Los yoes son animálculos quebradizos pero infinitamente reproductibles. Esto no debe de extrañarnos, siendo como son imaginarios, como los dragones o las hadas. Esta labilidad hace que para nosotros (más que para Vico, para quien ya la clara evolución de las lenguas es la de la mente) a veces en determinados momentos, en determinadas zonas adquieran extraños semblantes, o en anamorfosis esférica, un aspecto –el que vemos– unheimlich:
La imaginación trabajó para encontrar en los objetos que hieren los sentidos las imágenes de lo que ocurría en el fondo del alma. Habiendo percibido los hombres siempre el movimiento y el reposo en la materia; habiendo observado la propensión o la inclinación de los cuerpos; habiendo visto que el aire se agita, se turba o se aclara, que las plantas se desarrollan, se fortifican y debilitan, dijeron el movimiento, el reposo, la inclinación y la propensión del alma; dijeron que el espíritu se agita, se turba, se aclara, se fortifica, se debilita (Condillac, 1999/1746; 218-219).
Cuando corren los tiempos de nuestro abate ad panem lucrandum, que lo son dulces, tiempos de ingenio, de espíritu, ya hay muchas cosas decididas que sólo falta democratizar. Pasó el otoño largo, cálido, afable de la Edad Media (¿entre qué?) inaugurándose la primavera del capitalismo con el olor de santidad de nuestra monja de Ávila (Higueras & Bembibre, en prensa) por sobre el de las hecatombes repetidas de brujas y herejes. Salvada de milagro, desde luego, y por sumisa a sus confesores (jesuitas, como nuestro buen abate segundón y descreído). Con ella llegó un yo experiencial y sentimental, capaz de sobreponerse al mismo Libro, un yo que habla, incluso autoritariamente (“¿quién mejor que yo?” nos preguntaba un compañero un poco pleonásmicamente al postularse para un cargo que no por académico carecía de cierto brillo –siempre en anamorfosis– y algunos gajes).
Que un yo parlanchín, sobre todo habiendo un Libro escrito y de una vez por todas y para siempre y verdadero a rabiar como por la mano del mismo Dios, entre otros asuntos, de los Ejércitos, no es cuestión baladí. Que no siéndolo sea necesario o, por más lógicamente hablar, contingente a las nuevas relaciones productivas, basta mostrarlo campante. Que la existencia no quita de la irracionalidad dejó dicho Zenón, estrangulando cualquier filosofía en la cuna. Que el yo es idiota lo aclaró poco antes Heraclito.
Claro que otra cosa es que no sea yo sino el lenguaje el que hable por o a través de mí –en el más puro sentido de la ensomatosis–, como a punto, o casi, estuvo a punto de advertir nuestro querido Étienne Bonnot quien, sin embargo y como vamos viendo, postula un previo “fondo del alma”. No otra cosa hace nuestra psicología científica que él precede y facilita, para la cual, como para Stalin, la lengua no deja de ser un modo (más o menos ajustado) de comunicación: sin el sujeto carente, deseante de la filosofía de la sospecha, sólo se puede hacer psicología cognitiva –paradójicamente, la de un sujeto ignorante que toma como Realidad y Verdad a su fluyente e influyente nuda conciencia fenomenológica–. Representando el cómico papel que Marx en El Capital atribuía a Adam Smith:
Smith por una parte expresa el alma del agente de la producción capitalista y expone las cosas pura y simplemente tal y como se le aparecen, tal y como las piensa y tal y como se halla determinado por ellas en su práctica, y tal como de hecho se producen según todas las apariencias, mientras que por otra parte revela aquí y allá la relación más profunda, y su ingenuidad constituye el gran encanto de su libro (citado en Dumont, 1999; 119).
