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EGM.
septiembre 2010 /
Publicación semestral. ISSN: 1988-3927. Número 7, septiembre de 2010.

Reflexiones sobre un trabajo en los Campos de Níjar

En el Cincuentenario de Campos de Níjar de Juan Goytisolo
Sergio Braulio Véliz Rodríguez

I. Todos los viajes, el viaje

No hay destino tan incierto como el destino de los libros de viaje.

Joseph Conrad

¿Quién podría, como dice Claudio Magris, “llevar al orden inexorable del tratado la imprevisibilidad del viaje, la confusión y la dispersión de los caminos, el azar de las paradas, la incertidumbre de las noches, la asimetría de todos los recorridos” (Magris, 1990: 13)? Y sin embargo, se ha intentado tantas veces… Quizá haya tantas maneras de hacer un viaje como de clasificarlo y tantas de clasificarlo como de hablar de él. Tal vez, mal que le pese al autor del que era “el más grande de nuestros poemas viriles”, según Albert Camus, a saber, el Dis-cours de la mèt-hode, quizá todo Dis-cours tenga algo de Traité.

En su más general sentido ontológico, el viaje forma parte del que Sloterdijk llama el “Último Teorema de Sócrates”. La escena es muy conocida. Sócrates está a punto de tomar la copa de veneno delante de sus discípulos y, puesto que no se le permite siquiera una libación, el sabio estima la conveniencia de dirigir una oración a los dioses… “Y es conveniente, para que el traslado de acá a allá suceda con ventura”. La palabra griega “metoikesis”, que habitualmente traducimos como “transmigración”, evoca todavía el hogar perdido: met-oikos, cambio de domicilio, traslado de un hogar a otro, y de ahí el Último Teorema: “El hombre es el animal abocado al cambio de domicilio” (Sloterdijk, 1998: 88). Oportunamente reconoce Sloterdijk el contexto dualista alma-cuerpo que impregna ese concepto de “traslado”, pues, al fin y al cabo es sólo el alma la que se mueve a través de distintos elementos, esferas o “estaciones aduaneras”. El Libro de los muertos de los egipcios o el Bardo Thodol describían ese itinerario anímico post-mórtem.

Pero más allá de ese tránsito del alma queda la idea de que “somos, en efecto y radicalmente, metoikoi, advenedizos, existencias de tránsito, gueules de métèques, rostros extraños”. Peregrinos, gente que está de paso, “siempre con el hatillo a cuestas”, como decía Ortega: cualquier autobiografía o historia de vida tendrá necesariamente la forma de un cuaderno de bitácora, de un Diario de a Bordo, y el “Viaje a Itacaha de ser algo más que la idea de un bardo ciego o un mero poema de Kavafis, algo así como un arquetipo en la archimemoria de los hombres, el Itinerarium Vitae, la Navigatio Vitae. Desde este ángulo, todos nos movemos buscando algo, todos nos arriesgamos fuera de lo que consideramos los límites de nuestro hogar, todos perdimos nuestra casa un día gris, todos nos aventuramos más allá, una y otra vez, una y otra vez.

Como categoría regional los ensayos “más o menos voluntarios de abandono de hogar”, se suelen ordenar o clasificar en las morfologías sobre todo según su telos, su finalidad, su “para qué”, finalidad que puede estar encarnada en la figura del –o los– viajero(s) principal(es) [1]. Y así los hombres han abandonado su hogar por motivos económicos (se busca trabajo, o nuevas fuentes de riqueza –los sucesivos “Dorados”–, si es masivamente se fundan colonias, o para trazar nuevas rutas comerciales, al modo de Colón o Marco Polo, o quizá intercambiar algo –el Kula de los trobriandeses de Malinowski–, etc.). También se abandona el hogar por motivos religiosos, el móvil de tantos misioneros y peregrinos: los relatos de la jayy o peregrinación a La Meca, por ejemplo, han alimentado la imaginación de Orientales y Occidentales. Los viajes simbólicos o por motivos simbólicos serían un sub-género del viaje religioso, desde el Vellocino de Jasón al Santo Grial de Indiana Jones, y entre éstos los “viajes a los infiernos” merecerían una categoría especial. Los viajes por motivos simbólicos se solapan con otros que ocupan un lugar privilegiado: son los motivos transferenciales de búsqueda, de entrega o de recuperación. Por frecuentes en la historia, los motivos militares de ocupación, agresión o defensa, o los logísticos de espionaje llenan páginas y páginas de relatos de viaje, desde Herodoto o los cronistas de Indias a Lawrence y el Conde Almasy, el “paciente inglés”. También motivos científicos han movido a los viajeros y han inspirado célebres relatos de viaje, como los de Humboldt o Darwin; desde las célebres directrices de Linneo, tres ámbitos de la realidad se abren en las descripciones de estos característicos “exploradores”: la tierra, cuya descripción dominará en geógrafos y geólogos; la flora y la fauna, dando la figura del “naturalista”, y los “usos y costumbres” de los hombres, cuyo relato hace a los hombres “antropólogos”, cronistas o periodistas. Motivos estéticos inclinaron a toda suerte de viajeros hacia tierras que sabían, o presumían, de una peculiar belleza, como los desiertos o las cumbres nevadas o determinadas concentraciones humanas (el “viaje literario” a Castilla de los autores del noventa y ocho sería un caso), y motivos políticos como el destierro han llenado páginas de nostalgia: “nostos y algos”, el dolor del viaje. ¿Y cómo olvidar los motivos terapéuticos que movieron a los seres humanos a “cambiar de aires” hacia aires más o menos secos y hacia aguas más puras?

Si fuera por clasificar, pues, podríamos distinguir entre el viaje económico, el religioso (o simbólico), el mensajero, el militar, el científico, el estético, el político, el terapéutico. Pero una motivación radicalmente contemporánea nos salta a la cara: el viaje por motivos lúdicos, el viaje como forma de ocio y diversión que explota el llamado “turismo de masas”. Para los que ostentan una visión elitista a lo Ortega de las sociedades humanas, el turismo de masas supondría la banalización del viaje, su reducción nihilista a vulgar mercancía roma y sin matices… Los viajeros exquisitos siempre distinguirán entre ellos, los auténticos viajeros, y los vulgares “turistas”, en cuya defensa escribió Santayana:

Desde el excursionista en vacaciones hasta el peregrino sediento de hechos o bellezas, todos los turistas son bien amados de Hermes, el Dios de los viajes, que es también patrón de la curiosidad amable y de la mente abierta. Es sabio trasladarse lo más frecuentemente posible desde lo acostumbrado a lo extraño: conserva ágil la mente, destruye los prejuicios y fomenta la jocundia. No creo que la frivolidad, la disipación de la mente y el disgusto por el propio lugar de nacimiento, o la imitación de los modales y las artes extranjeros sean enfermedades graves: matan, pero no matan a nadie que merezca la salvación (Santayana, 1964: 36).

Capítulos no escritos de una buena antropología del turismo de masas deberían incluir los hasta ahora inefables “viajes de estudios”, o los viajes de ancianos del Imserso, los viajes de novios, el turismo sexual o los viajes “deportivos”.

Pero, ¿qué ocurre cuando el viaje no tiene fin? Entonces o eres un nómada o un vagabundo: suelen ser tratados con muy distinta consideración. El mito romántico del nómada proviene por lo menos de Ibn Jaldún, y hoy en día cualquier ensayo sobre las macrociudades contemporáneas, las telépolis o megápolis, incluirá el nomadeo, la falta de raíces de sus ciudadanos, como uno de sus rasgos más característicos. Y si el exiliado Santayana rescataba la dignidad del turista, es implacable con el vagabundo, quien siempre tuvo un no sé qué inquietante [2]:

El vagabundo, por el contrario, camina al azar, en inocente holganza, o empujado por algún apremio morboso. Sus descubrimientos, si hace alguno, serán hallazgos fortuitos logrados o por pura inquietud o pescando en ríos revueltos. El vagabundo impenitente es un hombre que se engaña a sí mismo, que trata, como el capitán del Buque Fantasma, de escapar de sí mismo. […] Es un proscrito voluntario, un gandul trashumante (Santayana, 1964: 38).

Independientemente de la obvia tendencia, o necesidad, humana a construirse yoes fuertes, decididos y coherentes, no quiere ver Santayana la también obvia tendencia contraria: la de caminar sin propósito, la de escapar de sí mismo, la de engañarse a sí mismo. Al fin y al cabo, y acordándonos de Nietzsche, tan engañosa es la construcción de una identidad como la de la otra.

Motivaciones e intenciones tienen los seres humanos y las acciones que ejecutan, pero también los textos que escriben. Normalmente mezcladas, la clasificación la debería decidir, volens nolens, “la dominante”, en el sentido que le daba Jakobson. Si nos vamos a los hombres tendremos trabajadores y mercaderes, misioneros, penitentes, guerreros, artistas, científicos, políticos, mensajeros, turistas, enfermos, nómadas y vagabundos desplazándose, cambiando de oikos. Si nos vamos a los relatos correspondientes dominará una de estas intencionalidades –o varias–.

Pero también se han clasificado los viajes según su topos, según el lugar al que se viaja, en sus expresiones más abstractas o concretas. De acuerdo con este criterio podremos hablar de viajes al Norte, al Sur, al Este o al Oeste (sobre la superficie de la tierra… también puede irse fuera, hacia la luna o las estrellas, o dentro de ella, hacia el Centro de la tierra). Todos los puntos cardinales son más que meras coordenadas o puntos de orientación, todos están cargados de connotaciones, de valores, relativamente cambiantes con la historia y las culturas. No sólo Oriente, por citar el caso más repetido desde el libro de Edward B. Said, se asocia al despotismo y la pereza, sino que éstas son también características tópicas del “Sur”. Pero también se cargan de sentido y valores viajes a lugares más concretos, como el Viaje a España de los románticos, el Viaje a África decimonónico, o el viaje a los polos.

Otras clasificaciones en torno a otros criterios son posibles, sin duda. Un criterio que seducía mucho a los pensadores de Tel Quel y cuyo análisis volvió a poner de moda Clifford Geertz en El antropólogo como autor es el de la verosimilitud, el conjunto de dispositivos de que se vale un texto para parecer realista, creíble. Desde este punto de vista, Jasón e Indiana Jones –y los viajes en el tiempo, que abren la dimensión del cronos– estarían en un extremo de la cuerda, mientras Mi peregrinación a Medina y La Meca de Burton, Al Sur de Granada de Brenan o Campos de Níjar de Juan Goytisolo estarían en el extremo contrario.

Por motivos, según propia confesión, turísticos –aprovechando períodos vacacionales–, estéticos –atraído por un paisaje y unas gentes– y políticos –dar testimonio de la injusticia del régimen franquista–, Juan Goytisolo visitó cuatro o cinco veces los Campos de Níjar entre 1956 y 1960. Fruto y compendio de esos viajes son los Campos de Níjar, publicado en España en 1959 y La Chanca, publicada en 1962 en el exilio. Desde entonces, Campos de Níjar ha sido considerada frecuentemente como “documento sociológico con dimensión literaria escasa” (Santos Sanz, 1977: 63); queda por ver, más allá de la respuesta que en su momento le hizo la prensa fascista [3], su valor como documento etnográfico.

