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EGM.
marzo 2011 /
Publicación semestral. ISSN: 1988-3927. Número 8, marzo de 2011.

El uso consciente de la luz en arquitectura a través de varios espacios romanos

José Antonio Flores Soto [*]

Resumen. La arquitectura es tan antigua como el hombre. Su misión es transformar el medio natural para adecuarlo a las necesidades humanas, proporcionar un espacio adecuado donde la vida del hombre tenga lugar. La buena arquitectura no es otra cosa que construir ideas para dar al hombre un lugar donde vivir, lugar que nos puede llegar a emocionar de múltiples maneras, es decir, generar espacios donde el hombre viva feliz o tan dramáticos como uno pueda imaginar. El artículo propone una revisión de arquitecturas del pasado, centrándose en modelos romanos gracias a una estancia del autor en la Academia de España en Roma, para estudiar distintas maneras de uso consciente de la luz natural en arquitectura y aprender cómo dicho empleo cualifica el espacio arquitectónico, le da intensidad y produce emociones en el hombre. El repaso por los distintos ejemplos propuestos trata de ser una muestra de la variedad de efectos que el arquitecto puede conseguir conscientemente a través del manejo de la luz natural. Una taxonomía de la luz. Se expone así una manera distinta de acercarse a arquitecturas consideradas históricas, para aprender de lo bueno que hay en ellas.

Palabras clave: arquitectura, patrimonio, teoría arquitectónica, luz.

Riassunto. L’architettura è un’attivittà antica quanto il proprio uomo. La sua missione è trasformare l’ambiente naturale per soddisfare i bisogni umani; fornire uno spazio in cui la vita umana ha luogo. La buona architettura non è un’altra cosa che costruire idee per offrire all’uomo uno spazio abbitabile. Queste idee possono diventare emozionante un luogo in diversi modi. L’architettura è capace di essere generatrice di spazi dove l’uomo viva felicemente oppure essere così drammatica come si può immaginare. Questo articolo proporre uno sguardo verso l’architettura antica; è uno studio sull’architettura romana perchè l’autore è stato borsista nell’Accademia di España a Roma nel 2010. Quindi, l’articolo cerca di scoprire diverse modo di lavorare con la luce consapevolmente nell’architettura antica per imparare il modo in cui quella qualifica lo spazio architettonico, lo fa intenso e produrre emozioni nell’uomo. Cerchiamo di imparare il modo in cui, noi architetti, possiamo usare la luce in modo consapevole nell’architettura per produrre diverse emozioni nell’uomo. Questo è, forse, una tassonomia della luce. L’articolo proporre anche un modo diverso per leggere l’architettura antica, perchè noi vogliamo imparare quello che c’e di buono in loro.

Parole chiave: architettura, patrimonio, teoría architettonica, luce.

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La arquitectura como razón de necesidad

Decía William Morris en su conferencia del 10 de marzo de 1881 en la London Institution que la Arquitectura puede ser entendida de manera amplia como todas aquellas modificaciones que el hombre introduce en la naturaleza con objeto de adecuarla a sus necesidades.

A great subject truly, for it embraces the consideration of the whole external surroundings of the life of man; we cannot escape from it if we would so long as we are part of civilization, for it means the moulding and altering to human needs of the very face of the earth itself, except in the outermost desert. [1]

Basándonos en esta generosa definición de lo que sea la arquitectura, la cual compartimos, podemos decir sin equivocarnos que la labor del arquitecto es intrínseca a la existencia humana. El hombre se encuentra ante un medio para el cual no presenta especialización alguna. Precisa, pues, de una adecuación del mismo para hacerlo favorable a sus necesidades. Y ese adecuar el medio a las necesidades humanas pasa por su transformación.

Cualquier espacio adecuado al quehacer humano requiere necesariamente haber modificado un medio previo. Entendemos, pues, que la arquitectura es una de las primeras actividades que le es menester al hombre realizar para poder vivir sobre la tierra.

Nos contaban los viejos profesores aquello de la expulsión del Paraíso para hacernos ver el significado de la arquitectura como razón de necesidad. La labor arquitectónica, por decirlo de alguna manera, inicia cuando el hombre se ve abocado a arreglárselas por sí mismo en un mundo que le es hostil. Ante un medio que no le pertenece debe adaptarlo a sus necesidades para poder sobrevivir en él. Así pues, forma un espacio donde desarrollar su vida lo más seguro y cómodo posible, donde su existir tenga ciertas garantías de éxito. Un espacio, en definitiva, en el cual perseverar en la incertidumbre y ser feliz.