Así, con Teresa como mojón no como creadora, como efecto de lenguaje de una nueva retórica social, tenemos un curioso dispositivo: un yo parlante y sentimental. Del mismo, empiezan a producirse diversos prototipos más o menos exitosos: los iluminados (quemados), Teresa e Ignacio (santos paralelos), los libros espirituales y Las Vidas de la literatura picaresca, la Reforma y la Contrarreforma (con su gracia o no), los pietistas y la eclosión del misticismo europeo del XVII (unos santos y otros quemados un poco según), etc. Y luego, con el Barroco, principia el aparatejo a fabricarse en masa y los yoes a acabar con el pueblo, si alguna vez existió: pero la mayoría no es el Todo.
Aparecen nuevos refinamientos: Montaigne, Descartes, que dotan al invento de los convenientes accesorios costumbristas o racionalistas, “personalizándolo”. Y en este instante, justo antes de que llegue el XIX y en sentido estricto se torne imposible (ahora veremos por qué), nuestro buen abad y luego consejero áulico, se prepara un hueco para hacer psicología: “Las palabras sinónimas de pensamiento, operación, percepción, sensación, conciencia, idea, noción son de un uso tan grande en Metafísica que es esencial distinguir particularmente su diferencia” (Condillac, 1999/1746; 98).
Más de un cuarto de milenio después es inútil tratar acerca de los distingos a los que la contemporánea psicología científica o “metafísica experimental” somete esas mismas nociones. Metafísica experimental, expresión que, por seguir la intuición del abate, nos parece justa como manera de entender la psicología al estilo de una metafísica crítica, postaristotélica y en rigor postkantiana, con su sujeto trascendente y al que empero se toma como objeto de la ciencia, vulnerando sus mandatos epistémicos y morales. Para acomodarse a ese espacio Condillac efectúa dos renuncias:
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A la matemática. Como debería saberse desde el bachillerato, Descartes es la bestia negra de Condillac, y por lo que luego viene lloviendo, pensaríamos que razón (común) no le falta: al fin y al cabo el cartesio recibe la “revelación” de su método entre las brumas del sueño y de nuevo conviene recordar la enseñanza de Heraclito sobre los dormidos. Un durmiente que desconoce el cuerpo y sus razones (la carne), reduciéndolo a nuda res extensa, a mera máquina como las que contempla al derredor: como cambian las herramientas de trabajo cambian las herramientas de pensamiento.
Ya en Grecia, donde (como quizá hubiera podido decir Condillac) comienzan las metáforas que construyen el alma (véase el exhaustivo y bello libro de Snell, 2007), quienes podían pensar echaban mano de los saberes artesanos para describir la naturaleza humana, la del hombre libre (y del animal –mero ser natural como es el hombre para la psicología una vez depurado Descartes de sus excrecencias metafísicas– para representar la naturaleza del esclavo) o la misma actividad de los dioses (por no recordar ahora el extenso surtido de dioses alfareros): “Como el artífice derrama el oro alrededor de la plata, así derramó Atenea la gracia sobre la cabeza y los hombros de Ulises” (Odisea, 6, 232 y passim).
Para el abate empero el método de su compatriota es pernicioso aplicado a la metafísica, la moral y la teología por cuanto, sobre no portar claridad a los razonamientos, les confiere un aura de falso rigor para mejor perpetuar los errores. El lenguaje matemático es útil a condición de que no olvidemos su naturaleza formal. A diferencia del cartesio (y de nuestros psicólogos científicos), no hay para Condillac un procedimiento que mágicamente proporcione un conocimiento válido como las vacas leche: “Finalmente, ese método no abrevia, según comúnmente se cree, porque no hay autores que caigan en repeticiones más frecuentes y detalles más inútiles que quienes lo utilizan” (Condillac, 1999/1746; 62).
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A la ontología. La psicología no es fisiología, no es biología. Y su adscripción al naturalismo (postulado metafísico de cientificidad) la reduce a mera etología, una vez asumida teleológicamente la idea decimonónica, que ya vemos aparecer en nuestro renuente sacerdote, de evolución (en lugar de mutación, salto, cambio, azar, multidimensionalidad no jerarquizable, nociones que parecen más propias del actual estado de la referida biología), desconociendo así el carácter vero y propio del símbolo y la historia como daimones del anthropos. Haciéndola imposible al ontologizarla, insistimos: cuestiones metafísicas como se sabe, la vía del ser, como un dios allende epifanías.
