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EGM.
septiembre 2014 /
Publicación semestral. ISSN:1988-3927. Número 15, septiembre 2014.

La dolorosa contemplación de la belleza: análisis y revisión del síndrome de Stendhal

 

Victoria Quirosa García, Laura Luque Rodrigo, Ismael Amaro Martos [*]

Resumen. Somos destinatarios de una herencia que asumimos sin plantearnos en muchas ocasiones su origen o adecuación al presente. El síndrome de Stendhal forma parte de la sintomatología que se ha aplicado a la recepción de la obra de arte. En este artículo queremos reflexionar sobre su vigencia y adaptación a los parámetros del arte actual.Palabras clave: Historia del Arte, arte contemporáneo, síndrome de Stendhal, museo, público

Abstract. We’re heirs of an inheritance that we take over without to accept the real meaning from the origin to the present. The Stendhal syndrome takes part of symptoms associated to acceptation artwork. In this article we want to reflect about it applicability and adaptation to the art contemporary rules.

Keywords. History of Art, contemporary art, Stendhal syndrome, museum, public

Había llegado a ese punto de emoción en el que se encuentran las sensaciones celestes dadas por las Bellas Artes y los sentimientos apasionados. Saliendo de Santa Croce, me latía el corazón, la vida estaba agotada en mí, andaba con miedo a caerme [1].

Stendhal para principiantes

La fenomenología del Arte no ha dejado indiferente a diletantes y especialistas, a connaiseurs, dandis, viajeros y turistas contemporáneos. El análisis de la sintomatología se ha ido reconduciendo, dependiendo del mayor o menor poder de sugestión que partía de los ritos paganos y religiosos y que, una vez desprovisto de filtros, se centraba en la interacción entre el sujeto y el objeto o, lo que es lo mismo, la experiencia estética. La fruición del objeto artístico es tan compleja que son muchos los ámbitos y disciplinas que lo han incluido en su terreno de conocimiento y dependiendo de los roles que asignan a uno y otro se focalizan en aspectos meramente formales o metafísicos.

Puede resultar muy tentador caer en los tópicos y en los clichés que hoy más que nunca se ceban en nuestros museos y espacios expositivos y que no están relacionados con el mayor o menor conocimiento de las obras sino con la asociación indirecta del acto de contemplar y los status sociales aceptados o denigrados por la sociedad. La sintomatología del arte en clase turista es muy diversa y se ejemplifica en el que a través de la pose quiere ser reconocido como especialista; pero en este texto perseguimos ir más allá de lo físico y centrarnos en el terreno de las emociones, ya que nos conectan con el objetivo íntimo de la creación de la obra de arte y nos ofrece un futuro de revelaciones continuas en nuestra aproximación a ellas.

Si seguimos la definición del filósofo Henri Bergson, «el rasgo distintivo del arte es que produce choque» [2] y ese encuentro fortuito ha sido determinado de muy diversas maneras, creando roles en el espectador centrados en el modelo de belleza expuesto, es decir, la belleza académica o clásica basada en un canon matemático que genera una actitud pasiva en el público, que embelesado ante la perfección no siente ninguna contradicción aparente. La belleza clásica es el modelo por excelencia en la civilización occidental con más de dos mil años de soberanía y será el alejamiento necesario de esas pautas lo que conduzca al espectador a hacerse preguntas, a inquietarse y situarse de una forma más activa frente al hieratismo de la contemplación.

La belleza clásica suscita admiración en el reconocimiento de los iconos de la Historia del Arte, ante las grandes dimensiones o el conocimiento del reto que fue para el artista llevar a cabo esa obra. La escenografía cumplirá un papel esencial, pensemos en las obras de Bernini o Miguel Ángel, el paso de artista a mito también va a contribuir en este proceso. Sobre este tema profundizaremos en los siguientes epígrafes.

La belleza será ratificada de forma científica con la aparición de la Estética, considerada como disciplina autónoma en el siglo XVIII [3], si bien la ruptura con el modelo académico y el canon motivará un cambio en el espectador que a partir de ahora será activo y su experimentación será teorizada por las nuevas categorías estéticas que surgen en este contexto: lo sublime, lo pintoresco, lo grotesco.

No es bello, es sublime

Sublime. (Del lat. sublīmis). 1. adj. Excelso, eminente, de elevación extraordinaria. U. m. en sent. fig. apl. a cosas morales o intelectuales. Se dice especialmente de las concepciones mentales y de las producciones literarias y artísticas o de lo que en ellas tiene por caracteres distintivos grandeza y sencillez admirables. Se aplica también a las personas. Orador, escritor, pintor sublime [4].