 

 

II. La Academia y el viaje

Odio los viajes y los exploradores.

Claude Lévi-Strauss

Mucho tiempo ha estado la Academia distanciándose de los “libros de viaje”. James Clifford recordaba el pronóstico de Malinowski respecto a esos datos aportados por la “literatura de viajes”: serían “destruidos por la ciencia” (Clifford, 1999: 86). También Clifford ha contado cómo el trabajo de campo, y con él las normas de la observación participante, se fueron atrincherando y definiendo, a partir de Boas y Malinowski, en oposición al “viaje literario y periodístico”: “En oposición a estas formas de conocimiento tendenciosas, superficiales y subjetivas, la investigación antropológica se orientó hacia la producción de un conocimiento cultural profundo” (Clifford, 1999: 73).

En los tiempos en que las ciencias sociales tenían que hacerse sus espacios en las universidades, lo mejor era parecer serios, y para parecer serios nada mejor que intentar presentarse con una objetividad implacable, siguiendo un método riguroso lo más semejante posible al de las ciencias naturales. Datos aportados en libros de entretenimiento, por viajeros más o menos amateurs, con intenciones literaturizantes, serían barridos y borrados por los informes obtenidos merced a la observancia de las reglas de la observación participante, condición sine qua non del trabajo etnográfico del antropólogo.

La observación participante, llamada el “laboratorio de la Antropología”, implicaba una investigación especialmente profunda, extensa e interactiva; un hogar fuera del hogar donde uno participa, interactúa con los demás, aprende su lengua, intenta integrarse ocupando un lugar, pero al mismo tiempo observa, es decir, mantiene una distancia crítica respecto a lo que experimenta, pues tiene que “tomar nota”. De uno a dos años de convivencia o visitas repetidas se consideraban necesarios. Este trabajo de campo significaba el bautismo de fuego de cualquier antropólogo y garantizaba la verdad del relato normalmente compuesto o montado “a la vuelta”. ¿Qué tenía todo esto que ver con la “perspectiva literaria y transitoria del escritor de viajes”?

Pero, además de ese problema crucial metodológico, era también evidente un problema retórico y –en el sentido de Jakobson arriba citado– funcional: ¿qué tenía que ver la búsqueda de la belleza, a través de la perfección de un estilo, con la descripción de la verdad? ¿Qué tenía que ver la retórica poética con la austeridad de la descripción de lo real? [4] ¿Cómo confundir licencia poética y ciencia?

Pues bien, la percepción de todos estos problemas cambió en la Antropología sobre todo a partir de los años ochenta, debido a lo que se ha llamado el auge de la Antropología Posmoderna, “paradigma dominante” en la disciplina de las últimas décadas, según los propios críticos reconocen [5]. Aunque algunas claves de esta corriente antropológica irán apareciendo en lo sucesivo (heteroglosia, polifonía, dialógica, crisis de la racionalidad, relativismo…), dos aspectos merecen ahora nuestra atención: en primer lugar, la renegociación de los límites entre la escritura de viajes y el texto etnográfico. Según James Clifford:

[…] observamos la prominencia creciente de prácticas y tropos asociados por lo general con el viaje y la escritura de viaje. […] No estoy describiendo un movimiento lineal desde la recolección a la narración, desde lo objetivo a lo subjetivo, […] sino más bien de un equilibrio movedizo y de un replanteo de relaciones clave que han constituido las dos prácticas y discursos (Clifford, 1999: 91).

Y Mary Louisse Pratt todavía es más gráfica:

Citemos, por ejemplo, obras maestras como Travel in west Africa, de Mary Kingsley, publicado en 1897, así como su West African Studies, que data de 1899; The Lake Regions of Central Africa, de Richard Burton, publicada en 1868, es otro ejemplo excelente. Los libros citados constituyen toda una lección de cómo pueden alternarse capítulos literarios con capítulos que pretenden la “descripción geográfica y etnológica” de cada región visitada.

Obvio resulta decir que la etnografía moderna va en idéntica dirección (Clifford y Marcus: 72).

En segundo lugar, se observa una redefinición del “campo” en el trabajo de “campo”. Entendido anteriormente como un lugar de co-residencia, un espacio perdurable, pasa ahora a entenderse como un conjunto de encuentros de viaje. No en vano la antropología pos-colonial cobra conciencia de la labilidad de su objeto de estudio y de la fragilidad de las culturas “exóticas” al contacto aculturativo: verosímilmente, aquello que vio Margaret Mead ya no lo pudo ver Derek Freeman. Todo lo exótico se evapora en el aire, sobre todo cuando los propios “exóticos” hablan de sí mismos.

Por su parte, Campos de Níjar de Goytisolo tiene el aspecto cuasi-impresionista de una serie de encuentros de viaje, pues todos los interlocutores son personajes encontrados casualmente en una fonda, viajando en camión o en bus, o al pairo de una sombra, una estación o un camino. Personas que encuentra uno cuando está “de paso”, mientras se va a otro lado. A pesar de que Campos de Níjar, La Chanca y Pueblo en Marcha, publicadas entre 1959 y 1962, pueden ser agrupadas como un conjunto especial debido, en primer lugar, a la torsión de la novela realista-social hacia el realismo social documental y periodístico –una especie de última vuelta de tuerca al realismo, la vuelta que pasa de rosca a la tuerca–, y, en segundo lugar, a que los tres son “literatura de viajes”, a pesar de todo esto Campos de Níjar es la más documental y menos novelística, la que menor hilo narrativo despliega en torno a esos encuentros de viaje y la que más carga al narrador con el peso del autor mostrando que él “estuvo allí” [6]. Parece que por influencia de Elio Vittorini, y la lectura de Conversación en Sicilia, La Chanca, que cuenta la visita del narrador al barrio de Pescadería en Almería en busca de un hombre represaliado, presenta cierta trama, nudo y desenlace [7]. Pueblo en Marcha, por su parte, podría considerarse como el positivo de Campos de Níjar, la realización de la utopía en la tierra en la forma de la Revolución Cubana del cincuenta y ocho.

III. Los viajes al Sur

Le acoge un espacio de calcinación, la

claridad terráquea almeriense

Pere Gimferrer

 

En realidad, el ilustrado Montesquieu no hacía sino repetir viejas historias fisiológicas célebres desde los Tratados Hipocráticos cuando hablaba de la influencia del clima y los suelos sobre el “carácter de los pueblos”. Es difícil explicar por qué tópicos tan fácilmente rebatibles por la historia y las comparaciones sincrónicas han sido repetidos tantas veces. Primero, por supuesto, está el sol, su luz y su calor, y en función de esto hay pueblos fríos y pueblos cálidos; Montesquieu dirá indistintamente “pueblos del Norte” y “pueblos del Sur”, y las zonas limítrofes con ambas serán las templadas (Montesquieu, 1993: Libro XIV). Y a partir de ahí, todo lo demás… Las gentes del Norte tienen “el corazón más potente”, mayor valentía, menos resentimiento, mayor franqueza, menor sensualidad y sensibilidad al dolor que los pueblos del Sur. Debido a su constitución, que está relacionada con su clima, los hombres del Norte buscan la actividad, y por eso aman la caza, la guerra, el vino… y los viajes. A los pueblos del Sur, eminentemente pasivos, no les gusta viajar, en realidad no les gusta moverse, porque su inclinación es la pereza.

Mucho de lo que se ha escrito, entonces, sobre el Orientalismo, podría reducirse a unas cuantas horas más de sol, luz y calor. Los mismos “serrallos” (Ur-Scene de la imaginería occidental sobre Oriente) son introducidos por Montesquieu para hablar del amor en los pueblos del Sur:

En los climas nórdicos apenas se hace sensible lo físico del amor; en los climas templados, el amor, acompañado por mil accesorios, se hace agradable por cosas que parecen ser amor, pero que aún no lo son; en los climas más cálidos se ama el amor por sí mismo, […] es la vida.

En los países del Sur una máquina delicada, débil pero sensible se entrega a un amor que nace y se extingue sin cesar en un serrallo… (Montesquieu, 1993: 157).

El envejecimiento prematuro, la pobreza debida a la pereza, la sensualidad animal, son cosas que el viajero debería ir notando en un crescendo conforme avanzara paralelos hacia el ecuador. Rasgos, pues, que cabría encontrar en todos los que podríamos considerar sub-géneros del Viaje al Sur:

-El Viaje a Italia (Goethe, Heine, Nietzsche)

-El Viaje a España y, en concreto, al Sur, a Andalucía (Rilke, Irving, Brenan).

-El Viaje a África (Mungo Park, Stanley, Burton)

-El Viaje a Oriente (Volney, Chateaubriand, Flaubert)

-El Viaje al Desierto (Doughty, Almasy, Lawrence)

Heredera de estos tópicos naturalistas es la “Teoría” de Ortega y Gasset sobre los andaluces; Campos de Níjar abre un frente polémico anti-orteguiano que se hace expreso en la introducción del autor para la edición italiana:

En su Teoría de Andalucía, Ortega y Gasset, tras haber comparado los andaluces a los chinos y a los vegetales, les reprocha su pasividad e incurre en el tópico de su holgazanería: ̒Esta es la paradoja que necesita meditar todo el que pretende comprender Andalucía: la pereza como ideal y como estilo de cultura̕. Por encima de todo, Ortega echa en cara al andaluz su ‘sentido vegetal de la existencia’ y añade: ̒Este ideal nos parece a nosotros, gente más del Norte, demasiado sencillo, primitivo, vegetativo y pobre̕ (Goytisolo, 2009: 238).

Ese ideal, como sabemos, se explicaba por unas cuantas horas más de luz solar. En 1958 Goytisolo lee con avidez en una pensión de Mojácar las Mitologías de Roland Barthes, en cuya introducción afirma el autor francés que su punto de partida era el malestar que le provocaba “ver confundidas constantemente naturaleza e historia en el relato de nuestra actualidad…” (Barthes, 1999: 8). Y algo de esto constituye otro de los límites polémicos de Campos de Níjar como relato de viaje. Desde los autores del 98, ciertas formas de realismo y/o naturalismo veían el “paisaje” [8] como algo natural o “cuasi-natural”. El “paisaje”, sin embargo, incluye a los hombres y sus costumbres, las tierras, los seres vivos… y aparece como algo dado por siempre; un paisaje donde el mal no parece moral, sino “un dolor terrestre para siempre vinculado a las cosas” [9], y donde se pueden “encontrar los valores eternos del pueblo español” (Romero, 1979).

Pero, si en un nivel más filosófico el enemigo era Ortega –y por otros motivos que los aquí expuestos, como se verá más adelante–, en un nivel literario ese realismo naturalista se desprendía de dos obras notables escritas por dos autores muy “del Régimen” y que se habían publicado en la última década: el Viaje a la Alcarria de Camilo José Cela y el Viaje en autobús de Josep Pla. La tendencia a eternizar lo efímero e histórico, la simpatía hacia lo “tradicional” –lo que dura, lo que quiere “eternizarse”–, el costumbrismo [10], cierta insensibilidad ante una realidad humana que parece entomológica, la búsqueda de una tipología humana adecuada al propio estilo literario, son rasgos, según Goytisolo, de esos relatos de viaje, y contra ellos escribe los Campos de Níjar.

