producidos en la dinámica intrafamiliar después de la desinstitucionalización del joven.

Para conseguir dichos objetivos el estudio se realizó en dos períodos diferenciados de la medida judicial, el periodo de internamiento y el periodo de libertad vigilada. Entre los resultados encontrados recogen que:

  • En el seno de las familias hay poco diálogo: las dificultades de comunicación a través de la palabra pueden desencadenar situaciones violentas o reforzar estilos indulgentes para evitar la confrontación.
  • La agresión dentro del ámbito familiar es producto de conflictos generados a lo largo de mucho tiempo por parte de los hijos y los padres.
  • Los hijos tienen una percepción distorsionada de la acción de sus padres hacia ellos: agreden porque se sienten atacados y víctimas de la situación que viven en la dinámica familiar.
  • Justifican sus actos como consecuencia de sentirse incomprendidos e invadidos en su espacio vital y ven la agresión como única alternativa para hacer frente a este malestar.
  • Inicialmente tanto los padres como los hijos perciben que las causas de la conducta violenta recaen únicamente en una de las partes (los hijos culpan a los padres y los padres a los hijos).
  • La distancia física entre hijos y padres, debido al internamiento, facilita un relajamiento emocional en ambas partes.
  • La medida de internamiento es vivida por los padres con ambivalencia: por un lado necesitan que se resuelva el problema pero por otro lado se sienten culpables por haber interpuesto la denuncia.
  • Los padres muestran desconfianza ante los intentos de cambio de conducta del hijo durante los permisos: tienen ciertas expectativas de cambio pero a la vez recelo y miedo, que se acentúa en la fase final del internamiento ante el retorno definitivo del joven.
  • Algunos jóvenes presentan habilidades sociales y comunicativas adecuadas con las personas ajenas al entorno familiar, pero casi todos presentan dificultades para tolerar la demora de un deseo.
  • En casi la mitad de los casos, y durante el internamiento, se han producido algunos cambios en el seno de las familias: de los miembros en el núcleo familiar y de domicilio.
  • Después del internamiento, hay familias que continúan situando la causa del conflicto sólo en el hijo o en las propias circunstancias de la vida y otras pueden situar una parte de la causa en sus propias características: creen que no pusieron límites o que no tuvieron habilidades para manejar las situaciones. Tanto las familias como los jóvenes han podido percibir cambios en la propia conducta, con más capacidad de autocontrol, pero todos creen que continúan los problemas y conflictos familiares.
  • Estos problemas y conflictos ya no desencadenan agresiones físicas porque se adoptan conductas evitativas, tanto por parte de los hijos como por parte de los padres: se evita el encuentro, el contacto o la confrontación a partir del distanciamiento de los hijos y la mayor tolerancia de los padres.

Los cambios que encontraron, después de un período de internamiento, en la conducta de los menores y en la propia dinámica familiar fueron:

  • Aislamiento, distanciamiento emocional y menor frecuencia del contacto padres-hijos como formas de evitar el conflicto. Estas conductas aportan un tono más depresivo a la dinámica intrafamiliar y, por tanto, se puede producir una disminución del impulso violento. Se induce así un efecto de autocontrol mutuo. No obstante, aunque la relación con los padres se suaviza, el fondo conflictivo continúa existiendo por ambas partes. El seguimiento hecho en el periodo posterior al internamiento confirma que el conflicto familiar vuelve a resurgir pasado un primer momento en el que duraba el efecto de dicha medida, si bien, en general, padres e hijos han desplegado otros mecanismos para afrontar el conflicto.
  • Una buena parte de los menores han aprendido a tomar conciencia de sus conductas, a darse cuenta de que éstas han sido desmesuradas y generadoras de malestar tanto en progenitores como en ellos mismos.
  • Respecto a entender la necesidad de normas y límites, los menores han mostrado más dificultad. Si bien durante el internamiento los han ido aceptando, aunque con dificultades, no se ha producido interiorización de los mismos.
  • Se reduce la intensidad de las vivencias de odio y de rabia hacia la familia y se producen acercamientos afectivos hacia los progenitores, pero con cierto recelo y desconfianza. Al mismo tiempo se evidencia un progresivo poso de sentimientos hostiles hacia al centro, resultándoles muy difícil llegar al final del internamiento ya que, al sentir que la relación con los padres ha mejorado, no ven un sentido en la permanencia en éste.