Si no es bello será sublime, esta dicotomía va a protagonizar el debate académico desde fechas muy tempranas; ya en el periodo clásico Pseudo-Longino nos hablaba de la experiencia de lo sublime a través de la descripción de las figuras literarias que nos provocaban estas sensaciones encontradas. Tal sintomatología se trasladó de forma temprana al Arte, no olvidemos el hermanamiento de algunas de las disciplinas científicas a través de su comparación, como afirmó Horacio con su «Ut pictura poesis».

Para Pseudo-Longino:

Hay 5 vías para lograr la sublimidad: grandes pensamientos, emociones fuertes, ciertas figuras de habla y de pensamiento, dicción noble y disposición digna de las palabras. El rayo de lo sublime conduce al éxtasis a los oyentes, que quedan tan sumamente turbados a través del tejido de las palabras. Lo sublime imposible de definir, pero existe de verdad y es descriptible, pues agrada a todos los hombres de todas las épocas, individuos de las más distintas ocupaciones, modos de vida, lenguas y lugares y, por consiguiente, seguirá existiendo [5].

Si bien no será hasta el siglo XVIII cuando el debate adquiera su verdadera razón de ser, con anterioridad encontramos descripciones anímicas centradas más en el propio artista de «temperamento melancólico» [6] que en el receptor de la obra. E. Burke será el primer autor que dota de terminología precisa esta categoría estética, y define lo sublime como:

Aquello que produce la emoción más fuerte que la mente es capaz de sentir. Algo además vinculado al dolor, al horror, a un estado que absorbe completamente al sujeto y que previene o rechaza todo razonamiento. Anima así mi vida, de otra forma acomodaticia, sacude mi pereza e incluso me saca de mí [7].

La experiencia se aleja de la alegre contemplación de la belleza académica y desde un punto de vista médico somete al receptor a la turbación e inquietud que de una forma controlada aportan algo nuevo y crean un modelo de espectador activo. La literatura estética del XVIII y XIX profundizará en la caracterización de lo sublime trasladando sus intereses de la naturaleza al individuo y finalmente al Arte. Serán esenciales las aportaciones de Schiller y Kant.

En el seno del Romanticismo alemán la definición de lo sublime se centrará el temperamento agreste natural y humano que acoge al individuo en la búsqueda de la belleza como meta de un conocimiento personal profundo. La formación estética irá consolidándose y será indispensable en el perfil del filósofo y escritor erudito; esta reivindicación aparece de forma continuada en la obra de Schiller «Sobre lo sublime»:

El arte verdadero no ha puesto la mira en un simple juego pasajero; lo que busca no es sumir al hombre en el sueño de un instante de libertad; su seriedad consiste en hacerle libre efectivamente y de hecho, despertando, ejercitando y formando una fuerza en él que lo transforme en una obra libre de nuestro espíritu [8].

Kant desarrolla esta temática de forma temprana en su obra «Observaciones sobre el sentimiento de lo bello y lo sublime» de 1764, pero es en su «Crítica del Juicio», de 1790, donde analiza de forma más pormenorizada esta nueva categoría estética; así para Kant:

La disposición del espíritu para el sentimiento de lo sublime exige una receptividad del mismo para ideas, pues justamente en la inadecuación de la naturaleza con estas últimas, por tanto, sólo bajo la suposición de las mismas y de una tensión de la imaginación para tratar la naturaleza como un esquema de ellas, se da lo atemorizante para la sensibilidad, lo cual, al mismo tiempo es atractivo, porque es una violencia que la razón ejerce sobre aquella sólo para extenderla adecuadamente a su propia esfera (la práctica), y dejarle ver más allá de lo infinito, que para aquella es un abismo. En realidad sin desarrollo de ideas morales, lo que nosotros, preparados por la cultura, llamamos sublime, aparecerá al hombre rudo sólo como atemorizante (…) Porque el juicio sobre lo sublime de la naturaleza requiere cultura (más que el juicio sobre lo bello) no por eso es producido originariamente por la cultura e introducido algo así como convencionalmente en la sociedad, sino que tiene sus bases en la naturaleza humana y en aquello justamente que, además del entendimiento sano, se puede al mismo tiempo exigir y reclamar de cada cual, a saber, la disposición para el sentimiento de ideas (prácticas), es decir, la moral [9].

Desmitificando el síndrome de Stendhal

Los viajeros y viajeras que se adentraban en el Grand Tour proponían un modelo de conocimiento basado en la experiencia, en el contacto directo con los vestigios de civilizaciones pasadas en cuya presencia sentirían la aprobación de su consideración monumental. Una visión estereotipada del arte que tendría como máximo exponente las ruinas clásicas y los parajes históricos pero también los agrestes.