Otro de los límites polémicos de nuestro relato es lo que podemos llamar el “Naturalismo místico” que consiste en servirse del paisaje para elaborar una descripción de hondos estados místicos personales, algo que acabó siendo típico en los libros de viajes del 98: “en la mayoría de ellos, la exposición de los estados anímicos del autor sustituye arbitrariamente y anula el ámbito humano real” (Goytisolo, 2009: 234). La imagen de Unamuno meditando en la Peña de Francia y despachándose gustosamente “contra el turismo, los hoteles, los coches-cama, el teléfono, el water-closet y el agua mineral embotellada”, puede ser bastante representativa de esta tendencia.

Y sin llegar a los estados místicos, también quiere distanciarse Goytisolo de cierto subjetivismo burgués a lo Gide (quien se jactaba de haber enseñado a viajar a los franceses), que toma al viaje como un pretexto para hablar, tout court, de sí mismo, de la propia psicología.

Por tanto, Campos de Níjar es un relato de viajes que rechaza y quiere diferenciarse del naturalismo costumbrista del viajero entomólogo, del pintoresquismo del viajero superficial, del misticismo del poeta y de la hiperinflación del yo del viajero burgués. Y más allá o más acá de esas cuatro tendencias, se renunciará a las veleidades esteticistas del literato, a los juegos formales –y florales– con el lenguaje, a las torsiones de la expresión que buscan el efecto poético, es decir, se prohibirá aquello que también censuraba la antropología clásica a las investigaciones etnográficas; no sólo por motivos epistemológicos, por deformar la realidad, la objetividad, sino sobre todo por motivos políticos, por sus presupuestos ideológicos conservadores. De ahí su aproximación al documental o a la investigación periodística [11], la obvia influencia del neorrealismo italiano, sus referencias a documentos históricos, a estadísticas; de ahí la inclusión de fotografías, la mención de “autoridades”, y el aparente distanciamiento del narrador.

Frente al costumbrismo y al naturalismo ahistórico Goytisolo parte de una visión de la realidad –i.e., del “paisaje”– profundamente histórica y dialéctica. La idea clave del punto de vista histórico es la decadencia de la provincia de Almería, desde una época musulmana de esplendor entre los siglos X y XV, y un punto de inflexión con la conquista de los Reyes Católicos, hasta el estado de miseria que Goytisolo describe a finales de los cincuenta del siglo XX en la provincia, transformada a lo largo del tiempo en la típica colonia de la que se expolian riquezas sin invertir en estructuras. Por otro lado, el sesgo dialéctico, fruto de la –entonces– adhesión del autor al marxismo y al “realismo socialista” de buena parte de la izquierda, se detecta al menos en dos supuestos de su “andar y ver”: primero, que la historia es la historia de la lucha de clases, del dominio de unas clases dominantes sobre unas clases dominadas [12]; y segundo, que la naturaleza, y por tanto lo que se llama el “paisaje”, al mismo tiempo que puede determinar la riqueza o la pobreza de la gente y modelar ciertas características de los hombres, es también obra humana. “No hay árboles porque no llueve, no llueve porque no hay árboles”: tal sería la dialéctica de la naturaleza y el hombre en Almería, no sometida a un proceso de desertización natural sino a uno de desertificación humana. En un nivel más formal, la tendencia dialéctica se observa en la continua descripción de tiempos, cosas, personas y sucesos por oposición: el presente miserable y el pasado feraz, Almería frente a Cataluña, los que hablan alto –y “bien”– y los que hablan bajo –y “mal”–, el desierto y el mar, una mina de oro en medio del desierto, etc., etc. (Egido, 2006: 155).

Frente al desinterés humano del viajero que busca lo “pintoresco”, la sensibilidad social de Campos de Níjar hizo que algún izquierdista le comentara al autor que el libro iba a “despertar la conciencia de las masas populares de la provincia” (Goytisolo, 2002: 326-7); que este hecho no se produjera no obsta para que sea evidente el interés humano por las clases oprimidas en las obras de este período “documentalista” de Goytisolo.

Contra el viajero místico, el narrador de Campos de Níjar es metafísicamente frígido. Va a ras de tierra, habla con los lugareños de cosas mundanas, de la producción de lechugas, del agua, del trabajo, de las miserias cotidianas, con un lenguaje áspero como la propia tierra que describe.

Por fin, el psicologismo del viajero burgués se sustituye por una permanente reserva del narrador sobre sí mismo, que tenderá a esconderse detrás de explicaciones objetivas, diálogos, datos históricos (en términos de Benveniste: la histoire sustituye al discours). En realidad, el narrador de Campos de Níjar no esconde sus estados mentales de desolación y rabia, incluso comienza el relato con ellos: “Recuerdo muy bien la profunda impresión de violencia y pobreza que me produjo Almería…”, pero es necesario decir que toda la obra es una justificación racional, basada en “los hechos” que se muestran descarnados, de tales estados mentales, y no un mero relamerse autocomplaciente en ellos.

 

 

IV. El Diagnóstico de Alberto Cardín

Por nuestra propia voluntad nos habíamos vaciado de toda moral, volición y responsabilidad, y éramos como hojas secas llevadas por el viento

Lawrence de Arabia

En su introducción a las Cartas sobre Rusia de Juan Valera, el entonces enfant terrible de la Antropología española, Alberto Cardín, partiendo de la pobreza de los libros de viajes españoles de cuatro siglos acá, en comparación con ingleses y franceses, y dialogando con el autor de Campos de Níjar, ensayaba la siguiente explicación:

La polaridad que preside en nuestra cultura la captación de lo extraño no es, mal que le pese a Juan Goytisolo, la que enfrenta al español con el otro […], sino la que dentro mismo del ámbito hispano divide y enfrenta al español “fetén” y al muladí, o lo que es lo mismo: la secular incapacidad del español para conocer lo extraño, si no es identificándose con ello.

Tal vez esto pueda explicar la inexistencia de una etnología española […], hay algo […] arraigado en la estructura cultural de lo hispano que impide el conocimiento diferencial y propende a la fusión fóbica o fílica, directa o inversa, con el ̒otro̕ (Cardín, 1986: 94-5).

Está, por un lado, el español que viaja asumiendo que España es “el mejor país del mundo”, el español “fetén”, y, por otro lado, el español que trata de abandonar su identidad por un tiempo o para siempre y que adopta otros modos culturales identificándose, un día sí un día no, con su disfraz. Curiosamente el diagnóstico de Cardín sobre el viajero español es casi una copia del que hace Lawrence de Arabia sobre el viajero ingles en su introducción a la Arabia deserta de Charles M. Doughty: hay, por un lado, el inglés que nunca deja de ser inglés –como Doughty– y el inglés que “con tal de incluirse en el paisaje, renuncia a todo lo que pueda estar en discordancia con los usos y costumbres locales” (Doughty, 2006), figura que Alberto Cardín llamaba “el muladí” y que se encarnaba en el propio Lawrence, pues es obvio que habla de sí mismo [13].

De “muladí” justamente trataba el antropólogo asturiano al escritor catalán, suponiendo que un exceso de identificación, una identificación “pasional” con el otro no es la mejor manera de conocerlo [14], puesto que se pierde la necesaria distancia crítica que exige un buen conocimiento y porque la propia simulación distorsiona las acciones y las reacciones de los imitados. No es difícil hacer un paralelismo entre la defensa de la cultura islámica y el mundo árabe que Goytisolo practica desde los años setenta y su relación con Almería –o, con la categoría “pueblo”– que va desde Campos de Níjar a La Chanca. Como él mismo dice en sus memorias, una cosa compensó a la otra:

[…] con una amargura y melancolía difíciles de expresar, renuncié a volver a ella (a Almería), desposeyéndome de ese calor, familiaridad y apoderamiento que de un modo instintivo, compensatorio, buscaría y encontraría en el Magreb (Goytisolo, 2002: 324).

La idea de que la defensa de las clases oprimidas, y con ella la del pueblo que encarna la explotación y la opresión de unas clases por otras, es decir, Almería, ocupa en la obra de Juan Goytisolo un lugar que será ocupado, a partir del Don Julián, por la cultura islámica y el mundo árabe, esa idea permite entender mejor la profundidad de los vínculos entre nuestro autor y Lawrence de Arabia.

Tanto Campos de Níjar como Los Siete pilares de la sabiduría tratan de una rebelión, efectivamente acaecida en la segunda, espoleada y esperada en la primera. Los dos autores mantienen una posición “militante” respecto a esa posible o efectiva rebelión, si seguimos la clasificación de las tendencias antropológicas desde la Ilustración que hace Alberto Cardín [15]. Ambos reconocieron pronto la parte de fraude y fracaso que tuvo esa militancia [16] y los ribetes de redención y penitencia que la acompañaban…

La lucha por crear y redimir fluye por Los siete pilares de la sabiduría de principio a fin, y la identificación personal de Lawrence con los árabes resulta sorprendente. La redención de los árabes y la suya están demasiado imbricadas como para distinguirse, y fue plenamente consciente de que había tratado de conseguir la primera por mediación de la segunda (Mack, 2003: 281).

Pero si Lawrence redimía la ilegitimidad de su nacimiento –su padre, el baronet Thomas Robert Tighe Chapman, se había fugado del domicilio conyugal con la institutriz Sarah Lawrence, la madre, que había sido “criada según unos códigos de estricto fundamentalismo” y “que se convertiría en una madre devota” (Mack, 2003: 48) –, Goytisolo tenía que redimir su origen de clase en la alta burguesía colonialista… Cuesta leer el comienzo de Pueblo en Marcha sin recordar las autoinculpaciones de los juicios de Stalin o 1984 de Orwell.

En virtud de unos pronombres que se convierten en comodines de personalidad, Juan Goytisolo se transforma, en su Juan sin Tierra, de 1975, en Lawrence de Arabia, y el “final de la impostura” se cuenta así:

disueltos los hechos en sueño brumoso: a merced del artificio retórico y la insidiosa tiranía textual: descubriendo, con candoroso asombro, el margen que separa el objeto del signo y la futilidad de los recursos empleados para colmarlo: tus pretensiones de autenticidad son difícilmente verificables y ni lágrimas, juramentos ni sangre establecerían su relación imposible con la esquiva, huidiza verdad: la habilidad del relato suplanta la dudosa realidad de los hechos, tu victoria de artista consagra la gesta inútil del militar: descartarás, pues, con desdén la gloria fundada sobre la impostura y decidirás abandonar para siempre tus hueras presunciones de historiador: […]: sin disfrazar en lo futuro la obligada ambigüedad del lenguaje y el ubicuo, infeccioso poder de la enunciación: conmutando desvío rebelde en poder inventivo: […] (Goytisolo, 1994: 103-104).

