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EGM.
septiembre 2011 /
Publicación semestral. ISSN: 1988-3927. Número 9, septiembre de 2011.

José Ricardo Morales: el exilio interminable

 

Pablo Valdivia [*]

 

Resumen. En este artículo se estudia la recepción de la figura y de la obra de José Ricardo Morales tomando como punto de partida las deficiencias que han presentado los modelos historiográficos literarios que, desde finales del siglo XIX, han asimilado literatura con identidad nacional. En primer lugar explicamos cuáles son los problemas que presenta la historiografía literaria tradicional y cómo esa mirada ha configurado un sistema excluyente que ha tenido como consecuencia la falta de atención a autores como José Ricardo Morales, cuyo legado representa uno de los más importantes proyectos literarios y ensayísticos de los siglos XX y XXI. José Ricardo Morales es considerado como uno de los precursores del llamado ‘teatro del absurdo’, aunque él lo definió con el término más apropiado del ‘teatro de la incertidumbre’. En las siguientes líneas no sólo recuperamos la figura y la obra de José Ricardo Morales y analizamos las claves que han dificultado la plena incorporación de su proyecto intelectual al ámbito español, sino que también proponemos toda una serie de líneas de trabajo con las que dar mayor difusión a sus propuestas dramáticas.

Palabras clave: teatro español, destierro, literatura transnacional.

Abstract. In this article it is studied the reception of José Ricardo Morales’ legacy taking as point of departure the problematic aspects presented by the traditional historiography models that, from the end of the 19th Century, have identified literature with national identity. Firstly, it is explained which are the deficiencies that the traditional literary historiography presents and how that outlook has configured an exclusive system that subsequently produced a lack of attention to an author like José Ricardo Morales. His legacy represents one of the most important intellectual projects of 19th and 20th Century. Morales is considered as one of the precursors of the so-called ‘theatre of absurd’ although he prefers to use the more appropriate term of ‘theatre of the uncertainty’. In the following lines his legacy is recovered. We analyse the key aspects that have made difficult the integration of his project in the Spanish realm, at the same time we propose different lines of work that could be developed in the future in order to achieve a wider reception of his works.

Keywords: Hispanic Theater, Exile, Transnational Literature.

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A finales del siglo XIX la filología se entendió en España, junto a otro conjunto de disciplinas, como un instrumento esencial para la recuperación de los elementos más característicos del espíritu nacional o regional. En esa concepción inicial la filología tenía un fin práctico muy marcado: la localización y el análisis de aquellas señas particulares de una nacionalidad, que espiritualmente se encarnaban en los objetos artísticos, para contribuir, de esta manera, a la cohesión en torno a una identidad pura e inmutable (Cardwell, 1998). El resultado de esta aproximación fue el de la asimilación de la filología con el estudio del folklore y la búsqueda del Volksgeist.

Por tanto se asumió plenamente que a cada filología nacional le correspondía como objeto de estudio una lengua y un corpus de textos que representaban, mejor que cualquier otra manifestación artística, las ideas y los valores que se suponía distinguen a una comunidad nacional frente a otra.

Sin embargo, este planteamiento presentaba un doble problema fundamental al que había que buscar algún tipo de salida.

Por un lado, el objeto literario se escapaba, por definición, a cualquier frontera administrativa tanto en su concepción como en su recepción y, por otro, la necesidad de acotar un conjunto de valores nacionales en un texto conllevaba irremediablemente la obligación de construir un canon muy cerrado a cualquier tipo de posible puesta en tela de juicio (Guillén, 2005).

Como consecuencia la filología se revistió de un horizonte pseudocientífico, muy de la época, que sirvió para equiparar la idea de literatura nacional con la de identidad nacional. En otras palabras, ante la imposibilidad de encontrar otra solución teórica que se pudiera combinar con las aspiraciones nacionalistas o regionalistas, la filología se concretó en un discurso teológico.