Tal vez Stendhal nunca pensó que con la descripción de lo que le estaba ocurriendo en Florencia creaba y alimentaba un «monstruo»; puso nombre a una experiencia muy similar a lo sublime que, a partir de ese momento, tendría mayor calado y difusión entre los círculos eruditos. La turbación frente al arte no ha dejado de estar presente entre nosotros, de hecho su aparición justifica una mayor sensibilidad en quien la sufre frente a la insensibilidad de las masas que arrastran sus cuerpos por las salas infinitas de los grandes museos icónicos.

Taquicardia, mareos, desvanecimientos, falta de aire, fenómenos disociativos como sensación de levitar y, en casos extremos, impulsos destructivos, alucinaciones y amnesia. Todos estos son los síntomas que se asocian al denominado «síndrome de Stendhal», según el estudio clínico desarrollado por la doctora Magherini [10] en el que se especifica que el síndrome es más frecuente en mujeres que viajan solas, que desconocen el idioma, que no son especialistas en arte pero conocen el valor de las obras ante las que se encuentran y que, por supuesto, no puede afectar a italianos ni florentinos.

Cuando Henri Beyle, Stendhal, describió en su diario de viaje «Roma, Nápoles y Florencia» (1817), las sensaciones que experimentó tras salir de Santa Croce en la tercera de las ciudades, ¿estaba realmente describiendo la sintomatología propia de una enfermedad? ¿No es posible que tales síntomas sean fruto del agotamiento y no producidos por la contemplación de una ingente cantidad de obras de arte de gran belleza? Si atendemos de nuevo a la definición de Magherini, ésta nos da la clave, pues introduce otros factores externos como el referido desconocimiento del idioma o el hecho de viajar solos, que pueden abrumar al espectador más que las propias obras. En consecuencia, tal vez deberíamos poner en duda la existencia del propio síndrome; pero si aceptamos que es real, hemos de plantearnos otras cuestiones, como por qué únicamente debe asociarse a Italia, puesto que el síndrome de Stendhal, que también se conoce como síndrome de Florencia, es muy similar al llamado síndrome de París [11] detectado en turistas que recorren la capital francesa a los que les sobrevienen hipotéticamente los mismos trastornos tras contemplar en tres dimensiones las imágenes que tanto habían observado en postales y libros; en este caso, más frecuente en japoneses y descrito en el siglo XXI.

Verdaderamente, estos síndromes, más que a una sintomatología clínica, deberían hacer referencia a la sensación de sorpresa y de gozo estético que puede producirse en una persona ante la contemplación de ciertas obras de arte o paisajes, un sentimiento que al contrario del que se describe tradicionalmente, no es similar a una enfermedad, sino que provoca satisfacción en el espectador, una emoción positiva que genera felicidad y que nos hace recordar con alegría nuestros viajes, querer volver y recomendarlo a los amigos. Si el arte produjese efectos nocivos a la salud, ¿quién querría consumirlo? El doctor Valtueña ya desmintió en un estudio médico la existencia de dicho síndrome [12], pero hemos de decir que el hecho de que médicamente no conste, no niega su existencia, a menos a niveles artísticos, culturales e incluso publicitarios.

El halo de romanticismo que conlleva el llamado «síndrome de Stendhal» lo convierte en un elemento de atracción hacia un determinado espacio expositivo, monumento o ciudad. El hecho de que en cierto lugar una persona haya sufrido el famoso síndrome, promueve que muchos curiosos decidan acercarse a experimentarlo por ellos mismos, evidentemente sin éxito en la práctica totalidad de los casos. Que el síndrome sea utilizado como reclamo turístico no es nada descabellado. Podemos para ello atenernos a la prensa que relata uno de los últimos casos que se han detectado. El hecho tuvo lugar el 14 de febrero de 2014, en la localidad de Possagno, delante de una escultura de Canova. Patrizia, una padovana que se encontraba en el Museo Canova realizando una visita especial organizada por el día de San Valentín, acompañada de su pareja y otros tantos visitantes, perdió el conocimiento durante un breve periodo de tiempo, pudiendo continuar después la visita sin más problemas. En el diario que recogía la noticia [13] ya se plantea la posibilidad de que fuese un engaño del museo, que fue quien lanzó el comunicado de prensa. Basta con que una persona tenga mucho calor para que pueda perder el conocimiento; basta con que el museo necesite aumentar el número de visitas para que interprete el suceso de una forma un tanto romántica y lo difunda.