Para Condillac, pues, la psicología (que aún no nombra), sin matesis y sin realidad, sólo puede ser colecciones de heurísticos mediados por la lengua (y aquí sí caben pequeñas diferencias individuales producidas por las condiciones materiales de cada cual, que entre todas vienen a configurar como un movimiento estadístico predecible, salvedad hecha de la topología del caos y de la flema):
Sólo hace falta estudiar a un hombre durante algún tiempo para aprender su lenguaje; digo su lenguaje, porque cada uno tiene el suyo, de acuerdo con sus pasiones; únicamente exceptúo a los flemáticos, los cuales se conforman con más facilidad al de los otros, y por esto son más difíciles de comprender (Condillac, 1999/1746; 245).
Sabido esto (y razón común lo puso por escrito hace unos dos mil seiscientos años en el bellísimo templo de Ártemis en Efeso), podremos reconocer los mejores resultados de la psicología experimental y darles quizá un sentido menos abyecto (Beauvois, 2008; Joule y Beauvois, 2008). Pues las metáforas, y en esto se equivoca nuestro querido Condillac (al fin y al cabo ideólogo), ni son inocentes ni gratuitas. Como diría de nuevo la razón (ahora desde una celda fascista): cuestión de hegemonía.
Pero un ilustrado, como nuestra propia psicología científica (tan kantiana), no puede hacer nada más con el lenguaje que considerarlo un instrumento (después se añadirá adaptativo), una herramienta más del Hombre (no ya de las facultades del Alma), de un sujeto trascendental que sería su a priori. Lenguaje, entonces, como una realidad objetiva y común. Éste es el límite de tal psicología científica: la consideración del individuo humano y de su lenguaje instrumental como tendencialmente racional. A lo mucho, como un inconsciente neutro (plagado de sesgos empero), mero automatismo (con fallos estructurales), proletario de un sujeto que se beneficia de su trabajo, al que libera de rutinas para que cumpla soberanamente con sus cometidos: la referida adaptación (como aquellos órganos vasallos de la anatomía medieval que, por naturaleza, servían a los señores).
Ahora bien, ni tal individuo humano ni el lenguaje se comportan con semejante objetividad. Afortunadamente, pues en la medida en que los diversos poderes políticos, científicos y mediáticos consiguen desviar su superficie (de forma especial las nominaciones) hacia tal pretendida objetividad y función como un mero instrumento común para la construcción de una Realidad única (en verdad, meramente hegemónica como dijeron, entre otros, el efesio y muy luego el sardo) acechan dos peligros sinérgicos, si no el aspecto público y privado de un mismo fenómeno:
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Un uso totalitario, o meramente fascista, del lenguaje: lenguaje del Tercer Reich (Klemperer, 2007), pensamiento único, corrección política.
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Un hablante zombi, incapaz de interrogarse por sus propios deseos, sin contenidos biográficos, nuda masa, que exclusivamente emplea meras fórmulas, comunes y vacías, clichés, como expresión de un “interior” prefabricado e impuesto (para el amor a la represión, véanse por supuesto tutto Foucault, el citado Beauvois, el genial de la Boétie y un desconocido Vigotski –1989; 152–):
El clima únicamente influye en los órganos, y el más favorable sólo puede producir unas máquinas mejor organizadas, y es verosímil que las produce siempre en un número más o menos igual. Si fuese en todos los países el mismo, no dejaría de verse la misma variedad entre los pueblos: unos, como pasa ahora, estarían civilizados; otros vegetarían en la ignorancia. Así pues son precisas unas circunstancias [una nación con una lengua con principios fijos y un carácter firme] que, haciendo que se dediquen los hombres bien organizados a las cosas para las que tienen aptitud, desarrollen su capacidad. No siendo así, los hombres serían como unos excelentes autómatas, a los que se dejaría estropearse, por no saber conservar su mecanismo y hacerlos funcionar (Condillac, 1999/1746; 247).