La cursiva –nuestra– del texto citado describe, de una forma abreviada, no sólo a Lawrence después de su experiencia árabe, sino, sobre todo, el giro que dará Goytisolo desde el realismo documental de Campos de Níjar o La Chanca hasta la ya posmoderna Señas de Identidad. Tal sería el octavo pilar de la sabiduría, uno de cuyos bloques se argamasa con sexo: “ciegamente te precipitarás en el ardiente volcán de los labios” (Goytisolo, 1994: 104).

El propio Goytisolo habla de Dahúm, el joven amante de Lawrence en Karkemish, a quien están dedicados los Siete Pilares, el primer motivo, el personal, que según propia confesión le había servido de motivación en sus acciones:

Hoy me has preguntado ̒por qué̕ y voy a contarte exactamente cuáles fueron nuestras motivaciones en el asunto árabe, por orden de importancia:

(i) Personales. Me gustaba mucho un árabe en concreto y pensé que la libertad para la raza sería un regalo aceptable [17] ( Mack, 2003: 273).

Son las “raíces sexuales del poder político y las raíces políticas del poder sexual”, los sutiles vínculos que no sólo observa Juan sin tierra entre el desierto, el masoquismo [18], es decir, la mortificación de la carne, la (con)fusión de violencia, dolor y placer [19] en el ascetismo de los estilitas que medían su grandeza por metros de separación de la tierra y los días sin comer o beber. Por su parte, si casi toda la obra narrativa de Juan Goytisolo es como un gran libro de memorias hecho de versiones y más versiones de “los hechos”, conviene leer con atención algo que nuestro autor escribió en Coto Vedado (o “la versión más realista”, junto con En los reinos de Taifa):

El desapego e insensibilidad a las muchachas y muchachos de mi edad y en general al conjunto de hombres y mujeres integrados en el paisaje de mi vida no excluían no obstante el acoso porfiado de los instintos. Como años atrás, continuaba masturbándome con monótona regularidad. Las imágenes mentales que me asediaban en tal trance introducían de forma inmutable ingredientes de fuerza y aún de violencia: recuerdo el día en que, frente a la puerta de mi casa, un gitano había golpeado salvajemente a su mula y aquella escena, lejos de despertar mi piedad, me excitó de tal modo que me corrí en plena calle. Los atributos externos de una virilidad exótica, avasalladora, excesiva –fotografías del entrenamiento militar de unos sijs, de dos jayanes trabados en el sinuoso, implicante abrazo de la lucha turca– provocaban asimismo un estímulo fugaz a mis fantasías (Goytisolo, 2002: 186-7).

“Violencia y pobreza”, no olvidemos, eran “la primera impresión” del viajero que llega a Almería. Aunque un gitano montado en mula, o borrico, constituía el motivo de una de las fotografías que acompañaron muchas ediciones de los Campos de Níjar, el único atisbo de erotismo en el narrador es prudentemente ortodoxo: “El mozo me arrastra al bar cogido del brazo. Una mujer trajina al otro lado del mostrador y, al encararse con nosotros, su hermosura me enciende la sangre”(Goytisolo, 1993).

Con un poco más de honestidad y valentía, aunque también con cierta prudencia, tres años después, en La Chanca, el objeto de la libido se desplaza hacia el varón almeriense marginal: “Vitorino comprendía y me ayudó a meter en la cama. Se había sentado a mi lado y me miraba con una expresión vecina al amor” (Goytisolo, 1987: 93).

En resumen, respecto a las “raíces sexuales del poder político” en Lawrence y Goytisolo durante la época del realismo documental de Campos de Níjar y La Chanca cabría destacar los siguientes paralelismos: en primer lugar, la idea de que la rebelión árabe o la revolución socialista resolverían las propias contradicciones o tensiones personales, entre ellas muy especialmente la de una libido atormentada por la represión, latía [20] en el fondo de la conciencia de ambos. En segundo lugar, la fusión imaginaria de sujeto revolucionario y objeto de la libido provoca en ambos una especie de delirio en forma de wishful thinking, un “tomar deseos por realidades” que en el caso de Lawrence se concreta en la insistencia con que no quiere ver quién es en realidad: un agente del colonialismo inglés, y aquello por lo que en realidad está luchando: el reparto anglofrancés de la península arábiga; en el caso de Goytisolo se concreta en una especie de ansiedad, impaciencia y desasosiego con las que se empeña en ver la revolución a la vuelta de la esquina y que le lleva a idealizar al “pueblo” tal si fuese un sujeto amado en el que no se ve más defecto que el estar un poco adormilado ante la exigencia perentoria de la revuelta. De la imagen de ese “pueblo” se eliminan vicios que son en realidad universales en el género humano y se añaden virtudes más bien ilusorias, como se hace entre amantes… En “Examen de conciencia”, un artículo que prepara el giro de nuestro autor hacia Señas de Identidad, Goytisolo reconocerá que la idea del “buen pueblo” (frente a camarilla fascista mala) tiene el mismo rigor epistemológico que el mito del “buen salvaje” [21]. Por último, paralelo es el silencio que había que mantener sobre estas cuestiones:

[…] marca tu empresa de liberación de los pueblos sometidos al yugo otomano con una indecente huella que los apologistas excluirán púdicamente de sus biografías, temerosos de descubrir, por obra de tu sinceridad abrupta, los fundamentos ocultos de la ominosa noción de Poder (Goytisolo, 1994: 104).

Esto, de Goytisolo para Lawrence, porque, respecto al primero y Campos de Níjar, es fundamental entender el silencio como un personaje más, a lo Crapanzano, si hemos de hacer caso a la observación hecha por el autor de que ésta es una obra “cuya técnica, estructura y enfoque se explican en función de la censura”. Es, por supuesto, el “silencio clandestino” (Makaremi, 2008: 33-45) de las dictaduras, que hace callar a todo el mundo, incluido el narrador; no se olvide que Campos de Níjar se publicó, significativamente, sin que la censura tocara ni una coma, lo que ya fue imposible con La Chanca, en la que Goytisolo se puede permitir acusar sin rodeos ni insinuaciones al régimen [22]. El abrumador silencio del autor-narrador ante la figura del cacique Don Ambrosio, su ideología fascista y su mezquindad humana, los “silencios suspensivos” del resto de los personajes –hablan bajo y dicen “-Ah, ese día…” –, junto con la dispersión histórica de la responsabilidad política [23] por la miseria de Almería –que viene ni más ni menos de los Reyes Católicos–, son algunas claves que permiten comprender la suerte de Campos de Níjar ante las mismas afiladas tijeras que ocho años antes habían impedido publicar La Colmena, del profascista Camilo J. Cela.

Pero la aposiopesis retórica no se reduce a ser un expediente para esquivar la censura política, sino que va más allá, al encubrir el profundo tormento personal del viajero que escribe en 1959 sus impresiones de los campos de Níjar y que le da a la obra ese plus de desasosiego y desesperación, no meramente político, que se percibe en el tono afectivo de la obra, que afecta a su eficacia como arma política –contra un régimen que ni siquiera tuvo a bien censurarla–, a su literalidad como documento y a su poder perlocutorio sobre el pueblo almeriense y que estalla en algunos momentos clave como el de la ebriedad en Carboneras: “si éramos pobres lo mejor que podíamos desear era ser también feos”, piensa el narrador, y por eso –nos enteramos al leer sus obras posteriores–, él mismo ha tenido que olvidar la belleza en nombre de la revolución… Sin tanto dolor, sin tanto desgarramiento, sin tanta pasión reprimida, Goytisolo habría advertido, como lo hizo más tarde en sus memorias, que, en primavera, en verano, los campos de Níjar-Carboneras están, como la Tipasa de Camus, llenos de dioses, y tal vez hubiera llegado a ver más claramente lo que sólo “confusamente vislumbró entonces”: el valor bautismal de aquellos viajes a finales de los cincuenta.

 

 

V. Los que hablan alto y los que hablan bajo

El que se atreve a apelar directamente al pueblo se hace siempre una larga lista de enemigos, empezando por el pueblo.

G. K. Chesterton

Con la perspectiva madura y posmoderna de las Crónicas Sarrazinas, Goytisolo reconoce que:

El escritor, […] no será jamás neutral ni inocente, ni actuará con criterios de estricta racionalidad: quiéralo o no, vive en un mundo poblado de fantasmagorías y leyendas, […]. Puesto que la objetividad absoluta no existe, la empresa de describir al Otro lleva siempre la marca del lugar de origen. El mayor reproche que podemos hacer a un autor será así su tentativa de disimular éste: pintar o reconstruir el universo ajeno desde un imaginario no man´s land, en nombre de los valores implícitos de una presunta universalidad (Goytisolo, 2009: 718).

Campos de Níjar pretendía ser un testimonio de la miseria de Almería, estrictamente racional y con objetividad absoluta (ahí estaban las fotografías, las películas, el episodio de terrorismo de opera bufa en el Teatrino del Corso, los datos aportados luego por La Chanca y las introducciones añadidas en ediciones extranjeras); no podía escapar, sin embargo, a lo mismo que Goytisolo criticaba en Cela, no podía evitar mostrar ese “tipismo adecuado a la propia retórica” simétrico al del Viaje a la Alcarria, cosa que se entenderá mejor si tenemos en cuenta lo que nos dice Slavoj Zizek sobre el tema:

Quien tenga en mente aquellos tiempos del realismo socialista, aún recordará la centralidad que en su edificio teórico asumía el concepto de lo “típico”: […]. Los escritores que pintaran la realidad […] en tonos predominantemente grises eran acusados no ya sólo de mentir, sino de distorsionar la realidad social (Zizek, 2007: 13).

Un hecho social puntual pasa a ser “típico” cuando cataliza la abstracción ideológica, dándole una imagen reconocible en la experiencia (de la miseria, de la injusticia, por ejemplo, o de lo contrario). Antes de terminar su periplo de tres días por los Campos de Níjar, el viajero ya sabe lo que se va a encontrar:

Había comenzado a bajar alegremente la pendiente y descubría de pronto que no tenía fin. Don Ambrosio, el viejo de las tunas, Sanlúcar, Argimiro, la lista podía alargarse aún. En cada pueblo encontraría gentes parecidas. Unos me hablarían alzando la voz y otros bajándola. Y el escenario siempre sería el mismo –y mi cólera y su desesperanza (Goytisolo, 1993: 133).

De hecho, antes de viajar a Almería, Goytisolo sabe qué tipo de gente va a encontrar, pues su contacto con los almerienses “que hablan bajo”, –hablan bajo o directamente callan: es el silencio clandestino…–, ya se había producido en el servicio militar y en los arrabales obreros de las playas de Barcelona. Serían tipos “pequeños, de facciones terrosas, pelo oscuro y mirada centelleante”, con un acento cantarín además de pobres y analfabetos. Curiosamente, tal sería la opinión tópica de los europeos del Norte sobre los españoles –no ya sólo los almerienses– por aquel entonces [24]. La monotonía de una vida en la que se envejece demasiado pronto, un tono vital nihilista dominado por el hastío, el descontento y la miseria, hace soñar al almeriense con el Dorado de Barcelona, y en algún caso ni se entiende que uno, siendo del Norte, vaya a hacer turismo a los Campos de Níjar: “-No habrá venío usté aquí por gusto, digo yo.”