La labor de los arquitectos, como bien nos recuerda el profesor Campo Baeza en sus últimas conferencias, no es hacer arquitectura para salir en las revistas y ser famosos. Deben hacer arquitectura para servir a los hombres; para hacerles más fácil su existencia, y más placentera. La misión de la arquitectura no es construir genialidades, sino construir ideas en las que los hombres vivan y vivan felices, si son geniales mucho mejor. Lo demás es otra historia. Conseguirlo, bien lo sabemos, las más de las veces se convierte en toda una proeza.

El espacio arquitectónico está en continuo cambio porque cambiante es la expresión de las inquietudes humanas en cada momento. Se nos antoja imposible dejar de pensar en conseguir un mundo mejor al que tenemos. Late en nosotros algo que nos hace incesantes en la búsqueda de un mundo de mayor calidad. Y es que las necesidades humanas no son sólo las propias de la supervivencia física, que estarían resueltas en un nivel muy básico. El hombre es un ser complejo; aspira a la belleza, al desarrollo de su espiritualidad, a dejar memoria de sí mismo y ganar inmortalidad, al bienestar (cuyas metas se encuentran siempre, como decíamos, en continuo cambio). Aspiraciones que trascienden la meta de lo ordinario.

En la labor de la arquitectura las ideas son lo principal, más allá de la expresión formal que éstas puedan adquirir. Lo importante es tener la capacidad de idear y de construir aquello que se idea. El espacio en que habitamos nace de transformar esas representaciones en algo construido. De hacerlas pasar de la mente al papel y de ahí al mundo edificable. Este empeño es el que ha movido y mueve a tantos como se dedican a cimentar este mundo nuestro (a los que no ven en esto de la arquitectura un mero negocio). Porque arquitectura sin buenas ideas detrás no es arquitectura ni mucho menos buena; es otra cosa bien distinta, normalmente tendente a lo banal y al formalismo (sus intereses se encuentran en otro punto).

En arquitectura, pues, más allá de las modas y las sinrazones a que venimos estando acostumbrados, las buenas ideas permanecen. Las buenas ideas que se construyen son capaces de perdurar en el tiempo. Podemos decir, incluso, que el papel de la buena arquitectura está por encima de los propios arquitectos que la crean. Sus valores sobrepasan lo individual para engrandecer el acerbo cultural del género humano. Se mueven en un orden temporal y espiritual distinto, de otra magnitud y con otras escalas. Las buenas ideas de arquitectura, si llegan a construirse, son eternas, siendo capaces de perseverar en la incertidumbre del tiempo. Las que no llegan a construirse, quedándose sobre el papel, no tienen la suerte de pasar de ejercicios gimnásticos de la mente que las ideó.

Un buen arquitecto, además de buenas ideas y un buen cliente, debe tener la fortuna de poder llegar a construir sus ideas sin morir en el intento.

De los muchos ejemplos de ideas construidas a lo largo de la historia podemos aprender si les prestamos la debida atención. Y podemos hacerlo porque hablan de la experimentación del espacio, de la relación del hombre con ese espacio arquitectónico que ha creado para vivir y ser feliz. Una experiencia que seguirá siendo mientras el hombre sea y mientras exista, resista, construida la idea que la materializa; aunque sea experimentada de manera distinta en las distintas épocas.

El empleo de la luz de manera consciente en arquitectura

La sentinella se ne va. Il suo dovere è finito. Scampato pericolo. Si spegne nel tramonto l’icona che ancora una volta non è riuscita a diventare sacra. Tutto per quell’ometto e i suoi pennelli. E ora che se n’è andato, non c’è più tempo. Il buio sospende tutto. Non c’è nulla che possa, nel buio, diventare vero. [2]

A través de esta cita de Alessandro Baricco en Occeano mare es nuestro interés reflexionar sobre el valor de la luz para el hombre y la arquitectura.

La principal característica de la luz que queremos ahora señalar es aquélla de hacernos perceptible el mundo en que habitamos. Sin la luz no tenemos certeza de la existencia de la realidad. No es que la realidad no exista en ausencia de la luz; sino que a través de ella adquiere forma sensible para nosotros. Por medio de la luz adquirimos, aprehendemos y comprendemos el mundo. Podemos decir que la luz da carácter a la objetividad del espacio. No la determina, sino que determina sólo la percepción que tenemos de él, lo cual no es poco. Por eso nos parece acertada la cita de Baricco al señalarnos esto de que nada hay en la oscuridad que pueda convertirse en verdadero.