3.2. Abordaje psicosocial

El interés relativamente reciente por la VFP, como ya se ha mencionado con anterioridad, se asocia a una escasez generalizada de diseño e implementación de tratamientos e intervenciones psicosociales y, por tanto, de estudios sobre la eficacia de los mismos.

Así, en los escasos estudios actuales se ha observado ciertos niveles de eficacia en los tratamientos conductuales y, dentro de éstos, de los tratamientos cognitivo-conductuales para este tipo de violencia. También han mostrado alguna eficacia los programas de entrenamiento a padres y los derivados de los enfoques sistémicos. Sin embargo, la referida carencia de estudios descriptivos que permitan conocer en profundidad las diversas características que dan cuenta de este tipo de violencia y las relaciones funcionales entre las mismas lleva inevitablemente a una falta de investigación sobre tratamientos específicos que consigan hacerle frente.

A esta escasez generalizada de estudios en uno y otro sentido hay que sumarle además que las diferentes aproximaciones terapéuticas llevadas a cabo hasta el momento presentan una serie de deficiencias: elevada tasa de abandonos, falta de poder explicativo del éxito de los tratamientos, déficit en la capacidad de los mismos para generalizar dichos resultados y mantenerlos en el tiempo, falta de aplicación en contextos clínicos comunes e individualización del tratamiento en cada caso.

Para salvaguardar dichas carencias sería necesario: un proceso de evaluación continuo y con seguimientos a largo plazo, un tratamiento protocolizado aplicado tanto a padres como a hijos, la colaboración de diferentes profesionales y flexibilidad para adecuarse a las necesidades de cada caso.

Concretamente, Gesteira y colaboradores establecen una serie de propuestas para los futuros programas de intervención, propuestas dirigidas a salvar los problemas referidos existentes hasta el momento y así conseguir avanzar en estos tratamientos de VFP. Dichas propuestas son:

  • Intervención motivacional para minimizar la alta tasa de abandonos.
  • Protocolos de evaluación junto a módulos específicos en protocolo para la imposibilidad de individualización de tratamiento.
  • Protocolos de tratamiento con formato individual/grupal para hacer frente a la escasez de aplicación de este tipo de tratamientos en contextos clínicos comunes.
  • Tratamiento en familia para evitar los problemas de generalización.
  • Evaluación continua de posibles variables de proceso frente a la falta de poder explicativo del cambio.
  • Seguimiento a largo plazo para evitar la ausencia de mantenimiento en el tiempo de resultados (Gesteira, González-Álvarez, Fernández-Arias y García-Vera, 2009).

Conclusiones

El intento de aproximación al fenómeno de la violencia filio-parental incide en la idea de que la función de los progenitores no es algo que se adquiera de forma innata o automática en el momento de nacer el hijo. Su competencia y dominio es algo complejo y la creación de alguna institución que eduque e instruya para ser padres sería algo que no estaría de más plantearse.

Los hijos necesitan una familia que diga “no” siempre que sea necesario, que se mantenga firme en las normas y las reglas familiares. Los hijos deben encontrar en su familia tal estabilidad y constancia. El autocontrol, el respeto y la empatía deben situarse a la base de cualquier educación.

Sin duda, hay que profundizar en el estudio de la VFP, sus características, sus causas, para seguir avanzando y conseguir el desarrollo de estructuras sociales, judiciales y planes de tratamiento que nos permitan hacerle frente.

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[*] Licenciada en Psicología. Máster en criminalidad e intervención social en menores de la Universidad de Granada.

Contacto con el autor: ba121@correo.ugr.es

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