Por otro lado, “los que hablan alto” no son sólo los que representan a la clase dominante (andaluza, digamos) y expresan una retórica fascista, al modo de Don Ambrosio, el cacique dueño de la Isleta con sus aires de señor feudal [25]. No, también el pueblo, sea un azacán o un aperador de carros como en Carboneras, o esos tipos “negros, cenceños, con sus chalecos oscuros…” que mascujan las palabras en un bar de Almería al comienzo del viaje, también el pueblo se exalta en las tabernas lanzando vítores a España, que es el “mejó país del mundo”, en arrebatos que van aún más allá de la permanente resignación de los almerienses, y en expresiones de júbilo que chocan , hasta producir un efecto onírico –kafkiano, si se me permite–, con la descripción etic de los Campos de Níjar. Y todavía hay un tercer “hombre” que habla alto: es el propio narrador-viajero-autor, lo sabemos no ya porque sea a él al que escuchamos hasta en sus silencios, sino porque se expresa con la pulcritud castellana de Don Ambrosio, y la heteroglosia quiere que el pueblo hable como el pueblo y la gente “cultivada” como gente cultivada; magnetófono en mano, oiríamos cómo las relaciones de poder penetran en el habla.

No es de extrañar pues que, como dice Aurora Egido, Campos de Níjar sea la historia de un diálogo fracasado:

Los almerienses tratan al autor por extranjero, por “español de París”. Hay tanta distancia entre él y los otros que les produce extrañeza su voluntad de acercamiento, y, en el fondo, el final del viaje confirma la imposibilidad de acercarse plenamente a ellos. […] El fracaso de este ̒extranjero̕ que aún persistiría algún tiempo en los presupuestos de la novela social, goza en cambio de una validez actual (Egido, 2006).

El diálogo no es una auténtica polifonía porque unos, incluido el viajero, hablan demasiado alto y otros demasiado bajo. O dicho de otra forma: es el tipismo del realismo socialista como presupuesto del viaje documental el que ahoga tanto a los “personajes” que éstos acaban siendo un vulgar reflejo de las condiciones materiales, no personas de carne y hueso. De esta manera, si los almerienses tienen sentido del humor, éste ha de ser necesariamente “negro y compensatorio”, y la resignación, o los tópicos, sobre “España, los toros o las gachíes”, que se sueltan ante cualquier desconocido con su función fática –y más en una dictadura–, se convierten en culpables ante la exigencia perentoria de la revolución [26]. El discurso sobre la “locura de Níjar”, como veremos a continuación, exhibirá también esa tendencia a procustear al “pueblo” considerándolo incapaz de cualquier exceso o éxtasis material, y, con los matices pertinentes, algo parecido ocurrirá con la experiencia carbonera del autor.

Aquella fuerte polaridad de la realidad social [27] distorsiona cualquier posible comunicación, convierte en ineludible la “vía revolucionaria” para España –y simétricamente en incomprensibles la resignación o el júbilo–, y avisa de una fuerte tensión en el narrador que por primera y única vez habla en primera persona del plural en Carboneras [28], empleando un “nosotros” que invita más a interrogantes que a respuestas… ¿Con quién se identifica el narrador? ¿Con los almerienses? ¿Con los españoles? ¿Con los franceses? ¿Con las clases oprimidas? ¿Con las clases trabajadoras europeas? El Realismo documental, igual que el realismo socialista, requieren un sujeto-narrador más fuerte que éste que ya empieza a disgregarse y que acabará explotando en mil pedazos una vez que Goytisolo supere la época “más desdichada de su vida” e inicie el ciclo de Álvaro Mendiola.

 

 

V.a. La locura (o el Potlach) de Níjar

 

El camino del exceso conduce al palacio de la sabiduría

William Blake

 

¿Qué ocurrió aquel día del Señor de 13 de septiembre de 1759? ¿Qué sucedió aquel día, ciento setenta años antes de que Ortega y Gasset hablara de ello en la Rebelión de las masas, doscientos años antes de que Juan Goytisolo hablara de ello en sus Campos de Níjar, y doscientos cincuenta antes de que nosotros lo volvamos a recordar en este ensayo? ¿Cuáles fueron lo hechos aquel día en que se proclamó a Carlos III como rey de España en la plaza de la noble villa de Níjar? Re-citemos:

después mandaron traer de beber a todo aquel gran concurso, el que consumió setenta y siete arrobas de vino y cuatro pellejos de aguardiente, cuyos espíritus los calentó de tal forma, que con repetidos vítores se encaminaron al pósito, desde cuyas ventanas arrojaron el trigo que en él había y 900 reales de sus Arcas. Desde allí pasaron al Estanco de Tabaco y mandaron tirar el dinero de la Mesada, y el tabaco. En las tiendas practicaron lo propio, mandando derramar, para más authorizar la función, cuantos géneros líquidos y comestibles había e nellas. El Estado eclesiástico concurrió con igual eficacia, pues a veces indugeron a las mugeres tiraran cuanto havía en sus casas, lo que egecutaron con el mayor desinterés, pues no quedó en ellas pan, trigo, harina, zebada, platos, cazuelas, almirezes, morteros, ni sillas, quedando dicha villa destruida (Goytisolo, 1993: 56-57).

Y si no fuera por la inevitable intervención del “Estado eclesiástico”, llegaría uno a pensar en un final propio de las dionisíacas griegas, con las comadres nijareñas cual ménades enloquecidas por una ebriedad exorbitada… El caso es que Ortega y Gasset utilizó esta referencia histórica al día en que Níjar “echó la casa por la ventana” como ejemplo de las cosas que ocurren cuando son las masas las que toman las riendas del poder, cosas que se resumen en el dictum de los estoicos et propter vitam, vivendi perdere causas, algo así como “y por afán de vivir, destruir las causas de vivir”. Lo curioso es que el vivir “sea como sea”, ese empeñarse en seguir con vida cuando ésta ya no merece tal nombre, que los estoicos condenaban defendiendo una muerte digna (de ahí que fueran una escuela de potenciales suicidas), Ortega lo interpreta como una especie de impulso de muerte presente en las masas y no en todo psiquismo humano [29], no, por supuesto, en las élites, dominadas siempre, suponemos, por un regio super-ego capaz de canalizar adecuadamente cualquier impulso animal. La masa, sin embargo, “para vivir su alegría, se aniquila a sí misma”.

Goytisolo cita el episodio in extenso en Campos de Níjar para criticar el elitismo de D. José, aduciendo que son las clases dominantes las que en España siempre se han dedicado al exceso y al derroche, y que el pueblo –la masa de Ortega–, a lo sumo “los secunda alegremente”. Y sin dejar muy claro en qué consista exactamente ese “secundar”, el autor sugiere que las víctimas de tales excesos y derroches siempre serán las masas populares, y las “minorías selectas” los culpables.

No había víctimas ni culpables, sino un pueblo en general simplón, en la composición satírica en quintillas que publicó el licenciado (e ilustrado) D. Ventura Lucas ese mismo año de 1759: La locura más discreta, que se dice executó, la Villa de Níjar, del Obispado de Almería, el día 13 de Septiembre de 1759, en la aclamación de Nro Catholico Monarca Don Carlos III (Gil Albarracín y Sabio Pinilla, 1994), composición de la que la nota citada por Ortega parece ser un fiel extracto. Hay, sí, unos instigadores de la fiesta: los dos Alcaldes que reúnen al Concejo y dan la orden de “que se traiga de beber” y el “Cura” que grita a las mujeres para que echen la casa por la ventana; pero lo cierto es que con la borrachera general se forma la “turba que avanza cruel” y que “tira” –es decir, reparte– los granos del pósito, los dineros de las arcas, el tabaco, la que derrama por las calles los líquidos de las tiendas y tira la casa por la ventana.

Por suerte, disponemos de dos respuestas, ¡también en quintillas!, a la sátira de Ventura Lucas: la primera es de un protagonista y “testigo directo”, D. Gregorio Costales, “el Alcalde más viejo” y por tanto uno de los “instigadores” de la destrucción –aunque el autor material de los versos sea su “apasionado” Bernardo de Aguilera–; y la segunda, de una vecina de Níjar al parecer afincada en Madrid, Dña. Francisca Moreno. Por suerte también, ambas réplicas se basan en los mismos dos argumentos, a los que luego Dña. Francisca añadirá alguno más, y que insisten en la falta de veracidad de lo que cuenta Ventura Lucas y la ausencia de excepcionalidad de lo ocurrido realmente.

Tanto D. Gregorio como Dña. Francisca acusan a Ventura Lucas de “Fabulador”: “Si lo has oído ¿Por qué tanto puntualizas?”, es decir, “si tú no estuviste ahí, ¿de dónde sacas tantos detalles?”; dirá el Alcalde que, “para escribir Relaciones es menester imponerse en el caso y no meterse a escribir fabulaciones”. Lo que se cuestionará es la magnitud de la fiesta: se bebió vino, sí, pero no aguardiente, y tampoco se vertió aceite aunque sí vinagre, miel y vino, ni el Cura espoleó a las mujeres para que tiraran la casa por la ventana aunque se arrojaran muchos trastos, ni hubo el general desorden que pretende Ventura más próximo a las fiestas dionisíacas, pues hombres y mujeres “cuando juntos se miran se separan veloces por las ojeadas que tiran”. En definitiva, hubo destrucción y derroche, pero dentro de lo normal: “si son desatinos, toda la España lo ha errado”, dirá el Alcalde, y para mostrarlo, tanto él como Dña. Francisca citan casos que debían ser conocidos en la época de gasto suntuario o destrucciones patrimoniales en Madrid, Valencia y “otros Pueblos”.

Aparte de que D. Ventura Lucas no haya sido testigo de los hechos, y de que los testigos no corroboren lo contado por él, Dña. Francisca intercala alguna reducción al absurdo de su posición: si estaba todo el mundo tan borracho, ¿por qué no hubo heridos ni muertos, sobre todo cuando tiraban la Moneda?; pero además, ¿quién puede creerse que todo un pueblo se emborrache con aguardiente? Y no eludirá algún argumento ad hominem: en lo que parece estar pensando Ventura Lucas es, de hecho, en ganar dinero, dice, recordándole su oscura reputación de mentiroso.

Parece pues que deberíamos elegir entre un relato en que las víctimas sean en realidad los nijareños, tomados como pretexto de un divertimento poético público en que se los ridiculiza como “amentes”, otro relato conservador en que las masas sean culpables de alegrarse aniquilándose [30], y otro relato, en fin, marxiano, que señale como culpables a ciertos elementos de las clases dominantes. Pero… ¿acaso no cabe otro relato posible, otro, digamos, menos puritano que estos tres? Lo curioso del caso es que, en los años en que Goytisolo hacía sus escapadas a los Campos de Níjar, entre el cincuenta y seis y el cincuenta y nueve, éste practicaba frecuentemente la deriva situacionista, los paseos por itinerarios imprevisibles o no privilegiados por el poder, pateándose las calles y barrios periféricos de París nada menos que con Guy Debord, que a la sazón editaba una revista con un nombre de moda en la antropología francesa: Potlach.