La luz del sol, que se derrama constantemente como un bien inefable para nosotros, hace vibrar la materia, le da vida. Tiene la importante propiedad de aportarnos la posibilidad de comprender el espacio. Con ella podemos aprender y conocer todo lo que nos rodea, el mundo en que estamos inmersos, del cual constituimos una parte y que formamos y transformamos a diario con ese profundo y continuo deseo de hacerlo mejor para nosotros (otra cosa es que lo consigamos). La luz es fuente de conocimiento porque nos permite escrutar la realidad con ojos analíticos y críticos. Nos permite aprender de ella, de sus cualidades: formas, colores, dimensiones, texturas, relaciones, etc. Y conociendo la realidad, tenemos las herramientas necesarias para transformarla según nuestras necesidades, nuestras inquietudes.

Además de permitirnos la experiencia de lo real, la percepción y el conocimiento del mundo en que vivimos, la luz nos da cuenta del paso del tiempo. Incidiendo sobre los objetos, la luz construye el tiempo. A través de ella tomamos consciencia de su transcurrir sin pausa; de su linealidad y de su comportamiento cíclico. Pero no sólo la luz; es necesaria la materia iluminada. De ahí la importancia de la sombra. Porque la luz pura, como nos recuerda el mito de Júpiter y Sémele [Ovidio, Metamorfosis], quema. Lo abrasa todo y crea desierto. Y en el desierto, donde no hay sombra alguna que apacigüe nuestra visión y nos dé descanso, se detiene de manera insufrible el tiempo (se hace insoportablemente extenso) y cesa la vida. El exceso de luz es muerte; ya no es conocimiento, sino aniquilación por abrasión.

Aprendimos de Le Corbusier, entre otras cosas, que la arquitectura puede ser entendida como el sabio y elegante juego de los volúmenes expuestos a la luz: «L’architecture est le jeu savant, correct et magnifique des volumes assembles sous la lumiére.» [3]

En esa relación de la materia con la luz que incide en ella es donde podemos ejercitarnos en los modos de controlar a nuestro favor este don lumínico que el sol nos regala cada día. Porque la luz natural es un material con el cual podemos trabajar. Es un material que nos viene dado y que podemos dominar y usar para cualificar los espacios arquitectónicos que construimos. La luz en la arquitectura, utilizada conscientemente, es capaz de emocionar de muy diversas maneras. Hace vibrar el espacio y lleva al hombre a estados de ánimo que trascienden lo ordinario.

Bien nos lo enseña Campo Baeza en sus obras, tanto escritas como construidas: «arquitectura sine luce, nulla arquitectura est.» [4] Tal vez sea él uno de los autores contemporáneos que mejor y más conscientemente emplee la luz natural para hacer vibrar su arquitectura. No puede uno permanecer impasible en el impluvium de luz, como él lo llama, del edificio de Caja Granada. Algo le recorre a uno por dentro y es presa de una intensa emoción que bien merece experimentarse.

Muestras del empleo consciente de la luz, con muy diferentes intencionalidades, tenemos a lo largo de la historia de la arquitectura muchas y muy buenas. De ellas podemos y queremos aprender. La divinidad del Pantheon, la religiosidad de la luz mística de la arquitectura gótica, la humanidad de la luz pura de las basílicas de Brunelleschi, el drama vivo de los espacios del barroco romano, la serenidad de Soane, la extraordinaria variedad de Wright, la rotundidad de los espacios de Le Corbusier o la claridad de los espacios ideados por Louis I. Kahn.

Repasamos la arquitectura del pasado, más que para deleitarnos en la belleza de las formas, para estudiar estas ideas universales que trascienden el tiempo. No estamos en esa revisión taxonómica o arqueológica de los espacios según sus apariencias formales, atrás quedaron esos períodos. No es eso lo que interesa. Interesa a un arquitecto de hoy el análisis de las construcciones de otras épocas porque éstas contienen valores imperecederos, valores que van más allá del aspecto externo, capaces de perseverar en la incertidumbre del transcurso de los tiempos.

El empleo consciente de la luz en la arquitectura, en la buena arquitectura, es una de esas ideas sobre la que merece la pena reflexionar. A través de varios espacios romanos, vamos a repasar distintos modos de usar la luz natural de manera intencionada. Una estancia en la Real Academia de España en Roma nos permite esta reflexión hecha precisamente sobre ejemplos de esta ciudad. Miramos esta vez a la arquitectura del pasado a través de los mecanismos que utiliza para usar decididamente la luz del sol y crear con ella sensaciones bien distintas. Queremos aprender de los modos de valerse de la luz natural en estos espacios como material que los cualifica y los da sentido.

Luz cenital

Impluvium de la Villa de los Misterios en Pompeya

Este recorrido a través de distintos espacios romanos centrándonos en la manera en que conscientemente se utiliza la luz natural en ellos comienza por aquéllos en que la iluminación es cenital. Nos referimos a la iluminación de un interior que se consigue abriendo un hueco en el plano horizontal del techo. A través de este sencillo mecanismo la luz se derrama verticalmente sobre el vacío de la sala y el espacio queda tensado en diagonal llamándonos la atención hacia lo alto. El control de la cantidad de luz es posible manipulando las dimensiones del hueco abierto en el techo, así como su profundidad. Todo dependerá del efecto que se quiera conseguir.