Más allá del abate, simultáneamente a la Ilustración, habrán de ser quienes subrayan la irracionalidad del sujeto, y del lenguaje que lo habla –irreductible a su dimensión privada o pública–, los que conducirán a concepciones como las correspondientes a nuestro giro lingüístico. Nos referimos a Humbolt, con quien para muchos comienza la moderna lingüística, en el mismo sentido en que con Locke (a quien nuestro buen abate cree representar), Condillac (para quien, no obstante, el lenguaje es condición y sobredeterminación de cualesquiera facultades humanas y, por ende, posibilidad de cualquier materialismo no empirista o, si se prefiere y con perdón, dialéctico), etc., lo hace la psicología.
El término de “psicología” con el sentido de ciencia del yo, fue acuñado en el siglo XVIII (Wolff). Toda la historia de esta psicología puede ser escrita como la historia de los contrasentidos a que dieron lugar las Meditaciones de Descartes, sin que éstas fueran responsables de ello (Canguilhem, 2009; 395).
La trayectoria posterior de la disciplina a través de la escuela escocesa, y su “sentido común”, transplantada al Nuevo Mundo puritano (las ideas “evidentes en sí mismas” de Jefferson) y el ulterior regreso triunfal, son conocidos (p.e. Leahey, 2004). Si bien, en relación a la construcción del sujeto moderno, ya en Locke no debe pasarnos desapercibida la reivindicación de la autonomía de lo económico en torno a la propiedad individual, que convierte lo político en un conglomerado de monadas (Dumont, 1999); presupuesto oculto de posibilidad de sus reflexiones sobre el entendimiento humano (vieja y acreditada entidad metafísica, facultad del alma que ahora pasa como propiedad al Individuo que ya casi somos nosotros mismos y que la actual y científica psicología recibe y niega para mejor preservarla bajo la forma de inteligencia, naturalizando de camino un estado de cosas –un sistema productivo– que en Locke representa una ruptura radical con el pensamiento medieval y en los psicólogos una manutención del régimen), de su sensualismo y su nominalismo.
En lo específicamente lingüístico, en torno a la mitad del siglo se pone de moda el problema de la influencia del lenguaje en las opiniones o de las opiniones sobre el lenguaje. Y en este sentido, la narratividad del yo (su carácter fantasmático: lo real es lo que no se puede narrar, nos recuerda Zizeck siguiendo a Lacan) queda palmariamente establecida en el fenómeno suscitado por la Nueva Eloisa roussoniana donde cada uno re-conoce sus sentimientos más íntimos, pero sólo en el momento de nombrarlos. Muy científicamente, si es cierto que nada es verdad hasta que se verifica.
Aunque son los románticos, en el ámbito teórico, quienes aportan opiniones originales. Hamann, el converso, el amigo de Kant, publica sus ideas en 1761 contra Descartes, contra Kant, preparando el relativismo lingüístico de Sapir y Whorf (éste luego aprenderá de la Gestaltpsychologie la imposibilidad de todo conductismo, cognitivo o no, avant la lettre) y acentuando por primera vez en los tiempos modernos los mecanismos irracionales y fecundos de la lengua, única y diversa, conformadora de la realidad (Steiner, 2001). Después, ya abriendo el siglo antepasado, Humbolt plantea de forma inaugural (de nuevo en tiempos modernos: recuérdese siempre a Heracito) la radical autonomía y exterioridad del lenguaje respecto a su criatura humana, en modo alguno creador progresivo del mismo, como especie, como han pensando Vico, Locke y el propio Condillac. “Aunque toda lengua esté totalmente interiorizada, posee sin embargo simultáneamente una identidad exterior autónoma que hace violencia al hombre mismo” (Humbolt, citado en Steiner, 2001; 101).