La teología es una modalidad de discurso que construye su objeto al mismo tiempo que lo utiliza como autoridad para establecer los dogmas que prescribe. Una operación similar se llevó a cabo en el ámbito filológico. En el proceso de asimilación entre literatura nacional e identidad nacional la filología creó un objeto, el canon nacional, que se construyó desde la premisa básica de que un texto debía obtener mayor atención crítica en la medida en que reafirmara lo nacional. De esta manera el estudio de la literatura no se interesó tanto por facilitar la comprensión de los textos en su especificidad sino en la localización de elementos que sirvieran para la consolidación de la legitimidad de un determinado modelo de pensamiento político, económico y administrativo.

Sin embargo, la Historia nos ha demostrado que esta forma nacionalista de entender el objeto y el estudio de la literatura genera en realidad una contradicción terrible. El principio más básico del ejercicio de la lectura, el que hace posible que exista el hecho literario, es de naturaleza abierta, transfronteriza y transnacional (Albaladejo, 2011: 4). Desde el momento en que un autor lee la obra de otro se establece una relación individual e intransferible que desborda cualquier pretensión de reducción a una única realidad, bien sea nacional o regional. Ni la obra de Cervantes se puede entender sin Erasmo, ni la poesía de Quevedo sin la escritura epigramática latina, ni el proyecto de Juan Ramón Jiménez sin la poesía inglesa, ni el teatro de Lorca sin la lectura de las tragedias griegas, ni la novela de Muñoz Molina sin la prosa de Marcel Proust. En resumen, cualquier intento de apropiación nacional de un objeto literario siempre genera una aporía.

El resultado, de lo que sintéticamente hemos expuesto hasta ahora, ha sido la configuración de una historiografía literaria del y desde el siglo XX muy problemática y que se encuentra fuertemente lastrada por una concepción del objeto literario muy reduccionista hasta el punto de que niega el principio más básico del ejercicio libre de la lectura y lo reemplaza por un principio teológico de dogma de fe: el canon nacional.

En este sentido, uno de los autores que han sufrido las consecuencias de esta concepción nacional tan extendida en torno a lo literario ha sido el dramaturgo y ensayista José Ricardo Morales.

El legado y la obra de José Ricardo Morales constituye uno de los últimos testimonios de la vida intelectual de la Segunda República Española (Aznar Soler, 2010). Sin embargo, la recepción crítica de sus propuestas dramáticas y de sus ensayos ha presentado numerosas dificultades para una plena incorporación en el ámbito cultural hispánico (Monleón, 1969).

Morales se formó en el ambiente teatral español de la década de los años treinta junto a algunas figuras tan importantes como la de Max Aub y la labor que desempeñó en la compañía teatral El Búho de Valencia (Monleón, 1992). En aquel contexto de intercambio de ideas e indagación experimental se adentró en el mundo del teatro. Sus dos primeras obras llegaron a ser representadas en Valencia en aquellos años hasta que el estallido de la Guerra Civil española supuso su pronta incorporación al Ejército Republicano donde luchó hasta su derrota final.

Engrosó Morales aquella inmensa oleada de refugiados que marcharon a Francia buscando amparo y tan sólo encontraron el alambre de espino de los campos en los que se les recluyó. El propio José Ricardo, una vez ya en ese país, fue hecho prisionero en 1939 y enviado al campo de concentración de Saint-Cyprien (Valdivia Milla, 2010). No pudo ser liberado hasta que su madre consiguió que un hombre de negocios francés se encargara de la firma de los documentos pertinentes en los que declaraba que se hacía cargo de José Ricardo y de su hermano, también prisionero en otro de los numerosos campos de concentración franceses en los que se acogió a los republicanos que huían del avance y las represalias franquistas.