Como ejemplo de espacio iluminado cenitalmente nos detenemos en una pieza doméstica singular: el impluvium en una domus romana. Se trata de una sala perteneciente a la parte semipública de la vivienda, por lo general de planta rectangular, que adquiere un específico carácter por el tipo de iluminación empleada en él. La sala del impluvium se convierte en una caja de tránsito que queda abierta al cielo. Es un espacio intermedio entre la privacidad de lo doméstico y lo bullicioso de la calle. El vacío del techo, que repite la forma del perímetro de la sala, es lo suficientemente pequeño como para producir fresca sombra en el interior de la estancia y a la vez lo suficientemente grande como para dejar entrar una cantidad controlada de luz que la anime.

Por el hueco abierto en el techo entra la luz controlada, pero también lo hace el agua de la lluvia. De ahí la presencia del estanque donde se recogerá desde el compluvium, cuya misión es precisamente la de acumular el agua y dar frescor en el interior de la casa. Una combinación acertada esta de luz y agua que nace de la necesidad de crear una reserva de esta última para la vivienda. La luz que entra desde lo alto y el frescor del estanque.

Magníficos ejemplos y variados de impluvium tenemos en las casas sepultadas por las cenizas del Vesubio en Pompeya y Herculano.

Cuando las dimensiones del hueco abierto en el techo son reducidas respecto a las del espacio que ilumina, éste se dramatiza por efecto de la luz. Sobre todo, porque en dichos casos el hueco no suele ser único. Sugerentes son los interiores de las cisternas romanas. Enormes salas hipóstilas cuajadas de lucernarios cuya misión es, en efecto, la de servir de sumideros para recoger el agua de lluvia. O los subterráneos iluminados cenitalmente de los anfiteatros. Tensión diagonal que muy bien supo captar Piranesi en sus grabados en los que dio rienda suelta a su fabulosa imaginación.

Imagen de los corredores subterráneos del Anfiteatro Flavio de Pozzuoli, Napoli,

s. I d.C.

Lux Panthei

Imagen del interior del Pantheon, Roma

De la luz cenital, el caso del Pantheon es tal vez el más sublime porque en él la luz del sol trasciende el orden humano y se convierte en un espectáculo divino. La luz sacraliza el espacio interno del Pantheon con tan sólo un sencillo gesto de arquitectura.

La operación técnica es bien simple. Se trata de construir un vacío donde crear la penumbra. Un recuerdo de la cabaña estereotómica primitiva. Arquitectura por sustracción de masa para crear un vacío al que únicamente se tiene acceso desde el exterior a través de un hueco, previo un profundo nártex que añade de manera intencionada más penumbra sobre el acceso. Y en el cénit de este vacío estereotómico construido se abre un hueco. Un hueco que es ojo (óculo) en la oscuridad construida en que cada mañana cae atrapada la luz del sol; una cantidad precisa de luz, tanta como permite la dimensión del óculo.

Una idea sencilla conceptualmente, cuya expresión se convierte en un magnífico alarde constructivo. La cúpula cubre un espacio en el cual se alcanzan los 42,30 m de diámetro. El óculo, a pesar de lo pequeño que nos pueda parecer, tiene 9,00 m de diámetro.

El sol se pasea por el interior del Pantheon cada día dando, con ello, cuenta del paso del tiempo. Su rastro se hace visible de una forma en definitiva impresionante; tensa diagonalmente el espacio. En la penumbra del interior, los rayos de luz que atraviesan el óculo se hacen materia, se convierten en un cilindro de luz sólida. Una luz que adquiere carácter divino sacralizando este espacio. El milagro es ser testigos de cómo la luz, inmaterial, mediante un artificio tan sencillo ideado por el hombre, adquiere carácter material y se hace sólida.

El recorrido de este haz material de luz por la penumbra nos da cuenta visiblemente del paso del tiempo; de su carácter cíclico. Es tiempo, tiempo que pasa y basta.

Y en este espectáculo sacro, cíclico, hay momentos de especial belleza que conmueven más aún al espectador. Es muy complicado describir la enorme sensación de levedad que le recorre a uno cuando el cilindro de luz choca con el suelo invirtiendo las sombras de los casetones de la cúpula. O cómo se siente uno abrumado en la penumbra del profundo pórtico, sin necesidad de entrar, cuando el fogonazo de luz sólida sale a través de la puerta abierta. Es la luz cegadora que tira de espaldas a San Pablo, como muy bien nos la enseña Caravaggio en Santa Maria del Popolo. Una luz de orden divino que tiene la hermosa capacidad de desarmarnos porque trasciende lo ordinario para pasar a un orden temporal al cual no estamos acostumbrados.

