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EGM.
marzo 2009 /
Publicación semestral. ISSN: 1988-3927. Número 4, marzo de 2009.

Pallarés Moreno, José. Cuadernos de Arena, Granada, Diputación, 2008 (Colección Genil).

Enrique Nogueras Valdivieso

 

De gratísima sorpresa podemos de entrada calificar este primer libro de poemas de José Pallarés Moreno. Profesor de Lengua y Literatura española de Enseñanza Media desde hace casi treinta años, este granadino y residente en Sanlucar de Barrameda, es responsable de un buen número de trabajos de crítica literaria, muchos de ellos sobre el siglo XVIII y muy probablemente el mejor conocedor a día de hoy de la figura del ilustrado León de Arroyal. Además, Pallarés es autor o colaborador de relevantes aportaciones de carácter didáctico o pedagógico y habitual de diversas publicaciones periódicas y periodísticas. Pero se desconocía hasta hace muy poco su faceta de poeta, prácticamente inédita hasta la aparición de este libro.

Colocados bajo la protección de dos versos de un memorable poema de Luis Cernuda y precedidos de un notable y esclarecedor poema prologal, estos cuadernos de arena son tres, al menos hasta el presente, pues, aunque bien trabados, la estructura del libro queda abierta a posibles y futuras adiciones. Con sutileza los dos versos de Cernuda (“Invoca los bolsillos que abandonan arena. / Arena de las flores”) adquieren una dimensión emblemática e inspiradora, mientras que el prólogo, que tiene visos de poética, insiste en la impotencia inevitablemente especular de toda indagación poética y aun noética: “Intentamos tan sólo comprender el sentido / del signo que dibuja el pájaro en su vuelo […] ¿Qué sentido pretende encontrar mientras mira / a los que contemplamos el pájaro en su vuelo?”. A la cita hace discreta remisión uno de los poemas de la primera parte (“No conozco los nombres / de las flores que vienen / a morir en la arena”) y esta arena será, tácita o explícitamente, un motivo recurrente a lo largo de todo el libro. Esta sutileza alusiva en las referencias intertextuales y la dialéctica interacción entre los lemas (tomados de Antonio Machado, Álvaro Mutis y el Arcipreste de Hita) y el corpus poético de cada una de sus partes es una característica que no puede sorprender en un poemario de quien se muestra tan seguro como discreto conocedor de nuestra tradición literaria.

Las tres partes –los tres “cuadernos”– que componen el libro presentan similar extensión y características métricas y estróficas. Series de versos alejandrinos o heptasílabos y, alguna vez, combinaciones de los dos metros –en las que heptasílabo funciona como pie quebrado–, blancos por lo general, aunque no falten las asonancias dispuestas según los casos con variable regularidad, sobre todo en los de siete sílabas. Entre éstos, los más numerosos en el conjunto del libro, se cuela alguna vez un atinado pentasílabo y hasta algún tetrasílabo. Construido sobre esta dualidad, el libro maneja sabiamente la ligereza y agilidad del heptasílabo en contraposición con la lenta gravedad de alejandrino. Versos de catorce sílabas abren, en efecto, las dos primeras secciones en meditativos poemas que adquieren un matiz prologal o introductorio y cierran conclusivamente la tercera. Las agrupaciones estróficas –en realidad paraestróficas– obedecen a una lógica sintáctica o semántica y se congregan constituyendo, salvo alguna excepción, poemas de pocos versos, ágiles y asequibles, pero de matizada, culta y fina sensibilidad. La naturalidad y la sencillez se alían así con el rigor expresivo e intelectual, la nitidez de la melodía con los acordes que la acompañan y enriquecen a lo largo de estos tres “cuadernos”.

El primero es el “Cuaderno de los abrazos”; como su nombre avisa, se trata de una colección de poemas amorosos que celebran en serenos versos heptasílabos una plenitud sosegada y vinculada a una sencilla y acaso cómplice ligazón con la naturaleza: “Entre acacias y enebros / ocultan transparentes / rincones para besos, / pasajes de caricias. // Allí el rumor del agua / complicidad confiesa”. Testimonio de una mutua y continuada comunión erótica, una velada modulación elegiaca los matiza a veces: “De aquel tiempo quedamos / nosotros, que seguimos / marcados por la huella / de nuestra vida / entera”. El poema inicial de este primer cuaderno, el único en alejandrinos de esta sección y un auténtico “envío”, ya nos había advertido sobre el carácter de ofrenda que tienen estas composiciones. La arena, por el contrario, reaparece en el último, un poema de críptica belleza: “A veces viene a verme / la arena de las dunas /…”

Sin desertar de la plenitud el “Cuaderno de la distancia”, la segunda parte del libro, es el relato de una separación –que no una ruptura–, y la separación es la quiebra de la “unidad de los amantes”, brecha por la que irrumpe el mundo con toda la potencia de su fragilidad irreversible. De ahí la mayor amplitud de los registros temáticos de una sección marcada, ya desde los primeros versos, por la duda ante la irreversibilidad de la existencia, una irreversibilidad que devalúa todas las elecciones humanas en el común denominador del error: “La duda sólo deja resquicio a una certeza / saber que te equivocas, elijas lo que elijas, / que no queda siquiera, hueco para la huida”. Junto a la duda, la ausencia, la angustia y de nuevo la arena: “Se entristece la arena / porque falta tu sombra”. Y en otro poema “El eco de tu llanto / es silencio en la arena”. A destacar también unas “Fotos de viaje” por tierras aragonesas.

Es el último el “Cuaderno de la desembocadura”, palabra aquí tomada en un múltiple sentido que va desde lo estrictamente topológico y geográfico a lo metafórico e intertextual: el lugar donde vive el poeta, el lugar donde acaban “los ríos que van a dar a la mar”, el lugar donde acaba el poema y la historia que relata. Una cita del Arcipreste saluda al lector al iniciar el conjunto, a modo de recordatorio o emblemático lema. Esta última parte, que incluye el único poema en versos endecasílabos del libro, se abre con una serie de breves poemas descriptivos en heptasílabos que paulatinamente ligan el tema del amor al de la muerte (“para morir las olas / para el amor, la espuma”), con el mar y la soledad (o su amenaza) siempre como fondo. Aquí, la arena es una presencia siempre sobreentendida, como en las playas: “Te gustaría morir / paseando por las playas / sabiendo que las olas / han de llevar tus besos / a su alma”. En otro lugar “inventar un recuerdo, luchar contra el olvido / mientras las olas siguen acariciando algas”… Una presencia sobre la que se diría que, casi a modo de conclusión, amor y muerte confluyen (¿desembocan?) en el poema de cierre: “Conversar con los muertos cuando ellos siguen vivos / tiene la intensidad del amor descubierto”.

Cuadernos de Arena es pues un libro sencillo pero sólidamente concebido, muy enraizado en la tradición lírica, la geografía y la vida. Moderno como lo mejor de lo que no va la moda. Un libro sin aspavientos retóricos ni virtuosismo espasmódico que simple y sinceramente se ha escrito para sencillamente ser leído. Un libro, en fin, honrado, sabio y hermoso.

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