La capacidad de asombro en la sociedad de la comunicación

¿Hemos perdido la capacidad de asombro? Actualmente cuando realizamos un viaje, llevamos en las retinas multitud de imágenes del lugar de destino, sabemos exactamente qué nos vamos a encontrar, lo hemos visto cientos de veces en libros, pósteres, en internet, visitas virtuales, televisión y un sin fin de medios. Esta sobreinformación nos anula la capacidad de sorpresa e incluso activa el factor de la desilusión: «yo ese cuadro lo esperaba más grande», «en persona no es para tanto», «al verlo en directo me ha decepcionado».

Al factor del exceso de información, hay que sumar la velocidad; estamos acostumbrados a que todo cada vez tiene que ser más rápido, marchamos por las calles sin levantar la vista del suelo, tomamos un café de pie delante de una máquina, pedimos que nos sirvan la comida en menos de cinco minutos, los coches son más veloces, en las películas cada vez se incluyen más fotogramas por segundo, en la televisión pedimos programas dinámicos, a ser posible cortos y, por lo tanto, cuando viajamos hacemos lo mismo. Corremos por los museos y por las ciudades, hay que verlo todo en el fin de semana que dure el viaje, ¿para qué dejarse algo? ¿Para volver? ¿Y si me dejo sin ver lo mejor? Pero la experiencia y el sentimiento requieren de tiempo, los recuerdos sólo se fijan si los dejamos reposar, el disfrute que hoy buscamos a través de la acumulación de imágenes y vivencias (cuanto más veloces seamos más acumularemos), sólo se encuentra plenamente mediante la experimentación sosegada que permita el desarrollo de las emociones.

Por lo tanto, si nuestra capacidad de asombro mengua y el tiempo que dedicamos al disfrute emocional también, ¿es posible que actualmente el síndrome de Stendhal se produzca en un turista al contemplar una obra de arte? Los propios artistas muestran su preocupación hacia este tipo de turismo de masas. Un ejemplo de ello es la obra Prado GP de Eugenio Ampudia [14], un video de noventa segundos en el que mezcla un recorrido virtual por el Museo del Prado con un imagen de carreras de motos GP, simbolizando con ello la nueva actitud del turista en el museo, que recorre las salas velozmente, eso sí, sin dejarse ninguna por ver, con el objetivo de acumular iconos en vez de experimentar emociones. El propio artista dice al respecto:

La velocidad a la que vamos y con los objetivos que nos marcamos como espectadores, muchas veces es evidente que los museos se pueden considerar como un circuito y la velocidad a la que se ven las piezas en muchas ocasiones puede llevar al espectador a estrellarse [15].

No obstante, no quiere esto decir que a mayor número de minutos delante de una obra mayor vaya a ser necesariamente el disfrute, pues existe otro tipo de turismo, más especializado en materia cultural, que en numerosas ocasiones se decanta por la actitud opuesta, es decir, debe permanecer delante de una obra, inmóvil y con actitud reflexiva, una eternidad. Tampoco la sobreexposición sería el camino para alcanzar el goce estético o intelectual.

Parece observarse que en la actualidad los turistas más proclives a «padecer» este tipo de síndromes son los japoneses o asiáticos en general, como ya se mencionó previamente. Es probable que el choque de culturas, el contemplar, ahora sí, algo que han visto multitud de veces sobre el papel o la pantalla, pero que parecía tan lejano, les cause una emoción mayor de la que los europeos podemos sentir, incluso cuando hacemos el viaje inverso y visitamos Asia. En la premiada cinta de Paolo Sorrentino, La Grande Belleza, asistimos a la muerte de un turista japonés al inicio de la película. El hombre cae fulminado al contemplar las vistas desde la terraza del Gianicolo, pero realmente no sabemos si es un síndrome de Stendhal o un golpe de calor, tras un largo paseo bajo un tórrido sol, visitando un monumento tras otro y gastando tarjetas de memoria con la cámara de fotos.

No es la única película en la que aparece el síndrome, de hecho Dario Argento, en 1996, dirigió la película de terror titulada La sindrome di Stendhal [16]. En el film, la protagonista, la inspectora Anna Manni (que interpreta Asia Argento), llega a la Galería degli Uffizi con motivo de la investigación del caso de un asesino peligroso. Allí, abrumada por tanta belleza, experimenta el síndrome de Stendhal y pierde el conocimiento y, además, la memoria al despertar. La película y el síndrome aparecen también en el libro La selva de las almas de Jean-Christophe Grangé, un thriller con una jueza como protagonista. En un momento de la novela, dentro de una exposición, le preguntan si sabe qué es el síndrome de Stendhal, a lo que ella responde «Dario Argento». Entonces, en mitad del diálogo y los pensamientos de la protagonista, se describen los síntomas y se evocan escenas del film, aunque no se sabe muy bien si la protagonista sufre el síndrome o simplemente su desvanecimiento se debe a no haber comido [17].