Ante tal espectáculo sacro no puede uno dejar de pensar lo poco que dura una vida humana. Y tal vez alcanza a atinar torpemente aquello que pueda ser la eternidad.

La conversión de San Pablo, Caravaggio, 1601, Capilla Cerasi en Santa Maria del Popolo, Roma

Luz transversal

De la iluminación cenital pasamos a la iluminación transversal u horizontal, aquélla que se consigue abriendo huecos en el plano vertical, es decir, practicando huecos en los muros. Quizás sea éste el mecanismo al cual más estamos acostumbrados en los espacios que habitamos de continuo porque históricamente ha sido el de más fácil construcción. Nos detenemos ahora en los claristorios de las basílicas cristianas de Roma y en la de dos edificios rotondos porque proporcionan una luz particular. Se trata de una luz con un efecto bien diferente del ya visto en el caso de la luz cenital porque no persigue la solidificación. Su intención es conseguir un nivel de iluminación homogéneo, llenarlo todo de luz.

Las amplias salas rectangulares de las basílicas se nos presentan inundadas de luz. Como lugares para la reunión en asamblea. Normalmente una blanca luz llega desde los claristorios de la nave principal, dejando en cierta penumbra a las laterales. Los muros se encuentran perforados en su parte alta por huecos distribuidos rítmicamente más o menos distantes. La luz se derrama por los muros. Aunque los rayos de sol son perfectamente visibles, este tipo de iluminación tiene la capacidad de anegarlo todo. Y la sensación de paz y tranquilidad es asombrosa en estos espacios así iluminados.

De todos, tal vez el que más impresiona sea el de Santa Sabina en el Aventino. La limpieza a la que se vio sometida la basílica por Antonio Muñoz en los años treinta del s. XX, eliminando las operaciones del seicento, nos la presentan con un interior de luz blanca. Las grandes vidrieras del claristorio, con vidrio translúcido, ofrecen un espectáculo digno de ser vivido. La luz transversal inunda la sala desde lo alto de los muros. El fogonazo de luz amarillenta que entra a través de la puerta entreabierta del nártex acusa con mayor contraste la claridad difusa del interior.

Este tipo de luz es más humana. No dramatiza el espacio, sino que lo acerca a la escala del hombre. Luz difusa que sirve para la contemplación; que lo lleva a uno hacia la meditación en el sosiego.

Nave central de Santa Sabina en el Aventino, Roma, s. V d.C.

De esta misma familia es la luz que encontramos en la basílica de Santa Cecilia in Trastevere, aunque en este caso el claristorio se encuentre en la confluencia de los muros con el arranque de la bóveda. Amplios espacios rectangulares iluminados desde lo alto de las paredes por una luz blanca que inunda por completo. Y en esta sala plena de luz blanca, tal vez resulta menos sobrecogedora la escultura de Stefano Maderno de Santa Cecilia bajo el altar.

Nave central de la basílica de Santa Cecilia in Trastevere, Roma

Cuando el claristorio espacia más los huecos y colorea los vidrios de éstos, aunque se trate de salas igualmente amplias y rectangulares para el mismo uso, el efecto es por completo otro. La basílica de Santa Maria in Trastevere es una buena muestra. Aquí, la luz se introduce en la nave central desde un claristorio abierto en lo alto de los muros que cierran aquélla. Sin embargo, ahora es una luz coloreada de tono dorado lo que caracteriza el espacio central. La luz blanca entra en las naves laterales cenitalmente creando un sorprendente efecto de contrastes.

La luz coloreada que se difunde por el impresionante interior de la nave central de Santa Maria in Trastevere nos habla de un espacio destinado a lo espiritual. Abandona el carácter humano de Santa Sabina (que es aquél de las basílicas de Brunelleschi y Palladio) para tintarse de cierto orientalismo que no es otra cosa que aturdimiento de los sentidos a través de la exuberancia del color. La luz cualifica este espacio repleto de colores y olores. Los mosaicos, tanto del pavimento como de los muros, adquieren un especial brillo mediante esta luz dorada que inunda el espacio central.

Claristorio de Santa Maria in Trastevere, Roma, s. III d. C.

Otro caso de empleo de luz transversal es el de los templos rotondos conmemorativos. Santo Stefano rotondo al monte Celio o Santa Constanza in via Nomentana. Se trata de edificios de planta central no ya para la reunión en asamblea, sino para la conmemoración. Son lugares de peregrinación que perpetúan la memoria de algún santo o personaje de importante dignidad.

