Lorenzo Higueras Cortés y Judit Bembibre Serrano
Resumen. La construcción de una ciencia totalitaria y de una realidad objetiva desde las brumas barrocas requiere de la constitución de un sujeto mártir de las mismas, todo ello exigido, a su vez, por el modo de producción capitalista por fin erigido en dominante. Ese sujeto y sus síntomas carnales aún somos nosotros, con adquisiciones sucesivas correspondientes a los diferentes desarrollos de dicho modo productivo. Se presentan propuestas para la liberación de tal tiranía y un gozoso vivir de la humana finitud.
Palabras clave: ciencia, sujeto, capitalismo, libertad
Riassunto. La creazione di una scienza totalitaria e de una realtà oggettiva dalle nebbie barocche richiede l’istituzione di un proprio soggetto martire, per le richieste dal modo di produzione capitalistico, finalmente dominante. Questo è il soggetto che siamo ancora coi sui sintomi carnali, con acquisizioni successive per lo sviluppo differenti del modo produttivo. Si presentano proposte per la liberazione di tale tirannia e una vita gioiosa della finitezza umana.
Parole chiave: scienza, sogetto, capitalismo, libertà
Cor meum, ubi ego sum quicumque sum
Agustín, Confesiones 10, 3
En el siglo XVII asistimos al auge de la alquimia y consecuentemente al inicio de su declive. Con la emancipación de lo que vendrá a instituirse en química científica (con la presunción de que sus entelequias son la verdad objetiva), los alquimistas se desentienden del trabajo de laboratorio recluyéndose en el oscurantismo. No se separan las luces de las sombras, las luces crean las sombras; pues hasta ese momento la alquimia se desarrolla dentro de la ideología dominante del cristianismo e, incluso, dentro de sus instituciones y entre sus prelados. Éste es por ejemplo el caso de Teofrasto Bombasto de Hohenheim, dicho Paracelso, a partir del cual podemos situar la división de las aguas, en todo caso turbias, de la ciencia y el hermetismo.
La Ciencia de hoy, nuevo Dios o Gran Otro, ordenamiento simbólico hegemónico, tiene su nacimiento como es sabido o debiera saberse con la errónea pretensión aristotélica de una realidad externa (una vez preparado y salvado el mundo del fenómeno frente al de su concepto por el maestro Platón), objetiva, no incluida en las redes simbólicas proporcionadas por el lenguaje. Realidad esencial, algo dado, algo que está ahí. Muy otro caso es el de los (mal llamados) físicos jonios y el genio de Heráclito, quienes se mueven en un mundo repleto de energías (o dioses) y proyecciones (o dioses), más cercano al de la alquimia clásica; donde el experimento y el conocimiento, lejos de separarse de la transformación personal, opera como su catalizador.
Muy otra que la decimonónica —de cuya parte se situaba el espíritu crítico y se pretendía pasible al experimento, se postulaba al menos de parte de la racionalidad; al tiempo florecían maravillosas realidades otras, arcanas o capaces de actuar a distancia, la electricidad y la telepatía, el magnetismo animal y el espiritismo, la fotografía y el aura—, en nuestros días la Ciencia:
1. funciona como Religión, de ella se espera la salvación, la vida eterna en el futuro
2. se desempeña como Mito, proporciona narraciones maravillosas sobre el origen del mundo y del hombre
3. se sitúa del lado de la irracionalidad, una vez que la Física ha perdido de vista toda realidad y para buscarla se construyen monstruosos y ruinosos anillos tecnocráticos.