En España, la película de culto Arrebato (Iván Zulueta, 1979) cuenta con un personaje protagonista que ha sido descrito como «un Peter Pan en busca del síndrome de Stendhal», en este caso a través del cine, y que algo podía tener de autobiográfico del propio Zulueta [18].

La conclusión que podemos extraer es que el espectador actual necesita cambiar sus hábitos si quiere poder experimentar un síndrome de Stendhal bien entendido, es decir, satisfacción, sorpresa, una emoción plena frente a la obra de arte.

Quizá, esta búsqueda deba virar hacia otro tipo de hábito artístico que pase de la mera contemplación a la experimentación, es decir, tal vez la consecución de una emoción abrumadora, desconcertante y a caballo entre lo placentero y lo sintomático deba buscarse no en la contemplación de obras de arte clásicas, sino en la experimentación de obras de arte contemporáneas, ya sean performances o instalaciones que permitan la interacción de la obra o el artista con el público. En este sentido, trabajos como los de Wolfgang Laib, que crea a partir de elementos de la naturaleza que luego expone en galerías, genera en el espectador sensaciones diferentes como la extrañeza, ahora sí, la sorpresa e incluso el rechazo, pero al fin y al cabo consigue provocar, utilizando para ello no sólo otros sentidos aparte de la vista, sino la ruptura de esquemas cognitivos aprendidos. Este artista estuvo durante treinta años recolectando polen para Pollen from Hazelnut, recubrió toda una habitación con miel (Waxroom) o expuso unos lienzos instalados en el suelo, sobre los que se colocó cuidadosamente una fina capa de leche (Milkstone). Otro tipo de instalaciones con un componente arquitectónico que invitan al espectador a introducirse en ellas, como Mucho ruido y pocas nueces de Wilfredo Prieto o La habitación del grito [19] de Alicia Framis, proporcionan un tipo de experiencias diferentes que van más allá de lo contemplativo y que logran recuperar el factor sorpresa, lo inesperado, para bien o para mal, no permiten la desidia, aunque sea rechazo la emoción se produce.

«A veces es necesario cubrir para desvelar la realidad» [20]. En este sentido se mueve por ejemplo la obra de Christo y Jean Claud: cubrir un puente o todo un edificio para posteriormente volver a descubrirlo, de manera que se genera expectación, a pesar de que sabemos que lo que se esconde bajo la lona lo hemos visto miles de veces sin prestarle atención. También a través del arte urbano los artistas buscan la sorpresa y la estupefacción en el espectador.

En definitiva, los artistas contemporáneos buscan causar en el espectador ese cúmulo de emociones que pueden llegar a colapsar el organismo, pero ya no lo hacen a través del concepto de belleza, sino de la experimentación, la interacción y la sorpresa.

En busca de un nuevo síndrome de Stendhal: estrategias de marketing al servicio del museo

El museo, ese contenedor dorado con el que sueñan los románticos del siglo XXI, en su afán por conseguir lo sublime a través del arte, se compone interiormente de toda una maquinaria perfectamente estudiada. Su público aspira a entrar en trance, llegar al clímax estético, dulcificando el llamado síndrome de Stendhal. Lo cierto es que el viajero francés alardeó de haber alcanzado el mayor placer estético hasta entonces en la vida [21], ennegrecido su éxtasis con mareos, taquicardias y miedos [22]. Pero la idea romántica de enfermar por una sobredosis de belleza puede llevar al público a querer caer, tontamente, en un jet-lag artístico. Un fulgor irreal con el que se puede comerciar.

Al museo le conviene conservar el poder aurático del arte. En palabras de Walter Benjamin, el aura es «la aparición irrepetible de una lejanía, por cercana que pueda hallarse» [23]. Es esa lejanía, esa magnificencia, la que provocaría los síntomas del síndrome. Pero lo cierto es que, sumidos en «la época de su reproductibilidad técnica», esa aura parece cada vez más dañada. Atendiendo a los dos valores de la obra de arte —su valor de culto y su valor de exhibición—, la cantidad de medios de reproducción provocan que las posibilidades de exhibir la obra sean cada vez mayores y, en consecuencia, su valor de culto se vea cada vez más mermado [24].