Humbolt continúa así las percepciones de Hamann y aprende del notable Boas (a quien siempre debemos agradecer la radical oposición al uso racista de los tests de inteligencia) su anuncio del estructuralismo: el axioma de que toda lengua es sistemática y coherente y que no es al nivel de la palabra donde debemos buscar el sentido (los pronombres, los tipos del pasado verbal, sus formas causales, crean un mundo). Por lo demás, no nos oculta su excitación sexual ante la visión de “fuerza corporal” en las mujeres de clases bajas (Luhman, 1985; 126).
A partir de este momento ya nos encontraremos la lingüística científica (Higueras & Bembibre, 2008). Pero quizá Condillac deba recibir el mérito de haber sido el primero de los modernos en establecer que lo más íntimo de cada uno de nosotros es social y comunitario. Por tanto, que es ontológicamente imposible tal interioridad, entendida como fundamento y origen y no como incorporación de un afuera.
Antes de Condillac, Bacon daba en pleno Barroco, en pleno Mercantilismo, el pistoletazo de salida de la Ilustración. Formulaba con su doctrina de los ídolos una crítica: reconocía el papel convencional del lenguaje, su fetichismo, su capacidad de hacernos ver con ojos de otros. Pero un uso adecuado de la razón y la experiencia aún puede hacernos acceder a la realidad de las cosas, detrás del lenguaje. Para proporcionarle a éste su auténtico valor de uso, instrumental. Sus palabras no pueden ser más expresivas de como vive su precaria situación social, y sabemos cuánto sufrió por obtener una magistratura honorable que finalmente, condenado por aceptar sobornos (al fin y al cabo Inglaterra está en medio de su acumulación originaria, en un orden, pues, de rapiña generalizada –Bembibre & Higueras, 2010; Farrington, 1971; Marx, 1999/1867–) no pudo mantener:
Las palabras son, por así decirlo, la moneda corriente mediante la cual recibimos (…) en el comercio social las representaciones de las cosas: como el oro en el comercio, no constituyen el valor objetivo, natural, de las cosas, sino su valor convencional, que es producido por las relaciones del intercambio humano (citado en Lenk, 1982).
Medio siglo antes de nuestro Condillac, Leibniz adelanta la idea de que el lenguaje no es instrumento del pensamiento sino el medio que lo condiciona, pero con un interés nada psicológico y muy universalista, es decir, con la pretensión de establecer un simbolismo preciso para todos los hombres, more matemático. Esta lengua, ideal del conocimiento científico y por ende psicológico, es para nuestro aventajado cura, al parecer poco inclinado a los placeres geométricos y que entiende responder al monadólogo, similar a la locura:
Para fijar nuestras ideas sería necesario el examen de dos lenguas: una que concediese tanto ejercicio a la imaginación que dos hombres que la hablaran disparatasen incesantemente; otra que, al revés, ejercitara tan vigorosamente el análisis, que los hombres a los que fuera natural se condujeran hasta en sus placeres como unos geómetras, que buscan la solución de un problema. Entre estos dos extremos podríamos representarnos todas las lenguas posibles, verlas tomar diferentes caracteres según al que se aproximaran, indemnizándose de las ventajas que por un aspecto perderían con las que adquirieran por el otro. La más perfecta ocuparía el medio entre ambos, y el pueblo que la hablase sería un pueblo de grandes hombres (Condillac, 1999/1746; 254).
De modo que hemos de esperar al abate para encontrar un avance de la lección de Wittgenstein (mundo privado de origen público) y Foucault (conciencia psicológica como moral dominante). O, por una mejor coherencia cronológica, un recuerdo de la lección inmarcesible del repetido Heraclito acerca de la diferencia entre la totalidad y la mayoría, la razón común (que no es la pública que necesita al Estado como nos enseño Althusser –2002/1969) y la privada:
El más cuerdo no se diferencia del más loco sino en que las extravagancias de su imaginación no versarán, por fortuna, más que sobre cosas poco habituales, y le colocarán menos visiblemente en contradicción con el resto de los hombres (Condillac, 1999/1746; 75).