En ambos casos, a pesar de la diferencia de tamaños, se configura un espacio central, un cilindro inundado de luz, alrededor del cual se compone un deambulatorio. El claristorio aparece en la parte alta del muro que conforma el cilindro central, separado del perimetral mediante una pantalla de columnas (que es simple el Santo Stefano y doble en Santa Costanza). Así, la luz se emplea para marcar el espacio principal alrededor del cual circular en relativa penumbra.

La luz en estos dos espacios exteriormente anodinos, de una decadencia llamativa, es una luz particular. Inundando decididamente el centro, crea un foco alrededor del cual deambular. En Santo Stefano, el recorrido del movimiento viene marcado por el claro giro del eje dominante en el interior y el del acceso, no coincidentes.

Santo Stefano Rotondo al monte Celio, Roma, s. IV d. C.

Mausoleo de Santa Costanza fuori le mura, Roma, s. IV d. C.

La luz transversal nos habla de otro tipo de conocimiento en el hombre. Su carácter difuso nos lleva a otras emociones bien distintas a cuando la luz aparece en un potente fogonazo. Tal vez por ello es a la que estamos más acostumbrados.

Cuando entra uno en San Ivo alla Sapienza o en San Carlo alle quatro fontane, el blanco interior anegado de luz lo llena de serena contemplación. Luz blanquísima y difusa que desciende desde lo alto para llenarlo todo.

San Ivo alla Sapienza, Roma, 1642-1660, Francesco Borromini

Luz mística

La teatralidad de los espacios del Barroco Romano es tan sugerente por el empleo consciente que sus arquitectos hacen de la luz natural transformándola en una eficaz herramienta. Sabiamente los maestros de esta época se sirvieron de la luz del sol para introducir dramatismo en sus creaciones. Es la poderosa llamada de atención del observador lo que se pretende. Una llamada que lo lleva a no permanecer impasible; pretende transportarlo a la emoción. Se trata de los espacios iluminados con fuertes contrastes de luz cuyo foco no se nos presenta visible porque no interesa.

Bernini como ningún otro sabe manejar esta iluminación escenográfica que hace vibrar algo dentro del espectador.

Innumerables son los interiores de iglesias en los que nos encontramos capillas con este tipo de luminosidad mística. La luz al servicio de la persuasión a través de la creación de situaciones espectaculares imprevistas.

No hablamos ya del altar de la cátedra de San Pedro, con la explosión dorada de la Gloria del Espíritu Santo como foco de la perspectiva lineal en el ábside principal de la basílica. No es necesario remitirnos a tamaña y eficaz escenografía, verdaderamente estremecedora. Nos referiremos a capillas menores, pero de no menos intensidad emocional.

La sencilla capilla de la beata Ludovica Albertoni, en la penumbra de la iglesia de San Francesco a Ripa, en el Trastevere, es una muestra bastante buena de esta iluminación mística. Sobre el altar yace su figura en un estertor. Encajada en un nicho amplio, se separa deliberadamente del espacio de la capilla reservado al público y queda iluminada desde el lateral izquierdo, de la cabeza a los pies. El foco de luz nos está oculto, pero el haz luminoso incide de manera transversal sobre el cuerpo yacente en evidente torsión de arrebato místico. Se juega con el contraste de sombra de la capilla y el fogonazo de luz controlada que recibe el altar.

Capilla de la beata Ludovica Albertoni en la iglesia de San Francesco a Ripa, Roma 1671, Gianlorenzo Bernini

La apoteosis de San Andrés sobre el altar del oratorio del noviciado de los jesuitas en el Quirinale es también de esta familia. En esta ocasión, sobre el altar, como decíamos, en el cual se representa la escena del martirio del santo, incide una luz que viene de lo alto. Con el foco oculto para el seminarista que está en oración en la sala elíptica del cuerpo de la iglesia. La fuerte luz tensa diagonalmente el espacio y la mirada se va hacia la cornisa, donde aparece una escultura de San Andrés elevándose victorioso hacia la Gloria. Dramatismo para disipar las dudas.

Aunque tal vez el espacio romano donde la emoción de este tipo de iluminación intencionada es mayor y mejor, con esa intrínseca vocación exaltada que posee, sea la capilla Cornaro, en Santa Maria della Vittoria. Aquí Bernini representa, con el mismo sistema de iluminación potente de foco oculto, el éxtasis de Santa Teresa de Ávila. Es sencillamente impresionante el efecto conseguido. El grupo escultórico de la santa flota en el aire bajo la atenta mirada de los cardenales de la familia Cornaro en sus palcos laterales (para incidir aún más en el sentido teatral del espacio iluminado de esta manera) y del público vigilado y reprobado por el que tal vez sea el carmelita más antipático de toda Roma. La luz se derrama desde lo alto en un haz dorado de foco oculto a la mirada e incide sobre el cuerpo contorsionado en éxtasis místico de Santa Teresa. Y el milagro es ver como el frío mármol cobra vida y gana en levedad por acción de la iluminación teatral. La luz, en este caso, quita gravedad a la materia.