Esta situación totalitaria se obtiene a través del consenso hegemónico de declarar inexistentes o faltos de interés los problemas que antaño ocuparan a la religión y a su ancilla filosófica en sus diversas ramas: ética, psicología, etc. Ascenso “total” de un romo positivismo a la mente de los individuos de la masa, indistinguible del más servil conformismo a los “hechos”, que se dan por preexistentes y eternos. O, al menos, preexistentes y eternos una vez destapados tales de sus capas supersticiosas o metafísicas (que pueden sin embargo reaparecer en la Física ya científica o en las formulaciones teleológicas, si no directamente providenciales, de las ciencias biológicas, psicológicas o sociales y sus genes más o menos egoístas). Chata aceptación pues “de las cosas son”, que viene a confirmarse en las más altas cimas intelectuales, como sucede tras Wittgenstein, alimento único o fast food rumiado de manera cansina en cuantas cátedras de filosofía aún quepa mantener en el mundo anglosajón y no pocas continentales, con desprecio de cualquier filosófica crítica, esto es, política. Obturando el uso cualquiera de la razón más allá del meramente pragmático o técnico, igual que la moral acaba en sola deontología laboral (sea del físico nuclear, el militar o “contratista” profesional, o el catedrático de pedagogía) o en neta fantasía personal o en un puro mundo privado, en los plenos y varios sentidos de esta palabra.
Sucede entonces que, en sus fantasías, la Ciencia toma lo que, en palabras de Hillman (2005; 19), son las cosas “esencialmente reales” por cosas externamente reales. Y, al mismo tiempo, las imaginaciones como algo interno, subjetivo y, de alguna manera, falso. Confusión a la que, sin embargo, de forma paradójica o séase fetichista (en sentido marxista y freudiano), vendría a escapar el propio Yo; empero epítome y paradigma, condición y resultado, de la tal confusión, de quien se oculta, tras la misma pantalla de los fantasmas, sus propios mecanismos de producción.
De este modo las propias fantasías realizadas, materializadas, como “acciones-en-el-mundo” (Hillman, 2005; 33), vendrán a recibir a su vez y por tanto las agresiones desde el exterior; que se presentan a la ceguera del sujeto (y del Otro) como independientes de su imaginación, de su toma de posición estructural como fantasma en relación a los (inexistentes) objetos de la pulsión tal como vienen señalados por el deseo (del otro y del Otro, con genitivos objetivos y subjetivos).
Así pues tal realidad externa viene a reconocerse —sin que el sujeto se aperciba de su (de ella y de él) carácter alegórico— por los sentimientos instaurados como sus marcadores; de una vez y para siempre, desde cuando el obispo de Hipona inaugurara la literatura de la interioridad, con estrangulamientos importantes como lo serán, a modo de relevantes ejemplos, nuestra monja de Ávila, el Romanticismo o Hollywood (al respecto de lo cual conviene el repaso o lectura de los autores de Frankfurt), la televisión y (provisionalmente), por último, internet y los videojuegos (cf. Carr, 2011, para una cuantificación de la masiva y progresiva fabricación de los etimológicamente idiotas, y los cambios —a peor— en los mismísimos procesos psicológicos “básicos” —atención, memoria, etc.— propiciados por las “nuevas tecnologías”). En otras palabras, las imágenes con-mueven los sentimientos, de modo que los suponemos como lo más auténtica y esencialmente real: “Cuando la imaginación es expulsada sólo queda la subjetividad: el corazón de San Agustín” (Hillman, 2005; 49). Y de Teresa, Rousseau, Schlegel, y así. O aún, en la Ciencia y en la subjetividad a ella conformada, se disocian los sentimientos sin imaginación de las imágenes que se toman como reales, léase datos.
Este olvido de la naturaleza fantasmática del animal antropofórico (con una humanidad por consiguiente no “dada” sino histórica y, por ende, biográficamente construida, como atestiguan de un lado los niños-lobo y sobre todo las masas bestiales, o cualquier hijo de vecino), requiere de la hipóstasis (sub-stancia) del yo o persona o personalidad a imagen y semejanza del Dios único (y trino, de donde las facultades del alma —como explica el obispo africano: memoria, entendimiento y voluntad, que servilmente recoge la psicología dicha científica— se corresponden con las divinas personas o sustancias). Dios único que es, a su vez, testigo y garante de la veracidad de la Ciencia como patéticamente reclaman Descartes (acosado por su Genio Maligno) o Einstein (y su problema con el arte las tabas en manos del Creador). Dios único (ens realissimum), Yo también creador y Ciencia como conocimiento cierto y unívoco de la verdad se muestran, pues, como las caras o personas de una sola Realidad ultima, factores incapaces de existencia independiente. Ahora bien, se anunció: Dios ha muerto.