Condillac no es Freud pero sí alguien que combate los errores cartesianos y no deja, con cierta maldad, de recordarnos la (tal vez) poco razonable predilección de Descartes por los ojos bizcos, como los de su primer amor. Reintroduce el fantasma del lenguaje en la máquina, para acabar arruinándola. Indicando los límites a la Razón (como luego con más contundencia hará Auschwitz): “Es la influencia de las pasiones tan grande que frecuentemente sin ellas no tendría casi ejercicio el entendimiento, y que algunas veces sólo falta a un hombre para tener esprit el tener pasiones” (Condillac, 1999/1746; 88).
Lección que la psicología (que aplica la gastada red de la estadística de su imaginería cientifista al estudio fenomenólogico del lenguaje) no ha terminado de aprehender, aun cuando sus propias investigaciones la ponen ante sus ojos. Y no lo hará mientras sea un dispositivo político para contestar preguntas que le son impuestas (Bembibre & Higueras, 2006).
Los príncipes por lo general no aman mucho sus Logos, pues al acrecentar su conocimiento, éste podría entorpecer su poder de reinar y paralizar su acción
Plutarco
De manera que si alguien examina su propia noción de sustancia pura en general, encontrará que no posee más idea de ella, que la de que es una suposición de no sabe qué soporte de cualidades
Locke
Si no se quiere hablar de las cosas más que en tanto que se representa un sujeto que sostiene las propiedades y los modos, sólo se necesita la palabra sustancia
Condillac
La identidad personal consiste, no en la identidad de sustancia, sino en la identidad de conciencia
Locke
En fin, no siendo conocido aún el uso de las conjunciones, todavía no era posible hacer razonamientos
Condillac
¿cuál es el sonido más apropiado para expresar un sentimiento del alma?
Condillac
Todo entendimiento es al mismo tiempo malentendido, toda conjunción intelectual y afectiva es también una disyunción
Humbolt
denn die Vernunft hat auch ihre Geheimnisse
Kant
somos lo que entendemos ser
Heidegger
No hay enunciación individual, ni siquiera sujeto de enunciación
Deleuze y Guattari
Referencias
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Beauvois, J.-L. (2008). Tratado de la servidumbre liberal: análisis de la sumisión. Madrid: La Oveja Roja.
Canguilhem, G. (2009). Estudios de historia y de filosofía de las ciencias. Buenos Aires: Amorrortu.
Condillac, É.B. de (1999/1746). Ensayo sobre el origen de los conocimientos humanos. Edición de Antoni Gomila Benejam. Madrid: Tecnos.
Dumont, L. (1999). Homo aequalis. Génesis y apogeo de la ideología económica. Madrid: Taurus.
Farrington, B. (1971). Francis Bacon. Filósofo de la revolución industrial. Madrid: Endymion.
Higueras, L. & Bembibre J. (en prensa). La invención de la intimidad. Teresa de Jesús y la mística española del siglo XVI. Granada: Libros del Genio Maligno.
Higueras, L. & Bembibre, J. (2008). Anomia: explorando el territorio… sin mapa. Reflexiones sobre el lenguaje y la construcción de la realidad cuando se cumplen cien años de la lingüística como ciencia. El Genio Maligno. Revista de humanidades y ciencias sociales, 3, 164-173.
Joule, R.-V. & Beauvois, J.-L. (2008). Pequeño tratado de manipulación para gente de bien. Madrid: Pirámide.
Klemperer, V. (2007). LTI: la lengua del Tercer Reich. Apuntes de un filólogo. Madrid: Minúscula.
Leahey, T.H. (2004). Historia de la Psicología. Madrid: Pearson Prentice Hall.
Lenk, J. (1982). El concepto de ideología. Comentario crítico y selección sistemática de textos. Buenos Aires: Amorrortu.
Luhman, N. (1985). El amor como pasión. Barcelona: Península.
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Vygotski, L.S. (1999). El desarrollo de los procesos psicológicos superiores. Barcelona: Crítica.