El padre de José Ricardo, un prestigioso químico y farmacéutico valenciano, consiguió desde Francia un contrato para trabajar en Chile en el desarrollo de abonos y compuestos químicos. Una oferta de trabajo como ésa fue posible, entre otras razones, porque Chile y otros países latinoamericanos estaban faltos de ese tipo de mano de obra muy cualificada. José Ricardo embarcó con toda su familia en el famoso barco Winnipeg hacia Valparaíso. Éste fue el primero del conjunto de destierros interminables que José Ricardo Morales y su obra han sufrido hasta que ciertos estudiosos como Manuel Aznar Soler, José Monleón o Claudia Ortego, entre otros, han comenzado a recuperar poco a poco de forma sistemática su teatro y sus otros escritos. En palabras del propio Aznar Soler:

José Ricardo Morales representa con absoluta propiedad el drama del dramaturgo exiliado español. Exiliado o —como él mismo prefiere— desterrado, des-terrado por la fuerza como tantos republicanos vencidos: el drama del dramaturgo desterrado, sin tierra y sin público. Porque desde que el 18 de julio de 1936 una sublevación militar fascista, encabezada por el general Franco, se alzase contra la legalidad democrática republicana y desencadenase así nuestra guerra civil, el desenlace de esa tragedia para cualquier español “leal” sólo podía ser, por utilizar palabras del propio autor, uno entre tres: el de “enterrado” (Federico García Lorca); el de “aterrado”, esa España “cautiva y desarmada” que fue condenada a un insilio hecho de miedo, silencio y hambre (los prisioneros Buero Vallejo o Miguel Hernández, muerto este último en una cárcel franquista); o el de “desterrado” (Alberti, Aub y tantos más, cuya primera experiencia fueron los campos de concentración), esa España peregrina de que hablara José Bergamín, la España del éxodo y del llanto que, según León Felipe, se llevó consigo al exilio la voz y la canción, la palabra poética del pueblo español (2010: 9-10).

No le falta razón a Aznar Soler cuando define a Morales como ‘dramaturgo desterrado, sin tierra y sin público’. En este sentido, aunque José Ricardo sufrió los mismos sucesos trágicos de tantos otros republicanos, la posición de Morales en torno a la cuestión del exilio ofrece rasgos que la distinguen con claridad de la historia canónica con la que habitualmente se ha dado cuenta de este fenómeno.

Cuando Morales sale de España es aún muy joven —recordemos que nuestro autor nació en 1915– y al llegar a Chile tiene toda una vida por hacer. En el nuevo país reinicia sus estudios universitarios, llegará a consolidar una importante carrera académica como catedrático de Teoría e Historia del Arte y de la Arquitectura en la Universidad de Chile y en la Universidad Católica de Chile y será nombrado miembro de la Academia de la Lengua de aquel país, al mismo tiempo que desarrolla su actividad como dramaturgo, ensayista y pintor (Diago, 2005).

Por tanto no estamos ante una figura que pretende ‘hacer las Américas’ sino ‘contribuir a que América se hiciera’, como él mismo ha expuesto en alguna ocasión (Morales, 2000). Morales nunca trató de crear un retrato propio que lo presentara como un ‘exiliado oficial’ o un ‘profesional del exilio’ sino que intentó, por todos los medios posibles, centrar su energía en hacer posible una transfusión de estructuras y de proyectos culturales, que se habían dado anteriormente en el contexto español previo a la Guerra Civil, a un país como Chile, en el que no existía de un panorama cultural tan rico como el que había arraigado en España a lo largo de más de treinta años antes del golpe de estado de 1936.

Para José Ricardo Morales el ‘destierro’, más que ser entendido y asumido como la desgracia de una situación coyuntural concreta, constituye una condición que forma parte fundamental de la lengua y la cultura española (Monleón, 1973). De la misma manera lo expuso también cuarenta años después Claudio Guillén en su estudio El sol de los desterrados (1995). Efectivamente José Ricardo, cuyo carácter visionario es una de las claves fundamentales de sus escritos, ya en los primeros años de la década de los cuarenta supo comprender que su destierro participaba de una situación mucho más universal, lo que le permitió poder empezar a construir un lenguaje dramático transnacional en el que las nociones de ‘desarraigo’ y de ‘desposesión’ eran dos aspectos esenciales (Morales, 2000).