Éxtasis de Santa Teresa de Ávila, Capilla Cornaro en Santa Maria della Vittoria, Roma 1647-1651, Gianlorenzo Bernini

Esta luz mística del barroco romano es, en cierto modo, como la del Pantheon. Sacraliza el espacio con una decidida voluntad escenográfica. Dramatiza el ambiente tensionándolo diagonalmente sin que seamos conscientes el origen del foco que produce tal efecto. La luz está presente de una manera dramática, pero no vemos de dónde viene. Su misión es llevarnos a la emoción, trascender el espacio cotidiano y acercarnos el misterio de lo divino.

Elogio de la sombra

Y si hemos hablado de la importancia del control de la luz natural en arquitectura, de su empleo consciente, terminamos ahora mirando hacia la sombra. La sombra como efecto de la luz incidiendo sobre los cuerpos. Testigo de la materialidad, nos ayuda en la percepción de lo real al matizar los efectos de la luz pura sobre aquéllos. Si la luz pura es cegadora, la sombra pura, la oscuridad completa tiene el mismo efecto de impedirnos la percepción del mundo. A través de la sombra (propia y arrojada) los objetos adquieren para nosotros corporeidad, volumen; se materializan ocupando un espacio. Y tenemos con ello una percepción más precisa de la realidad.

Nos hemos referido al momento sacro de la luz haciéndose materia en el Pantheon. A través del óculo de la cúpula, el haz de luz deviene divino porque adquiere carácter matérico en la penumbra. Además, da cuenta del paso del tiempo. La sombra también nos sirve para este cometido, pero con un mecanismo inverso al empleado en el Pantheon. Cuando la luz del sol incide sobre un cuerpo material proyecta sobre el suelo una sombra del lado de la cara no iluminada. Una sombra que, procediendo de la interposición de un cuerpo sólido en el haz de luz, es inmaterial. La sombra proyectada refleja con su movimiento el transcurso del tiempo, su condición cíclica.

Mencionaremos el sencillo mecanismo del reloj de sol, aquél que, además de medir el paso del tiempo, sirve para relacionar medidas en la naturaleza. De él se sirvió Thales, nos cuentan, para calcular la medida de la pirámide de Keops.

Ejemplos egipcios traídos a Roma de esto que hablamos son los obeliscos erigidos en las distintas plazas como orgullosos milenarios centinelas. Obeliscos que desempeñan un papel preciso e importante en el plan de Sixto V. Son utilizados por Domenico Fontana para, junto a las columnas conmemorativas de Trajano en el Foro de Trajano y Antonino Pio en la Piazza Colonna, marcar puntos singulares de la ciudad y ayudar al peregrino a moverse en su circuito. Elementos verticales con una doble función. De una parte, simbolizar el poderío de la cristiandad en el orbe terrestre; por eso todos ellos aparecen cristianizados con los símbolos heráldicos de los respectivos pontífices que ordenaron sus recolocaciones. De otro, lo que más nos interesa en este momento, su papel como referencia visual en la ciudad. Los obeliscos y las columnas conmemorativas son empleados como puntos de interés urbano; se convierten en focos de las perspectivas urbanas, en hitos de la ciudad.

Los obeliscos y las columnas conmemorativas de la antigüedad son, pues, hitos urbanos. Erigirlos en los centros de las plazas se convirtió en tarea de precisión. Nos los encontramos, como centinelas silenciosos y arrogantes, formando los nodos de una red virtual que nos ayuda a movernos por Roma sin necesidad de conocerla, a sabernos localizados en su inmensidad. Desde la Piazza San Pietro a Piazza del Popolo. De la Trinitá dei Monte, sobre la Piazza Spagna, hasta el ábside de Santa Maria Maggiore en el Esquilino para seguir hasta la logia de las bendiciones de San Giovanni in Laterano. De Montecitorio, a la Piazza Colonna y al foro de Trajano, a los pies del monumento a la estupidez humana, como muy bien lo denominara un amigo. Desde la Piazza Navona a Santa Maria Sopra Minerva. Son tantos los ejemplos y tan llamativos. El de San Pietro magistralmente usado en las ceremonias vaticanas rebosantes de teatralidad y precisión calculadas. Los de Piazza Navona y la Minerva, sobre espectaculares pedestales de Bernini. Y el de Montecitorio usado como gnomon de un reloj urbano.