Ya el Pop nos advertía de la muerte del aura ante las posibilidades de reproducción en serie de la obra de arte. Así, el Museo del Prado perdía la batalla ante la reproductibilidad a manos de Andy Warhol. En su visita a Madrid en 1983, al día siguiente de la fiesta con los March, Warhol quería conocer el epicentro artístico de España. Cuando llegó al museo, preguntó por la tienda donde vendían tarjetas y guías. Fue allí y estuvo un rato mirando dichas tarjetas con reproducciones de los cuadros. Compró algunas, entre las que había bodegones de Zurbarán. Tras este momento de compra, le insistieron para entrar a ver el museo, a lo que él respondió: «no, no, ya lo he visto. Es maravilloso, es un museo magnífico, me ha encantado» [25]. Warhol ejemplificaba a través de este acto sumamente pop el nacimiento de una contienda a la que los museos, a día de hoy, se siguen enfrentando.

¿Cómo abordan los museos ese emergente desapego del público que pretendía alcanzar el romántico éxtasis? El museo empieza a considerar la obra de arte como objeto social, en tanto en cuanto atrae al visitante, hace que se fotografíen delante de él, hablan de él, etc. La obra de arte se convierte pues en un objeto social cuando se produce un diálogo en torno a ella, constituye un recurso para profundizar en los contenidos y se acerca a la sensibilidad y la cotidianeidad de cada individuo [26]. Quiere esto decir que, aunque haya perdido el referido poder aurático, la obra de arte sigue conteniendo otros valores que han de ser explotados para su retribución económica.

El espectador ya no necesita ir al museo porque las obras de arte tengan un valor de culto inalcanzable. Lo cierto es que la gran baza del arte reside en su capacidad de provocar un síndrome de Stendhal mucho más intelectual, profundo, reflexivo, y también estético, que por supuesto se aleja de cualquier atisbo de enfermedad transitoria. El museo da la oportunidad a los visitantes de establecer un diálogo en torno a una obra, no necesariamente entre varias personas; el «trance» también se alcanza a través del diálogo interno, con uno mismo.

En todo ello juega un papel muy importante la descontextualización de la obra reproducida frente a la contextualización de la obra expuesta. No tiene por qué ser una exposición museográfica; la propia exposición en un lugar inesperado puede provocar ese síndrome que invita a la reflexión y al diálogo interno y externo. El hecho de que la obra se encuentre ahí es lo que induce ese éxtasis. También el cómo hemos llegado hasta ella, qué caminos hemos tomado hasta su encuentro, plantea un flash fundamental que invita a la conversación con la obra.

Lo cierto es que este diálogo no es algo descarado que se presente en bandeja al público incipiente. Para hacer atractivo el museo se juega con ese papel social del que hablamos, que tienen las obras de arte, y que claramente se encuentra asociado a conceptos como publicidad y marketing. La publicidad pretende divulgar un producto. Se trata de un recurso del marketing, que busca el aumento del comercio, especialmente de la demanda. En este caso el producto para consumir es el museo, y nos interesan las acciones que se llevan a cabo para provocar el acrecentamiento de la demanda del mismo.

Con el cambio de siglo el museo está dejando de ser un servicio para convertirse en un recurso económico. En ese afán por autofinanciarse, rara vez conseguido, el museo y sus instituciones vecinas no están pensadas para ser usadas, sino para ser consumidas, generando riqueza y bienestar en el lugar en el que se encuentra. La idea romántica seguirá presente, pues para hacer atractivo este espacio el aura aparecerá como un cliché publicitario tremendamente asumido. Pero lo cierto es que el individuo buscará las repercusiones sociales que conlleva la visita del museo. Dicho de otro modo, el museo y las obras que alberga se vende como un lugar de culto, pero lo cierto es que al individuo ya no le interesa como punto aurático; le interesa el «yo estuve ahí», para su regocijo personal y para compartirlo con el resto de individuos.

Cada museo tiene una identidad marcada por una serie de obras icónicas. Serán esas obras las que tengan el poder social que implica el éxtasis de encontrarse ante ellas. Volviendo a la reproductividad del momento que vivimos, si no damos fe de ese encuentro es como si no hubiera pasado. Bastará con contarlo o necesitará de pruebas gráficas en función del grupo social y la capacidad de convicción del emisor. ¿Cuáles son los síntomas de ese síndrome? Principalmente las ganas de decirle al mundo o a ti mismo: «yo estuve ahí». También es importante este poder social unipersonal. Muchas veces no necesitamos que el resto del mundo entienda la sensación que vivimos por ver determinada obra de arte. La reflexión y el diálogo interno que tiene como resultado la observación de esa obra es lo que nos produce el clímax.