Morales mantiene que la palabra ‘destierro’ conlleva un sentido de ‘desposesión’ que no se incluye en el término ‘exilio’. La articulación de la noción de ‘destierro’ es uno de los elementos motrices de sus propuestas dramáticas, ya que José Ricardo explica cómo considera que la realidad opera fundamentalmente como un texto. Para Morales el mundo es textual y nuestra habilidad para interactuar con él y con los otros radica en un proceso de configuración del lenguaje como un objeto en permanente actualización. Por esta misma razón, no nos debe extrañar que haya repetido en diversos lugares que no se pueden entender sus obras encuadradas en el ‘mundo del absurdo’ —se ha señalado que es uno de los precursores del llamado teatro del absurdo—, sino que sus propuestas dramáticas en realidad recogen el ‘absurdo del mundo’ y la ‘desposesión’ a la que los seres humanos se ven constantemente sometidos. Esta idea, presente ya desde sus primeras obras, es uno de los ejes de toda su producción (Morales, 1992).

El principio que el autor aplica al enunciar su teoría del destierro tiene raíces en el pensamiento de Ortega y Gasset. El ‘destierro’ es, para Morales, la ‘desposesión’ de la propia condición humana o, en otras palabras, el resultado de la deshumanización del individuo. Por ello, su ‘destierro’ no es más que un elemento añadido en un proceso de injusticia universal que lo acerca a todos los desposeídos, independientemente del marco cronológico, del espacio administrativo o de las barreras lingüísticas (Muñoz Cáliz, 2010):

Es cosa sabida que “desterrar”, de acuerdo con el diccionario, supone “echar a uno por justicia de un territorio o lugar”. De donde cabe deducir que la justicia, en cuanto concierne al medio millón de españoles que fuimos arrojados a ninguna parte por las huestes de Franco, Hitler y Mussolini, la establecieron quienes lograron imponer su fuerza sobre un régimen libre, la República, en un acto que sólo tiene el precedente cuantitativo de los millares de judíos y moriscos expulsados, contra justicia, promesas y ley, tanto por los Reyes Católicos cuanto por los Austrias. No obstante, según se deduce de ésta y otras publicaciones análogas, muchos hicieron suyo nuestro destino, que afectó, quiérese o no, a España entera. Porque difícilmente puede resarcirse un país de pérdida tan severa como la experimentada entonces por el nuestro en su capital mayor: me refiero a sus cabezas, impedidas de actuar y producir allí donde hubieran deseado, en su tierra. De tal modo ese pretendido acto de justicia ocasionó la más considerable malversación de talentos sufrida últimamente por España, puesto que fueron obligados a trabajar fuera de sí y de lo suyo, corroborándose con ello que la palabra “desterrar”, debido a su considerable extensión y a la frecuencia de su uso, no en vano es una de las más genuinas que haya forjado el castellano (Morales, 2010: 37).

Paradójicamente el carácter universal del pensamiento y de la obra de José Ricardo Morales ha hecho que las literaturas nacionales y sus correspondientes recepciones críticas no supieran cómo encajar al autor y sus textos dentro de los márgenes del edificio de la historiografía literaria nacional (Novella, 1999). En otras palabras, Morales nunca ha dejado de ser percibido como un escritor español en Chile, entre otras razones porque el lenguaje de sus textos dramáticos no concede guiño alguno a localismos idiomáticos, sino que están escritos en una variedad transnacional del español; por otro lado, en España tampoco ha sido incorporado plenamente a la cultura del país por su doble condición de desterrado y la atribuida de escritor latino-americano por el mero hecho de haber residido en el continente americano durante tantas décadas.

Así pues no resulta extraño que se le haya prestado escasa atención a la producción literaria y ensayística de Morales. Su proyecto transnacional representa una posición incómoda para cualquier estrategia discursiva de poder que se base en la articulación de un conjunto estrecho de valores y de puntos de referencia (Mengual, 1992). Y este enfrentamiento se produce, en otras cuestiones, porque los escritos de Morales desmantelan, tanto por el espacio intelectual desde el que están escritos como por las contradicciones que se desarrollan en sus propuestas dramáticas, cualquier tentación de considerar la identidad como un hecho innegable e inmanente y no como un continuo proceso de construcción ideológica sujeto siempre a intereses particulares e históricos (Ahumada, 2002).