Sin duda, Juan Goytisolo debía conocer la apropiación que había hecho Bataille del tema del Potlach introducido por Mauss en su célebre Ensayo sobre el Don (Mauss, 1985: 149). La palabra “Potlach”, de origen chinook, quiere decir “alimentarse”, “consumir”, y Mauss emplea la palabra para designar esas “prestaciones sociales de tipo agonístico” muy propias de los pueblos del noroeste americano que incluían desde los banquetes salvajes a la destrucción masiva de propiedades, e incluso la batalla y la muerte. No era nada raro, por otro lado, que los potlachs fueran promovidos por los grandes señores, los jefes o castas dominantes, para eclipsarse unos a otros. Georges Bataille, por su parte, siguiendo a Nietzsche, hizo de esta práctica dionisíaca el eje de toda su obra antropológica condensada en La parte maldita: la tendencia al gasto improductivo, al exceso, no sería patrimonio una clase social, sean las élites o las masas, y desde luego no es una objeción en contra de la vida, sino antes bien su culminación.

Desde antes de los césares griegos, por los menos desde los tiempos del mítico rey Penteo, el poder sabe dos cosas sobre la fiesta: sabe en qué medida es necesaria para su propio mantenimiento y sabe en qué medida es peligrosa para éste. Por eso todo gobierno siempre intentará canalizar y controlar las fiestas, como el super-ego elitista de Ortega, aunque muchas veces se le vayan de las manos. Nunca sabremos, en cualquier caso, en que medida “se les fue de las manos” a las autoridades aquella fiesta de aclamación en Níjar el 13 de septiembre de 1759. Los documentos municipales que podrían darnos una idea de los gastos ardieron, parece, en la guerra civil, por lo que nuestra situación al respecto es la que Alberto Cardín describía para la Antropología: “Debe reducirse a formular opiniones probables (endoxai) sobre proposiciones contradictorias (los dispersos, fragmentarios y no pocas veces contrapuestos informes etnográficos)” (Cardín, 1986: 231).

Tal es nuestra situación: Goytisolo cita a Ortega, que cita a Manuel Danvila, quien dice haber visto un documento que obra en poder del Sr. Sánchez de Toca que sospechosamente coincide en los puntos esenciales con una sátira poética que pretendía ridiculizar al pueblo de Níjar describiendo una fiesta que el autor confiesa no haber visto. Por otro lado tenemos la respuesta del Alcalde, protagonista el día de la aclamación, y de una vecina, quienes afirman que no fue para tanto. Y si hay algo claro en este debate es que se trata de un diálogo entre partes interesadas, sea en utilizar el exceso como arma, sea en ocultarlo como oprobio. De forma que uno, en fin, se ve tentado de responder… ¿Y qué, si hubo tal locura?

 

V.b. ¡No vaya para Carboneras!

Todo escritor realista se ve tarde o temprano enfrentado con la tarea de describir situaciones que parecen “irreales”, sea por su extrañeza o sea por el ámbito onírico que las circunda, tal como ocurre con la llegada del viajero a Carboneras en el capítulo X de Campos de Níjar. La culminación del viaje revela de pronto que el auténtico hilo narrativo del relato es un sujeto que atravesó un rito de paso: el narrador evoca “la caída por una pendiente” de un individuo cuyos nervios estaban “al límite”.

Todo viaje es iniciático, aunque lo sea de distinto modo y fuerza según cada cual. En El cielo protector, la novela de Bowles publicada diez años antes que los Campos..., se nos presentan varias posibilidades para el sujeto que viaja: Port, el protagonista, perece en el viaje, mientras Kit, su pareja, se transforma y Tunner, el amigo, no se altera; por otro lado, la pareja edípica de Miss Lyle y su hijo [31] acrecientan su naturaleza soberbia y despreciable en su viaje pintoresco. No obstante, cuando atraviese la zona más peligrosa, la zona de la gran prueba, Juan Goytisolo volverá aparentemente a su pellejo habitual y no a una nueva identidad. “Aparentemente”, decimos, porque, al fin y al cabo, sabemos que después tuvo que escribir lo que estamos leyendo.

El caso es que si hay un referente claro para el capítulo X, el de la llegada a Carboneras, éste no es ninguno del realismo socialista, sino el de El corazón de las tinieblas, de Joseph Conrad. Por ello, la que es sin duda la luz más brillante de Europa se sustituye por un cielo negro y una tormenta de fin del mundo. El cielo, que en Bowles protege de la noche, de la nada que hay al otro lado, se transforma en amenaza. En la novela de Conrad, muchos signos inquietantes anuncian a Kurtz y al final del río, en la de Goytisolo lo mismo ocurre con Carboneras: le dicen que no vaya, que es lo peor, que es, en fin, innombrable:

En Almería, cuando se menciona Carboneras, la gente toca madera y se santigua. Supersticiosamente muchos evitan pronunciar su nombre y hablan del pueblo en perífrasis: ̒Ese puerto que queda entre Garrucha y Aguas Amargas̕, ̒Ese sitio que no se puede decir̕ y otras frases por el estilo (Goytisolo, 1993: 135).

Y es notorio que ahí donde el escritor social, etic, objetivo, encontraría un motivo para denunciar, documentar y aclarar el alcance de esas “supersticiones” en el sureste español [32], el viajero que recorre la pendiente de los campos de Níjar ve un pretexto para confirmar que está efectivamente llegando al corazón de las tinieblas: “Como para mantener lo bien fundado de la leyenda, la estampa que ofrecía después del turbión se ajustaba exactamente a la que la imaginación popular le atribuía” (Goytisolo, 1993: 136).

El viajero experimenta la atracción de la magia y el autobús en el que llega, de ser esa figura familiar en el cuadro de costumbres que era el Viaje en autobús de Josep Pla, se transforma en un buque fantasma como el de Marlow, flotando entre brumas por una selva ya no tropical, sino lunar y pétrea: “Éramos vagabundos en medio de una tierra prehistórica, de una tierra que tenía el aspecto de un planeta desconocido” (Conrad, 1986: 66).

Como los personajes que bullen en torno a Kurtz, los habitantes de Carboneras “se escurren como sombras” en casas cerradas a cal y canto. El mar está negro; se ven la enfermedad y el hambre, síntomas que avisan de que hemos llegado o estamos cerca del punto cero del nihilismo, allí donde, según Jünger, “los valores se funden y el dolor ocupa su lugar”: un ciego y un dispensario antitracomatoso, un niño panzudo, una mujer con bocio [33]… y los del lugar dando vítores a España: sin duda, éste tenía que ser “el final del río”. El viaje, ahora un viaje a los infiernos, deja al viajero borracho y llorando en una playa del pueblo.

Cuando, en el capítulo siguiente, el viajero vuelva a la normalidad cotidiana, llegará a mentir “que la angustia es un mal pasajero, que hay un orden secreto que rige las cosas y que el mundo pertenece y pertenecerá siempre a los optimistas”. Se pondrá una piel coriácea que sabemos, por la contradicción performativa del tono de la obra y del hecho de que ésta haya sido escrita posteriormente al viaje, que es falsa. El viaje ha hecho mella, aunque el autor no puede confesar todavía en qué sentido. Lo irá haciendo, aquí y allá, en los años posteriores.

 

 

VI. La Kehre de Goytisolo

 

Por mucho que para Umberto Eco –y, en nuestras latitudes, para Manuel Delgado–, la posmodernidad no sea un “movimiento” propio de los ochenta cuyos escribas serían Lyotard y Vattimo y cuyos profetas serían Nietzsche y Heidegger, sino más bien un manierismo de la propia modernidad, algo así como su sombra inevitable, lo cierto es que entre la trilogía del realismo documental (1959-1963) y la trilogía de Álvaro Mendiola que forman Señas de Identidad (1966), Reivindicación del Conde Don Julián (1970) y Juan sin Tierra (1975), Juan Goytisolo da un giro posmoderno evidente por lo menos en tres aspectos: la pérdida del metarrelato político, la quiebra del sujeto-narrador y la crisis de las ideas de verdad, objetividad y racionalidad. Vayamos por partes.

En primer lugar, nuestro autor se irá dando cuenta de que el marxismo es, en el fondo, una teoría moderna e ilustrada basada en la fe en el progreso de la humanidad a través del triunfo político de ese auténtico sujeto hegeliano que era el proletariado industrial. En este sentido el desarrollo de las fuerzas de producción capitalistas, más sociales que nunca, era una condición del éxito de la revolución para las clases oprimidas. Desde luego, de las comunidades agrícolas premodernas sólo cabía esperar expresiones de “despotismo oriental”.

La conciencia cada vez más clara de la medida en que el metarrelato socialista comparte los valores occidentales en cuanto a concepción del tiempo, del trabajo y de la producción de bienes materiales, la conciencia del carácter etnocéntrico del marxismo, desposeyó a Goytisolo del sentido del “mundo por el que estaba luchando”:

Si los valores occidentales tienen validez universal no cabe sino concluir que las otras sociedades, so pena de vegetar en una ignorancia infamante, deben seguir, de buen grado o por la fuerza, el modelo redentor (cristiano, burgués o socialista) de las sociedades modernas (Goytisolo, 2009: 869).

Este conflicto, no obstante, ya está presente de forma implícita en Campos de Níjar, pues el viajero sabe en qué arrabales acaba la utopía almeriense del Dorado de Barcelona y conoce las diferencias, entonces tremendas, entre un trabajador español y un obrero de la Renault francés. A pesar de todo:

[…] el decorado de grúas, andamios, bulldozers, chimeneas de fábrica que contemplaras en el valle del Ruhr durante tus viajes te había hecho comprender de pronto que estabas luchando por un mundo que sería inhabitable para ti (Goytisolo, 2002: 283).

Por otro lado, a lo anterior se añadía la entrada de los tanques soviéticos en Budapest, que había provocado un cisma en el ya cismático comunismo europeo, y la defenestración de Semprún y Claudín por defender un eurocomunismo alternativo al modelo soviético –que al final se acabaría imponiendo­–; todo esto terminó desdibujando las “señas de identidad” políticas del autor de la trilogía documental: la “única liberación de Juan sin Tierra –fuera del sexo y la realidad histórica– se llevará a cabo en el ámbito de la creación literaria o el reino de la utopía”. En definitiva, Goytisolo dejará de luchar por un progreso y una modernidad en los que no cree, al mismo tiempo que compensa esto en la lucha por la dignidad cultural del Islam, se desprende de la categoría ingenua de “pueblo” [34] y abandona la idea de una vía revolucionaria para España. Persistirá siempre en nuestro autor, no obstante, por debajo de las transmutaciones, un a priori del dolor: la denuncia permanente de cualquier forma de opresión humana.