Precisamente no hay aura porque la lejanía no está en la obra, basta con meternos en un buscador de internet y conocerla en profundidad. Lo que nos interesa es emitir un veredicto de ese encuentro y, para la gran mayoría, compartirlo. Esto lo saben muy bien los museos; por ello, y teniendo en cuenta que su principal objetivo es económico, la renovación constante de exposiciones supondrá una renovación constante del producto ofrecido [27]. Estas darán la oportunidad de emitir juicios firmes al público visitante, de ver las obras en un contexto diferente y, en consecuencia, reavivar el diálogo individual y grupal. La posibilidad de hacerse eco de una nueva imagen de una misma obra implica el aumento de la demanda, reflejado en un engrandecimiento de los ingresos.

Abundantes son los casos en los que una exposición arrastra una ingente cantidad de público, en la que el boca a boca ocupa un papel fundamental, convirtiéndose esto en la más importante publicidad. Suele ocurrir en tales casos el efecto premier: cuando se estrena una película y la mayoría va a verla, existe una insatisfacción en aquellos que todavía no lo han hecho, y se sienten desplazados por no poder formar parte de las conversaciones creadas en torno a la misma. Lo mismo ocurre con las exposiciones, pero teniendo en cuenta que su público es más reducido y específico, en muchas ocasiones vinculado al mundo del arte. Es en ese momento cuando el individuo se siente desplazado y, como ser social que es, necesita intervenir en las reflexiones a las que unos y otros llegan.

Buena cuenta de ello nos da el éxito arrollador de la exposición «Dalí. Todas las sugestiones poéticas y todas las posibilidades plásticas» [28]. El museo celebró tal acogida basándose, obviamente, en el número de visitantes, así como en la actitud del público, que «han pasado mucho tiempo frente a las obras de Dalí» [29]. Valorar el éxito de una exposición atendiendo a los comentarios e impresiones que se han generado a raíz de determinadas obras nos da buena cuenta de la importancia que se da actualmente a ese debate. La gente ya no sufre el síndrome de Stendhal, las obras de Dalí las tienen más que vistas. En cambio existe todo un nuevo contexto, una nueva manera de tratar y estudiar a Dalí, y eso genera expectación. Se produce una llamada publicitaria bárbara a la que el público responde positivamente. Quiere cumplir su deseo de «estar ahí», y quiere alcanza el éxito no a través de síntomas románticos, sino a través de la reflexión, del poder del intelecto.

Conclusiones

El síndrome de Stendhal dio respuesta a las inquietudes románticas en su encuentro con la cultura. Los viajeros del Grand Tour buscaban experiencias y, en su contacto con la Antigüedad Clásica, lograban su objetivo. Este síndrome debería relacionarse con otras teorías contemporáneas que tuvieron un mayor calado, como las nuevas categorías estéticas que dotaban a la obra de arte de una superior complejidad emotiva. La definición de lo sublime conecta directamente con la sintomatología del síndrome. En un momento en el que el conocimiento se estaba estructurando desde un punto de vista enciclopédico, las emociones debían formar parte de esta ordenación racional. Estas definiciones primitivas serán reforzadas por el impulso de la psicología y la estética de la recepción durante los siglos XIX y XX, que dotaban de una mayor importancia al destinatario de la obra de arte que al propio objeto artístico.

En la actualidad hemos heredado estos conceptos con sus ventajas e inconvenientes, no podemos olvidar que generalizan sobre una experiencia autónoma. Es muy complicado acuñar otra terminología que tenga esta aceptación de más de dos siglos, por lo que seguimos bajo la inercia de un corpus teórico que debemos replantear y cuestionar en este momento. La consideración de la obra de arte ha cambiado, la visión del artista se ha alterado notablemente y el espectador cuenta con una libertad que nunca tuvo. Tal vez sea el momento de reivindicar nuevos síndromes que recojan la complejidad de la fruición artística.

No obstante, el síndrome de Stendhal se ha instalado en la cultura sirviendo de nombre para obras y eventos así como para inspiración de artistas. Además de la película citada previamente y de la banda sonora de Ennio Morricone para la misma, el síndrome de Stendhal da título a una canción del grupo Febrero [30], una revista cultural [31], un grupo de música (Stendhal Syndrom) [32], una performance de la compañía Vaurama Teatro [33], e incluso a un festival de música [34] celebrado en Irlanda. Es más, la marca de automóviles Audi, lo empleó en un anuncio publicitario en 2006 para explicar que el coche era adquirido tras una sobredosis de belleza [35]. La banalización de la cultura la aleja de sus orígenes eruditos y la acerca a la cultura de masas. Tal vez sea el coste que ha pagado el síndrome de Stendhal.