De ahí nuestras aporías. Ahora bien, Dios no es necesario, como no lo son los sentimientos personales o una Ciencia infalible (que conduce una y otra vez a las catástrofes, como no, masivas —que de tales accidentes múltiples nazcan las compañías aseguradoras, y de ahí y de las guerras mecánicas los neurólogos y Charcot para valorar las posibles simulaciones, y de ahí su construcción de la histeria que permitirá a Freud, etc., es asunto del que no podemos ocuparnos ahora pero viene bien recordarlo, en relación a las condiciones de posibilidad de cada quisque—). Lo son sólo para una determinada economía, sentimental también, como todas, o requerida de sentimientos concretos para su reproducción.
Esa tarda ideología que, nos dice Benjamin, persevera más allá de sus condiciones de producción, como un resto aún no asimilado o destruido. Un mundo enfermo del alma. Y donde la muerte, como el retorno de lo reprimido, nos viene de fuera, de un mundo objetivo y material sobre el que las meras soluciones técnicas (falta de libertad política —perdón por el pleonasmo—, gobernanza de expertos) generan nuevos problemas: cáncer, cardiopatías, accidentes. Amianto, aditivos, fármacos, insecticidas, ondas electromagnéticas, escapes de los automóviles y las fábricas, y el estrés del hombre expropiado de las condiciones de su trabajo, es decir: el miedo, la humillación constante, la rabia reprimida, las distracciones de masas como falsas catarsis que alimentan en realidad malsanos sentimientos en un círculo infernal.
No es en absoluto necesaria una vivencia (de origen) personal de los sentimientos tal como vemos en Edipo o Antígona, quienes refrendan, antes bien, una vivencia cosmológica o mítica. Digamos como un acceso a las pulsiones inconscientes (subconscientes o supraconscientes —intuitivas o feéricas, lingüísticas o daimónicas—). Lo inconsciente eternamente actualizado, en nuestras lecturas o en nuestras acciones, narrativo o fantástico. En nuestra “personalidad” o en ese desgarro que en la misma produce el goce, nuestra condena, nuestra muerte.
De donde arribamos a la insólita pero inevitable y, del mismo modo, inconsciente situación que sostenía el alquimista. La situación de ser los redentores de Dios. Cristo o el lapis philosophorum deben sufrir la mortificatio (calcinatio, etc.) para resurgir o resucitar como agua viva o eterna, elixir de vida, espíritu inmortal, gracias al opus del practicante. Obra que es posible merced a sus proyecciones, vale decir un estado de pureza requerido para las manipulaciones de la materia prima.
Se trataba entonces, como ahora siguiendo el ejemplo del barón de Münchhaussen de escapar de la poza jalándonos el propio pelo, de una inflación del ego que viene a obturar los puntos ciegos doctrinales. Cuando estalla el mundo cerrado en que todas las cosas vienen marcadas por sus signaturas, se abre el camino del sostén o camino interior, cuyo inicial epítome queremos encontrar en Teresa de Ávila y sus sentimientos verdaderos (ni melancólicos ni demoníacos, insiste aquélla), a la que por los más tortuosos caminos todos seguiremos.
De este modo, las únicas certezas que nos sostienen son exclusivamente aquéllas de las que estamos en situación de dar testimonio constituyéndolas, de manera literal, con el discurso que se presenta como propio, nuestra imaginería y la carne misma de los síntomas. De nuevo, y como siempre, dentro del dominio ideológico que por definición esquiva a la percepción al ocultar sus propios mecanismos de producción. Ideología en este caso capitalista que requiere la (re)producción de sujetos libres (para morirse de hambre o en un campo de exterminio, etc., como vistosos ejemplos).