No es de extrañar que, por consiguiente, la palabra tenga tanta importancia para Morales, ya que él considera que cada término transporta un equipaje de significados y de poder que es preciso historiar, o como mínimo conocer, para evitar así cualquier tipo de manipulación o de falsificación. La palabra lleva consigo todo un bagaje del que le es imposible desprenderse (Castedo Ellerman, 1992). Tan sólo conociendo y entendiendo el viaje de las palabras a lo largo de la historia podemos comprender los procesos por los que se articula nuestro pensamiento.

Para Morales, el dramaturgo ha de asumir la función de un ‘tábano socrático’ que debiera despertar las conciencias de los espectadores. El procedimiento del que se vale para cumplir con esa función es el de desarticular sistemáticamente, por medio de la ironía, cualquier posibilidad de que el lenguaje pueda adquirir una naturaleza absoluta. Por ello juega de continuo con los dobles sentidos o las paradojas hasta cuestionar, a través de intervenciones metatextuales, el propio espacio desde el que se enuncia la propuesta teatral (Ortego Sanmartín, 2002).

En este sentido, José Ricardo Morales desarrolla lo que él denominó como ‘teatro de la incertidumbre’ o que nosotros podríamos llamar aquí también como ‘teatro del desasosiego’ (Morales, 2000). Si prestamos atención al conjunto de sus obras, los temas que encontramos son absolutamente contemporáneos: la cosificación humana, el peligro nuclear, la tensión entre ética y desarrollo tecnológico, la tecnología como teología desplazada, la incomunicación, la corrupción, la organización de los aparatos represivos del Estado, el terrorismo, el desarrollo de la sociedad de consumo; pero al mismo tiempo universales, porque no se arraigan en ningún localismo temporal o geográfico.

José Ricardo comprendió muy pronto que el pensamiento se articula en un doble proceso diacrónico y sincrónico, que además lleva aparejado siempre la existencia de un doble que lo niega y reafirma al mismo tiempo. Los equívocos, las contradicciones, los juegos de palabras, que son una constante en las obras de nuestro autor, son estrategias discursivas para provocar en el espectador un principio de incertidumbre, de no saber, de si esto lo dice en serio o en broma o medio-serio o medio-en broma, que se traduce automáticamente en un efecto de extrañamiento que requiere por necesidad la reflexión y el ejercicio crítico.

De la misma manera, Miguel de Unamuno y Antonio Machado explicaron, a comienzos del siglo XX, que no existe distinción entre literatura y filosofía. Para Machado la articulación del pensamiento intelectual se basaba en un principio poético. Para él, desde el momento en el que a través de una mera convención asignamos un significado a un significante, ya estamos ejecutando una operación poética. Antonio Machado entendía que el pensamiento se organiza a través de un conjunto de estrategias discursivas y que, por tanto, la poesía ofrecía la posibilidad de adentrarse en la naturaleza de lo que Kant llamaba los conflictos de las ideas trascendentales. Por su parte, Unamuno también partía de un principio activo similar. Sus novelas, su poesía, constituyen el despliegue narrativo de un conjunto de aporías y paradojas que tienen una inmediata relación con el presente social de su momento y al mismo tiempo nos convocan a reflexionar sobre problemas universales de la condición humana:

El teatro puede considerarse como el arte que revela a la persona en el acto de asumir o resolver las situaciones conflictivas que le afectan. Estimado de tal modo, dicho arte corresponde por entero a la condición del hombre, ya que “el sí mismo” de éste requiere que cada cual, para poder conocerse, haya de situarse ante sí, desdoblándose, hecho un esquizoide cuerdo. Hasta el punto que el modelo de semejante aptitud humana lo atribuyó el pensamiento aristotélico a la divinidad, entendida como un ser cuya labor primordial consiste en reflexionar eternamente sobre él. Nada menos (Morales, 2010: 37).