Notas

[*] Departamento de Patrimonio Histórico, Área de Historia del Arte de la Universidad de Jaén.Contacto con los autores: vquirosa@ujaen.es, lluque@ujaen.es, ismaelamaromartos@hotmail.es

[1] STENDHAL: Roma, Nápoles y Florencia. Valencia: Pre-Textos. 1998 (1817).

[2] ALEMÁN, J.: Lacan en la razón postmoderna. Málaga: Miguel Gómez Ediciones. 2000. p. 105.

[3] GOTTLIEB BAUMGARTEN, A.: Aesthetica. Nueva York: Olms Hildesheim. 1970, 1986 (reimpr. ed. 1750).

[4] DRAE

[5] TATARKIEWICZ, W.: Historia de la Estética. I. La Estética Antigua. Madrid: AKAL. 2004. p. 263. VALVERDE, J. M. Breve historia y antología de la estética. Barcelona: Ariel. 2008. pp. 56-58.

[6] WITTKOWERT, R.; WITTKOWERT, M.: Nacidos bajo el signo de Saturno. Genio y temperamento de los artistas desde la Antigüedad hasta la Revolución Francesa. Madrid: Cátedra. 2004.

[7] BOZAL, V.: Historia de las ideas estéticas y de las teorías artísticas contemporáneas. Madrid: Visor. 2004. pp.53-57. VALVERDE, J.M.: op. cit., pp. 137-139.

[8] BOZAL, V.: op. cit., pp. 239-244. VALVERDE, J.M.: op. cit., pp., 166-169.

[9] BOZAL, V.: op. cit., pp. 186-198. VALVERDE, J.M.: op. cit., pp. 147-149.

[10] GRAZIELLA, M.: El síndrome de Stendhal. Madrid: Espasa Calpe, 1990.

[11] «5 Medical Conditions You’ve Never Heard Of (And Would Probably Pay Not To Have)» en Medical Daily.

[12] VALTUEÑA BORQUE, Ó.: «¿Existe realmente el síndrome de Stendhal?», en Anales de la Real Academia Nacional de Medicina, XII Sesión científica. Madrid: Real Academia Nacional de Medicina. 2009. pp. 455-468.

[13] «Sindrome Stendhal: sviene davanti a statua canova», en Mattino Padova.

[14] «Prado GP» de Eugenio Ampudia.

[15] Eugenio Ampudia en ARCO 2008.

[16] En España se tradujo como «El arte de matar».

[17] GRANGÉ, J.-Ch.: La selva de las almas. Barcelona: Grijalbo. 2013.

[18] MONTAÑÉS, J. B.; IZEDDIN, D.: «Arrebato: Peter Pan en busca del síndrome de Stendhal», en 35 mm de cine español. El Mundo.

[19] Expuesta en el MUSAC, se trataba de una caja de madera en la que el espectador se introducía y gritaba. Una impresora 3D imprimía este grito conformando una taza de té, que aquél podía recoger en 20 minutos, siendo todas ellas diferentes, como los gritos.

[20] Chisto and Jeanne-Claude

[21] VALTUEÑA BORQUE, Ó.: op. cit., p. 457.

[22] Ib., p. 458.

[23] BENJAMIN, W.: La obra de arte en la época de su reproductibilidad técnica

[24] Ib.

[25] «El extraterrestre que nos visitó» en El Mundo.

[26] MIRANDA DE LAS HERAS, G.: «La obra de arte como objeto social. Hacia un nuevo modelo de museo: experiencia, participación y análisis de audiencias» en Blog Museo Carmen Thyssen Málaga.

[27] PERIÁÑEZ CAÑADILLAS, I.; QUINTANA DAZA, M.: «Caso práctico: La planificación estratégica del Museo Guggenheim Bilbao desde una perspectiva de marketing” en Cuadernos de Gestión, Vol. 9, nº 1, 2009, p. 113.

[28] Más de 730.000 personas visitaron la exposición en el Museo Reina Sofía.

[29] Palabras de Montse Aguer, directora de la Fundación Gala-Dalí.

[30] «El síndrome de Stendhal» (videoclip oficial) de Febrero.

[31] Revista El Síndrome de Stendhal.

[32] Stendhal Syndrome en Facebook.

[33] VICENTE, N.: «El TAC sobrevive a una mañana de chubascos», en Cadena Ser [22 de mayo de 2014]. s. p.

[34] Stendhal Festival of Art.

[35] Stendhal Syndrome, the reason for Stendart City Guides Brand.

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