En segundo lugar, Señas de Identidad es una novela sobre la pérdida de las señas de identidad de Álvaro Mendiola, y las va perdiendo una a una: familia, clase social, país, sexo, pueblo e ideología dejan de sustentarle en sus atributos. El sujeto narrador omnisciente propio de la novela moderna, de la novela-tesis, se convierte en una mera voz entre otras voces, la dialogia y la polifonía bajtinianas, ahora sí, imperan, porque aquí hablan desde las paredes a las fichas policiales, desde el amigo al enemigo. La denuncia sigue ahí, pero ahora realmente hablan los oprimidos, en fragmentos que son como un grito articulado. La obra va adquiriendo el aspecto de un collage que nuestro autor, con un gesto muy posmoderno, emparenta con la de Juan Ruiz, el arcipreste de Hita: “La realidad textual que nos brinda no es bidimensional ni uniforme: presenta quiebras, desniveles, rupturas, tensiones centrífugas, transmutación de voces; en una palabra, polifonía” (Goytisolo, 2009: 900).

El Yo, en fin, se disuelve en una multitud de identidades, se transforma en convención lingüística o concepto ilusorio.

Por último, el desencanto con respecto al realismo y a la idea de una objetividad absoluta, la adopción de un relativismo cultural sin traumas va pari passu con la ruptura de los códigos expresivos, de la Gramática y de la Ley que manifiesta con la creación de un lenguaje propio. Ya no existe El discurso verdadero sobre La realidad, sino, a lo sumo, perspectivas, verdades parciales, realidades fragmentarias, fragmentos. Muy significativo al respecto es el ensayo que escribe Goytisolo sobre el discurso pronunciado por Antonio Machado con ocasión de su ingreso en la Academia de la Lengua en 1931:

La condena machadiana de un arte que “vuelve la espalda a la naturaleza y la vida”, entregado a toda suerte de “ejercicios superfluos” se inserta en realidad, como veremos, en una corriente específica del pensamiento europeo que debía culminar tres años más tarde, en el Primer Congreso de Escritores Soviéticos de Moscú, con el anatema contra Joyce y la entronización del llamado realismo socialista (Goytisolo, 2009: 923).

Muy significativo porque el ensayo se publica en 1985 y va dirigido contra postulados que el mismo Goytisolo había defendido en los tiempos del realismo: lo evidencian la trilogía del “mañana efímero”, las referencias explícitas o implícitas en la época posterior documentalista –tanto “Campos de Níjar” como “Pueblo en marcha” son títulos de variación machadiana– y las tesis estético-políticas defendidas por aquel entonces, por ejemplo en el célebre artículo publicado en Insula en 1959, “Para una literatura nacional popular”. A partir de Señas de Identidad la creación de un lenguaje propio que sea a su vez un insulto al discurso oficial se vuelve urgente y el salto a la transgresión y a la carnavalización se materializan en el acto perpetrado por Álvaro Mendiola de despachurrar insectos en los libros de la cultura oficial hispánica, y en el fondo de la “cultura oficial occidental”.

Si Señas de Identidad deconstruye a un individuo, es un anti-Bildungsroman, Reivindicación del Conde Don Julián deconstruye el mito de la cultura y la racionalidad occidental en su versión hispánica; como dice Goytisolo, el libro “posee la leyenda por detrás. Sodomiza al mito”. Y después de esa deconstrucción tocará hacer incursiones, razzias en territorio enemigo, con las sempiternas verdades parciales, fragmentarias, que encarna siempre la guerra de guerrillas: atacar un fragmento rápida, creativa, sorpresivamente, y tener preparada la huida, en este caso a Marrakesh, a Shemà-el-Fnà.

 

 

VII. Para vivir aquí

Viajar es victoria

Proverbio árabe

Veinte años después de que el Alcalde franquista de Níjar le declarara persona non grata y plantara un cadalso en la plaza del pueblo preparado para Juan Goytisolo, el Alcalde socialista de Níjar le concedía el título de hijo adoptivo de la villa. Al aceptar tal distinción, Goytisolo confesó:

Lo que confusamente vislumbré entonces se aclararía y decantaría más tarde: mi despego de un mundo, un medio social, un encuadre que nunca sentí próximos y en los que, privado de estímulos vitales, vegetaba y me adormecía. El paisaje almeriense en su triple dimensión estética, física y moral me abría el camino de un mundo más incitativo y cordial hacia el que pronto orientaría mi vida. Lo que ahora soy, cuanto he hecho y escrito, se determinó a raíz de mis itinerarios errátiles a lo largo y ancho de esta provincia: […] (Goytisolo, 2009: 1051).

Como se sabe, Goytisolo no se quedó a vivir en la tierra que le despertó nuevamente a la vida, pero lo hizo muy cerca, en un paisaje similar que le sirvió de compensación. Desde el año 61, hasta bastante después de la muerte de Franco, nunca volvió a pisar Almería, por dos razones barajadas una y otra vez: una, política, insiste en el clima de libertad vigilada en que el autor debía moverse; la otra, digamos, cultural, refiere a un modelo de desarrollo económico-social que no le interesa y que hoy día salpica todo el litoral mediterráneo de bloques de hormigón sin gusto. Un proceso que, en nuestra sociedad, parecía inevitable, evidenciando que una clase social en un medio cultural tiende hacia un tipo de desarrollo y en otro medio puede tender hacia otro distinto.

El sorprendente milagro de la economía almeriense durante los ochenta, basado en la explotación de mano de obra magrebí utilizada como esclava, y los “linchamientos de moros” a los que medio mundo asistió perplejo a través de la televisión provocaron agudas e indignadas respuestas de Goytisolo en los periódicos, donde afirmó que los brotes racistas se debían al enriquecimiento súbito de capas sociales desfavorecidas y semianalfabetas, lo que le valió que el Ayuntamiento de El Ejido lo declarara, otra vez, persona non grata en los noventa [35].

Ya dijimos que todo viaje es iniciático: en esas ósmosis permanentes de las membranas del yo durante un viaje, cualquier viaje –desde los viajes espaciales a los que hacemos en autobús de línea–, mella o pule los difusos límites de nuestra identidad personal. A veces se cumplirán todas las condiciones para poder hablar de un auténtico rito de paso; que éste ocurra en un viaje por el recóndito río Congo o mientras subimos en ascensor al piso catorce, es cosa que no sabemos, lo único cierto es que llegó una persona y se fue otra distinta. Los paisajes desérticos tienen esa peculiaridad: bautizan. A la iniciación en el viaje al desierto corresponde lo que Bowles llama el “Bautismo de la soledad”, que es lo que le ocurrió a Juan Goytisolo cuando viajó por los Campos de Níjar.

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Notas

[1] “Varón, adulto, occidental y de clase media-alta”, según James Clifford, son atributos tópicos del viajero en nuestra cultura, y es fácil adivinar las consecuencias de esto para los distintos relatos.

[2] Joseph Conrad, sin embargo, matizaba magistralmente esa inquietud hacia el vagabundo:

Los calificaría como un clan de proscritos si no fuera por la rudeza que tal descripción entraña. Y por nada del mundo quisiera yo ser rudo con personas capaces de emprender sus viajes con las manos vacías y apenas nada en los bolsillos. He conocido entre ellos a hombres que cultivaban maneras truculentas y una mirada fija y fría que, de ser posible burlar el propio destino, tal vez hubiesen llegado a ocupar puestos muy destacados (Cfr. Conrad, 2009: 200).

Por otro lado, Marlow, el protagonista del Corazón de las tinieblas, era un marino, “pero también un vagabundo”.

[3] Véase, por ejemplo, el artículo del periódico Pueblo, publicado el 26 de octubre de 1961, que aparece como apéndice en las ediciones de La Chanca, el resumen del asunto que hace al comienzo de Señas de Identidad, o la versión más realista de sus Memorias. La crítica fascista se resume en dos argumentos: primero, que en Goytisolo existe parcialidad en el enfoque hacia la miseria, y dado que en todos los países existen focos de miseria…; segundo, que Goytisolo directamente engaña al alterar la realidad.

[4] Al respecto, el primer capítulo de Lévi-Strauss (1955), y la “Introducción” a Geertz, (1998).

[5] Véase la “Introducción” a Reynoso (1998).

[6] Por mucho que el que “narra no sea el que escribe y el que escribe no sea el que existe”, esta “carga del autor sobre el narrador” es exigida en cualquier autobiografía de un ente real, y por tanto en la literatura de viajes. Campos de Níjar añadía fotografías en casi todas sus ediciones, además de aportar datos extraídos de documentos históricos. Pueblo en Marcha también incorporaba fotografías en sus primeras ediciones, pero eran las fotografías del optimismo, la esperanza y la luz, al revés que las que aparecen en Campos…, imágenes del pesimismo, la desesperanza y la desolación. Por otro lado, ya mencionamos la observación de Santos Sanz respecto al estatus de documento sociológico de esta obra. También Gonzalo Sobejano afirma que se trata del “extremo límite de la narrativa social, puesto que tratan de ser reportajes económico-sociales” (Sobejano, 1970: 262). Por el contrario, poniendo el punto sobre algunas íes literarias, véase el magnífico artículo de Aurora Egido (2006), o el curioso pendular entre la novela social y el reportaje de Ramón Fernández (2005). Dígase lo que se diga, las diferencias en cuanto a pretensión, pulsión de verdad o “afán de objetividad” entre textos de novela social como Juegos de manos o La Resaca y un libro de viajes como Campos de Níjar, son palmarias.

[7] No obstante La Chanca exige que se crea en su objetividad y por ello presenta datos estadísticos, históricos, periodísticos.

[8] Goytisolo, siguiendo a Azorín, afirma que la “descripción literaria del paisaje español” (lo que ya puede llamarse el “viaje literario”) la inicia Enrique Gil y Carrasco con su obra El Señor de Bembibre.

[9] No se olvide, sin embargo, la obvia herencia del naturalismo balzaquiano en el realismo social (y el socialista). La torsión documentalista, no obstante, aproxima los Campos de Níjar más al Yo acuso... que a Germinal. Por otro lado, la torsión dialéctica y marxista en Goytisolo, de la que hablaremos más adelante, impide decir cosas como éstas del prólogo a La Comedia Humana:

Las diferencias entre un soldado, un obrero, […], un abogado, un estadista, un comerciante […], son tan considerables como las que distinguen entre sí al lobo, el león, el asno, el cuervo, el tiburón, […].

Han existido, pues, y siempre existirán, especies sociales como existen especies zoológicas.

Un ejemplo, por otro lado, de naturalismo ahistórico al que se le podrían añadir muchos ejemplos de nuestro realismo tradicional (Galdos o Baroja, por ejemplo).

[10] Y su pariente vergonzante, el “pintoresquismo”. El “viaje pintoresco” se fija en las cosas que parecen extrañas o simplemente curiosas para unas mentes que se suponen más civilizadas. El viaje pintoresco ama lo “primitivo” porque resulta atractivo para el objetivo, y la actitud del viajero, entre despectiva y condescendiente, siempre presupone su superioridad. Tanto en Campos de Níjar como en La Chanca ese tipo de viajero lo encarnan franceses, no en vano éstos empezaban a descubrir y visitar por aquel entonces el Sureste español, y el tipo humano en que Goytisolo lo concreta es esa “dama gárrula que leía el Poema del Mío Cid montada en un camello y tocada con un Sari hindú”, Dominique Aubier, quien, saliendo de los círculos burgueses cultos de París bien conocidos por Goytisolo, decide instalarse –y medrar– en la zona que él acababa de describir como la más miserable de Europa y en la que faltaba el aire para respirar: mal que le pese a Miguel Galindo (2009), Goytisolo nunca pisó la enorme mansión colonial que Aubier se hizo a orillas del mar en Carboneras.