La imposibilidad (y la inevitabilidad) de ese sostén interno viene marcada porque el sistema de símbolos al que se dirigiría, no presenta facultad racional alguna de incluir un último símbolo del sí mismo, un significante unitario (como bien han visto algunas tradiciones budistas o hinduistas, y en Occidente las escuelas materialistas desde Heráclito en adelante). Que ese Otro, gran cuerpo simbólico, agente que nos reclama y constituye como sujetos, no existe, está rasgado, sino por la sutura que nuestro propio cuerpo ofrece como psique y su apoyo siempre fragmentario y contingente en lo real. De donde, por miedo o interés, ni siquiera llega a verse en la realidad (que, por tanto, siempre es un síntoma) que el emperador está desnudo o dios perennemente muerto.
Sutura como tal que no representa ninguna complementariedad más o menos comeflores sino una clara compensación violenta de una carencia. Lejos de una transparencia subjetiva que permitiera la contemplación serena de unas condiciones sociales constituidas o constituyentes, un sacrificar o hacer sagrado, un sacrificarse o exponerse a la muerte como mera vida inconsciente fuera de cualquier cuerpo místico, de alguna Iglesia o de la ciudadanía democrática, como tal perfectamente abstracta e impersonal.
Si la utopía alquímica pretendía una enantiodromía o unidad de los opuestos (en lucha perpetua como sabemos), una superación dialéctica o espiral de las contradicciones, la química en tanto que científica, al relegar al rincón de la fabula las conmociones más íntimas del alma, sus miedos más legítimos, convierte de modo unipolar la materia inanimada en mero instrumento de producción (y al hombre en mera fuerza de trabajo) en la mano selvática del mercado (precisamente) monopolístico. Ocultando los fantasmas tras la linterna mágica positivista (para la que el corazón es una bomba) que desconoce como tales sobras y sombras espirituales se proyectan en un mundo cada vez más hostil e incontrolable, que nos devuelve grandes cataclismos “naturales” o accidentes siempre imposibles. Junto con la promesa de su previsión futura.
Como la sombra de la máscara humana (su persona y personalidad), su estructura subjetiva, sus complejos inconscientes, sus presunciones narcisistas, se proyectan en el mundo individual bajo la forma del automatismo idiota (idiopático) de las agresiones paranoicas. Cuyas averías se abordan además como reparaciones basadas en metáforas maquinales por una psicología cartesiana que desconoce y oculta, digámoslo otra vez, la sobredeterminación simbólica y real, económica y pulsional, del campo psicológico o etiológico, la historia y la biografía.
Represión ideológica e ideología represiva, disciplinas y normalidad. Más allá de las cuales resplandece el hecho de la indemostrabilidad científica de la superioridad de la justicia y la libertad sobre la tiranía y la dominación. Que al contrario permanecen tanto más consolidadas (pero todo lo sólido se desvanece en el aire) cuanto más se reduce el uso de la razón a una nuda instrumentación cuyos fines ya no se discuten, conforme a la cual la propia idea de la democracia se torna un mejor y más seguro soporte de la opresión y los procesos económicos, ciegos o demasiado conscientes, en proporción directa a la propaganda científicamente orquestada para la producción de la opinión pública como sustituto de la razón (Horkheimer, 2010, pássim).
Frente a la felix culpa o “gesto vacío” (Lacan) en que vivir nuestra temporal no completitud (manteniendo la falta misma), también de una razón permanentemente en crisis, la promesa siempre falsa y prepóstera de una perfectibilidad técnica a través de cuyos desgarrones cada vez más grandes nos devuelve lo real como trauma, los monstruos más terribles a cambio de la fe. Insistiendo en sufrir.
Bibliografía
Carr, N. (2011). Superficiales. ¿Qué está haciendo internet con nuestras mentes? Madrid: Taurus.
Hillman, J. (2005). El pensamiento del corazón. Madrid: Siruela.
Horkheimer, M. (2010). Crítica de la razón instrumental. Madrid: Trotta.
Universidad de Granada.
Contacto con los autores: lhiguera@ugr.es