Este mismo horizonte está latiendo en el conjunto de la obra dramática de José Ricardo Morales. Su teatro no parte de un asunto o de una situación sino que lo hace desde un conflicto filosófico, una tensión en el ámbito nocional e ideológico. Es capaz así de superar el mero idealismo, que tanto lastró a aquellos intelectuales de comienzos de siglo XX en España, para llevarlo a un plano superior de denuncia, transgresión y subversión. En otras palabras, a mi modo de ver, lo que el dramaturgo consigue es inaugurar todo un nuevo paradigma en torno una forma nueva de entender el hecho teatral y que podemos percibir como un teatro de la inquietud o el desasosiego:

Por otra parte, con mis obras iniciales también abordé el problema del hacer propio del drama, en el entendido de que aunque éste supone acción, los actos que la componen no han de ser indiferentes ni han de resultar inocuos a quienes los efectúan, pues tienen que ocasionar consecuencias conflictivas, opuestas en muchos casos a los propósitos que los originaron. De tal modo, esta reversión posible entre nuestras intenciones, los actos que motivaron y su resultado adverso trae consigo la inseguridad del personaje y la del espectador. Por ello, la inconsecuencia posible entre nuestros propósitos y sus impredecibles resultados me hizo calificar las obras en que la expuse como “un teatro de la incertidumbre” (Morales, 2010: 38-39).

He aquí una de los grandes hallazgos, en mi opinión, del discurso literario de José Ricardo Morales: la facilidad para indagar en los territorios más complejos y oscuros de nuestras sociedades para a la vez desmantelar los mecanismos intelectuales e ideológicos que sustentan las prácticas de poder sobre las que se levanta nuestra civilización.

Para que no resulte tan abstracto nuestro análisis, ilustraremos lo expuesto hasta ahora con un ejemplo. En La corrupción al alcance de todos uno de los personajes protagonistas es una momia. Ese efecto irónico es magistral. Primero el espectador ve una momia y puede llegar a pensar en el sin sentido de que una momia hable; luego busca los paralelismos con el mundo que conoce y finalmente termina reflexionando, eso sí con una sonrisa en los labios y quizá casi de una forma inconsciente, sobre la relación entre el poder y la corrupción: ¿Puede haber alguien más corrupto que una momia? Pues sí que los hay en la obra, desde el policía que busca un soborno hasta la conservadora del museo a la que no le importa deshacerse de la pieza con tal de obtener algún tipo de beneficio en la transacción.

En relación con este principio desmitificador presente en la obra de Morales, uno de los mecanismos más logrados de José Ricardo es el de las “Españoladas” (Godoy Gallardo, 2001). La distancia intelectual que le ha otorgado el ser de ninguna parte le ha permitido también entender mejor que nadie cómo se articula la representación de lo español. Y no es ésta una cuestión baladí. Ni lo es en la actualidad ni lo fue a comienzos del siglo XX. Al contrario de lo que muchos piensan, las teorías de Herder sobre la comunidad natural, el Volksgeist o los planteamientos de los Schlegel constituyen, por desgracia, las bases intelectuales sobre las que se gestiona la construcción de la representación nacional. Al igual que Herder defendía que a cada comunidad natural le correspondía un territorio que le era propio y un conjunto de tradiciones y costumbres en las que se reflejaba el carácter de tal comunidad, ese principio se ha asumido de la misma manera en la construcción nacional moderna de cada país o región. En el caso de España, según José Ricardo Morales, esa construcción determinada se ha realizado en torno a ciertos mitos como el de “Don Juan” o el de la Fiesta Nacional (Gómez, 1992).

La propuesta magistral de José Ricardo en las Españoladas (en obras como Ardor con ardor se apaga o El torero por las astas) estriba en comprender cómo el fenómeno de la construcción de un imaginario nacional se realiza desde dentro y también desde fuera. Tanto desde el que se reafirma en los estereotipos como desde la mirada prejuiciosa de aquél que se acerca creyéndose esos estereotipos que perseveran en la percepción colectiva impuesta y exportada al mismo tiempo.