[11] La fusión del relato o la novela con la investigación –periodística, etnográfica, etc.– estaba en el aire en los cincuenta y los sesenta. Cuando Goytisolo comienza sus visitas a Almería, Oscar Lewis empieza a visitar a la familia “Sánchez” en las “vecindades” (réplicas de las chabolas de emigrantes andaluces en el puerto y playas de Barcelona que Goytisolo refleja en La Resaca) de México D.F. El fruto de esos años de relaciones será Los hijos de Sánchez, publicada en inglés en 1961. Por otra parte, el año en que se publican los Campos de Níjar la familia Clutter fue brutalmente asesinada en el medio oeste americano, y Truman Capote iniciará ese peculiar viaje de investigación que desembocará, por un lado, en la publicación de esa clásica novela-documental que es A sangre fría, y, por otro lado, en su propia destrucción. Los conflictos entre la voluntad de verdad del documental periodístico y la libertad poética del novelista están bien ilustrados en las discusiones entre Capote y Harper Lee en la película de Douglas McGrath Historia de un crimen.

[12] La figura del cacique latifundista andaluz, ya descrita por Pitt-Rivers, ejemplificada por el Don Ambrosio de Campos de Níjar, y sugerida en voz baja en la figura de José González Montoya, dueño de casi todo San José, es más claramente señalada como causa de la miseria del Sur en la introducción italiana al libro citada anteriormente (Goytisolo, 2009: 231). Como curiosidad, todavía baja desde una loma en Cala Higuera la llamada “agua de Montoya”, que abastece entre otros a un descendiente de una rama lateral de los Chapman (la línea paterna de Lawrence), quien, por una de esas coincidencias, resultó ser pariente del Almirante de la flota inglesa que muchos años antes había accedido a embarcar a D. José Montoya, salvándole así la vida el día en que los rojos almerienses fueron a hacerle la visita de rigor (mortis): fue el único motivo por el cual el cacique accedió a venderle a Mr. Chapman unos terrenos en aquella cala paradisíaca.

[13] Burton, al contrario que Lawrence, nunca se creyó sus “papeles” ni perdió de vista quién era en realidad. No puede decirse lo mismo, según Alberto Cardín, de nuestro Domingo Badía, alias Ali Bey, otro “muladí”.

[14] En las Crónicas Sarracinas dice Goytisolo hablando de Burton: “Persuadido, con razón, de que la mejor manera de entrar en contacto con los pueblos extraños es mantener relaciones sexuales con sus habitantes…”; por lo que Alberto Cardín protestará recordando que eso está en contra de lo que recomienda cualquier manual de etnografía tradicional.

[15] “T.E. Lawrence: ¿primer etnólogo moderno?” (en Cardín, 1986: 75). Las otras dos grandes tendencias de la Antropología moderna serían la empirista y la especulativa. El propio Cardín reconoce que en Boas y sus discípulos se da una mezcla de lo empirista y lo militante (recuérdese el papel de Boas ante la prohibición de los potlachs de los Kwakiutl por parte del gobierno del Canadá), y algo parecido podría decirse del Goytisolo de esta época y del propio Lawrence.

[16] Goytisolo dirá que la época del realismo documental fue “la época más desdichada de mi vida” y que “La falta de una relación limpia conmigo mismo se traducía así, inevitablemente, en la falta de limpieza de la relación con el mundo y con los demás” (Goytisolo, 2002: 364): esta crisis, que se extenderá por lo menos hasta el sesenta y cuatro, terminará con la muda de piel que supone Señas de identidad, “el final de la impostura”. De Lawrence se podrían poner multitud de ejemplos. Así, en el capítulo CIII de Los siete pilares de la sabiduría: “empezaba a preguntarme si todas las grandes reputaciones, al igual que la mía, no estarían fundadas sobre el fraude” (Lawrence, 2000: 791).

[17] Por su parte, siempre es bueno recordar la hermosísima dedicatoria del libro: “Te amaba, por eso a mis manos traje aquellas oleadas de hombres y en los cielos tracé mi deseo con estrellas. Para ganar tu libertad, alcé una casa sobre siete pilares, que tus ojos pudieran alumbrar por mí cuando llegáramos.”

[18] Decía Deleuze en su introducción a Sacher-Masoch, que el desierto es inconcebible sin el masoquismo. Nota bene: tal vez como la propia humanidad.

[19] Tres cosas, al menos, debían mortificar a Lawrence después del célebre episodio de Deraà: primero, por supuesto, las terribles heridas infectadas que debía tener después de que seis o siete turcos enloquecidos lo doblaran a golpes y latigazos y lo violaran uno tras otro; segundo, la idea de que él mismo se lo había buscado consciente o inconscientemente; tercero, que le había gustado demasiado. David Lean, tan sutil como Lubitsch para estas cosas, sugería en su Lawrence de Arabia este vínculo entre violencia, dolor y placer con la costumbre de Lawrence de apagar cerillas con los dedos. La violación en Deraà, por su parte, se resuelve con unas oportunas toses del Bey encarnado por José Ferrer (véase al respecto, Mack, 2003: 565).

[20] No olvidemos que en esa época, Goytisolo era pareja de Monique Lange en París, aunque los instintos fueran por otro lado. A partir de Señas de Identidad la liberación se ha producido al confesarle nuestro autor la naturaleza de sus deseos a la que fue su mujer. Por otro lado, el mismo Goytisolo reconoce que

La dicotomía existente entre […] afectividad e impulsos sexuales –cuyos bruscos, devastadores ramalazos sufría de vez en cuando durante mis correrías nocturnas– sólo podía superarse, pensaba, en la vorágine de una escalada revolucionaria en la que aquella perdiera su razón de ser (Goytisolo, 2002: 347).

[21] Recordando a Oscar Lewis, hay en Goytisolo la creencia en una cultura de la pobreza por la que se siente atraído emocional, estética y sexualmente. El problema es que del conjunto de los rasgos posibles de esa cultura se eliminan, o se justifican, los más desagradables. Otro problema es que, en teoría, ése es el mundo por eliminar.

[22] Él puede, no así La Chanca, cuyo silencio nocturno –tan distinto del silencio de la media tarde en verano o del amanecer en las ciudades– “es tan grande que vibra y zumba en el aire, lo mismo que un sonido”. Tan amenazador como el silencio de la Naturaleza antes de la tormenta de barro que recibirá a Goytisolo camino de Carboneras.

[23] Y no sólo política: “la industria extranjera y catalana, ministros, reformadores, escritores… y una leyenda de incomprensión y olvido” son también responsables de la miseria de los Campos de Níjar. Franco podía estar, pues, tranquilo con lo que se parece más a una maldición bíblica que a un error del gobierno en funciones.

[24] En Señas de Identidad, el personaje de la francesa Michèle exclama en un arranque de cólera: “J´aime pas les espagnols. Je n´aime les gens d´aucun pays sousdéveloppé. Ils sont petits et horriblement sales.”

[25] Compárese con la figura simétrica del conde de Arcentales en el Viaje a la Alcarria.

[26] En Señas de Identidad, ya es el propio Goytisolo-Mendiola el que se permite exclamar la frase del español fetén: “¡España es el mejor país del mundo!”, y la réplica se la han de dar sus interlocutores.

[27] Hemos mencionado ya ese curioso e importante ensayo que apareció inicialmente en los Cuadernos de Ruedo Ibérico en 1963 y posteriormente en El Furgón de cola con un título jesuítico que prefigura la confesión: “Examen de conciencia”, en el que Goytisolo hace un autocrítica de sus planteamientos simplificadores de la realidad social. La “vía revolucionaria” ya se veía imposible desde que en 1959 los técnicos tomaran el relevo a los falangistas en el gobierno de Franco. El aislacionismo y la autarquía precedentes se fueron dando la bienvenida a la Guerra Fría, la Sexta Flota Americana, los turistas europeos que ya asoman en la obra y el capital internacional; y si el enemigo se diluía, el amigo también: la izquierda se dividía en pro-soviética y anti-soviética, y dentro de las dos tendencias, en pro-reformistas y pro-revolucionarios. El tren que se había puesto en marcha lo vieron venir muy bien Ridruejo, Semprún, Claudín y Goytisolo, aunque todos fueran arrollados por él.

[28] Con un tono más de desiderátum desesperado que de descripción objetiva: “si éramos pobres lo mejor que podíamos desear era ser también feos…” que es como confesar “pero yo os tengo que retratar feos…”

[29] Los miembros del Colegio de Sociología, sobre todo Caillois y Bataille, vieron en el impulso de muerte una tendencia de lo vivo a restablecer el equilibrio original de una naturaleza indiferenciada: el mimetismo de los animales, las experiencias de fusión con la realidad de esquizofrénicos, místicos y viajeros lisérgicos o extáticos, los orgasmos –que los franceses han llamado la petite norte–, etc., etc., serían ejemplos de esa tendencia general de lo vivo a restablecer un equilibrio, como si lo vivo, por tener límites, por exigir separación, un afuera y un adentro, fuera en sí doloroso.

[30] Curiosamente, ésta es, en cierto modo, la explicación que dan Gil Albarracín y Sabio Pinilla en su obra dedicada al tema; el exceso destructivo tendría como causa el carácter militarote de la población de Níjar, descendiente casi toda de los soldados que custodiaban la prisión militar que había sido la villa desde el siglo XVI:

… es probable que esta circunstancia, la de una parte importante de la población sometida a las pautas de la disciplina militar y la consiguiente adhesión inquebrantable al poder, pueda explicar ciertos aspectos del carácter de las gentes de Níjar y de su comportamiento colectivo.

[31] Tan parecidos a la pareja de franceses que, ataviados de safari, están en panne a un lado de la carretera en Campos de Níjar.

[32] Hay otras muy generalizadas en los Campos de Níjar, como la creencia en el mal de ojo y en la sanación milagrosa de las herpes-serpientes.

[33] El estudio de esta enfermedad había llevado a Gregorio Marañón a Las Hurdes de Extremadura, y de ahí salió el documental de Buñuel Las Hurdes, tierra sin pan, un claro referente de Campos de Níjar.

[34] En Goytisolo, 1994: 199, hablando de los emigrantes españoles en Francia:

Sucesivamente, los había admirado, querido, idealizado, aburrido, despreciado, evitado; había entablado emocionada conversación con ellos en bares sórdidos o compartimentos de ferrocarril de segunda clase, había fotografiado sus inhóspitos barracones…

Que la pérdida de una concepción ingenua del pueblo sea paralela a la “liberación sexual” de Goytisolo no es una casualidad: una canalización adecuada de la libido siempre nos ahorra de romanticismos hueros. La influencia de Jean Genet en esto fue decisiva.

[35] Hoy, diez años después, el responsable de esa declaración de ingratitud permanece en la cárcel.

Contacto con el autor: Vliz3@yahoo.es

 

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