En cambio, el espectador de Españoladas en seguida observa que aquello que le han dicho que es lo español no responde más que a una construcción interesada. Lo español se desmitifica, se desmantela por medio de la ironía y en el transcurso de esa operación intelectual dicho espectador se encuentra forzado a situarse ejerciendo la reflexión crítica (Ortego Sanmartín, 1992).

Si bien el teatro de José Ricardo Morales posee este claro elemento transgresor por medio de la palabra en el que desvela los principios ideológicos que sirven de justificación para cualquier tipo de totalitarismo o manipulación, también encontramos, junto al humor enraizado en los textos de Ramón Gómez de la Serna y la presencia del concepto teatral enunciado por Valle-Inclán en “Ligazón”, momentos de un amarguísimo dramatismo e intensa emoción poética. Así ocurre tanto en sus obras agrupadas bajo el nombre de Teatro en libertad como en sus anuncios dramáticos y sus fantasmagorías. Entre estas distintas modalidades teatrales destaca la obra Oficio de tinieblas, una de las muchas piezas magistrales escritas por José Ricardo, que fue representada en España el 15 de septiembre de 2008 y que podría calificarse, desde nuestra perspectiva, como una de las obras más inquietantes escritas en lengua española. En la sala completamente a oscuras, la palabra cobra su sentido más fundamental: las voces de los actores dan vida al drama de convivir con esas heridas que el paso del tiempo va marcando en la geografía sentimental de nuestros recuerdos.

En varias ocasiones José Ricardo Morales ha mencionado que el hombre siempre es un desterrado. No le falta razón, pero su obra, este conjunto de escritos que bien pueden ocupar uno de los principales lugares de la cultura hispánica del siglo XX y el XXI, hubiera sido muy distinta sin esa inteligentísima distancia crítica que percibimos en sus propuestas teatrales. José Ricardo Morales nos ha advertido sobre los peligros que entraña considerar que el avance lineal tecnológico conlleva un similar desarrollo progresista en el pensamiento. Precisamente la Historia nos ha demostrado que tal relación es un espejismo. El pensamiento nunca avanza de forma lineal y creciente sino que sufre todo tipo de vicisitudes. El principio teleológico no se cumple. De ello nos habla en Orfeo y el desodorante o en Prohibida la reproducción por mencionar algunos ejemplos que nos reafirman en la premisa de que no hay condición más firme que la del desarraigo, la del destierro:

La impresión primera que se tiene en el destierro es, forzosamente, la del extrañamiento. Se vive en un mundo que, por ser ajeno, nos obliga a “asistir” a él como espectadores, con plena lucidez, en absoluta situación de desprendimiento (Morales, 2010: 15).

Ya dijimos que una sucesión inacabable de destierros han marcado la biografía y la obra de José Ricardo Morales: desde el destierro republicano, pasando por el destierro de los escenarios a causa de la censura del régimen de Perón en Argentina o del nacionalismo en Chile, para seguir con el destierro interior de la dictadura de Pinochet, continuar con el destierro del canon tradicional literario español y finalizar con el destierro último que sufren sus obras, por meras cuestiones de desconocimiento o falta de iniciativa, de los circuitos profesionales de la industria del teatro.

Como José Ricardo Morales mantiene, no sin fina ironía, ‘los precursores siempre llegan tarde’. No le falta razón. Sin embargo sí creemos que ya es hora de que se estudie e incorpore el legado intelectual y artístico de este autor a la cultura española prestándole la atención que merece por la altura de sus propuestas (Ferrater Mora, 1967). Esperamos que las consideraciones expuestas en estas páginas contribuyan a despertar más interés por la obra de José Ricardo Morales y que su destierro del ámbito de la cultura española, que ya roza el centenario, termine con el cálido abrazo del reconocimiento y del empeño mostrado por nuevos lectores, por nuevos estudiosos que sigan descubriendo tal legado y por valientes profesionales del ámbito teatral que se atrevan a llevar sus propuestas a la escena.

Obras citadas

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[*] Universidad de Ámsterdam
Contacto con el autor: P.ValdiviaMartin@uva.nl

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