Esquema dibujado por Sigfried Giedion del plan de Sixto V para Roma, 1585

Pero quizás, el que mejor nos sirve ahora para darnos cuenta de esta dualidad de efectos luz-sombra, por la cercanía, sea el de la plaza del Pantheon. Aunque es pequeño, se alza sobre una fuente justo delante de éste. Puede perfectamente verse desde la penumbra del interior a través de la puerta abierta cuando uno está sometido al efecto de la sacralidad de la luz hecha materia. De un lado la luz sólida en la penumbra de la rotonda. De otro, la luz incidiendo en un cuerpo sólido y proyectando una sombra inmaterial en el plano horizontal de la plaza, inundada tanto de luz como de curiosos turistas; los turistas…

Obelisco colocado sobre una fuente delante del Pantheon, Roma

Y si un elemento vertical, sólido, nos sirve para focalizar un espacio, uno plano lo cualifica con su sombra de manera bien distinta. Hablamos ahora de la sencilla operación del muro del Pecile de la Villa Adriana en Tivoli. Es cuestión de puntos, líneas y planos.

Adriano, inquieto y curioso hombre de mundo, nos ha dejado impresionantes ideas construidas. Obras como el Pantheon cuyos valores trascienden lo temporal y pasan a ser patrimonio eterno del hombre porque nos hablan de aspectos esenciales de la arquitectura; de conceptos del espacio arquitectónico. El Pecile es otro de esos ejemplos que tratamos ahora por su consciente y certero empleo de la sombra en el ejercicio de resolver una necesidad. Un ejercicio acertado de arquitectura precisa.

La necesidad de partida es tener un espacio de paseo, para el itinerario cotidiano en aquella villa de retiro que se construyera en Tivoli. Y para poder hacer el paseo placentero construye un plano horizontal en el cual caminar descansadamente. Un plano horizontal colocado al exterior, en contacto con la naturaleza con lo que el recorrido sea más agradable. Mas como las condiciones naturales son cambiantes, se presenta como otra necesidad protegerse de las inclemencias: de la luz excesiva, del viento, de la lluvia. Por eso, en ese plano horizontal se construye un mecanismo simple y eficaz: un pórtico.

Así, sobre el plano horizontal se levanta un plano vertical que sirve como espina central del paseo. Un simple muro que, como elemento medular y principal del conjunto, cualifica y construye el espacio. Su orientación precisa hace que una cara esté a Norte mientras que la otra aparezca a Sur. Presenta una longitud de 400 m y una altura de 9 m. Las precisas dimensiones para un circuito de paseo protegido de la lluvia mediante un pórtico que, por su altura, permite su soleamiento. El tiempo ha derribado el pórtico. Permanece tan sólo el muro como plano vertical que se convierte en línea al llegar uno al extremo. Un muro-columna. Justamente sobrevive el gesto acertado, el elemento que cualifica el espacio, lo construye y le da sentido.

La orientación del muro y su altura permiten pasear al tibio sol de invierno y a la acogedora sombra en verano. El muro del Pecile sirve para construir una sombra con la que protegerse del sol excesivo. Construir una sombra tan solo levantando un plano y dándole la orientación precisa. Resolver la cuestión con el gesto mínimo.

Muro del Pecile, Villa Adriana, Tivoli; s. II d.C.

Plano del Pecile, Villa Adriana, Tivoli; María Hurtado de Mendoza et al., 1996

Bibliografía

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Créditos de las imágenes

Todas las imágenes que aparecen en este artículo, salvo las que a continuación se indican, han sido tomadas por el autor del mismo durante su estancia en la Real Academia de España en Roma.

Imagen 4: imagen de La conversión de San Pablo de Caravaggio obtenida de un postal que reproduce el cuadro original.

Imagen 13: esquema dibujado por Sigfried Giedion del plan de Sixto V para Roma, 1585; en NORBERG-SCHULZ, Christian, Architettura barroca. Electa Editrice, Milano, 1979, p. 12.

Imagen 16: plano del Pecile, Villa Adriana, Tivoli, extraído de CRESCENZI, Livio; HURTADO DE MENDOZA, María; RUBINI, Mauro, Villa Adriana. Ed. Ministerio per i Beni Culturali e Ambientali, Soprintendenza Archeologica per il Lazio, Roma, 1996.

Notas

[*] Escuela Técnica Superior de Arquitectura, Universidad Politécnica de Madrid.

Contacto con el autor: joseantoniofs@hotmail.com

[1]

La arquitectura abarca la consideración de todo el ambiente típico que rodea la vida humana; no podemos sustraernos a ella, mientras formemos parte de la civilización, porque la arquitectura es el conjunto de las modificaciones y alteraciones introducidas en la superficie terrestre con objeto de satisfacer las necesidades humanas, exceptuando sólo al puro desierto (William Morris, “The Prospects of Architecture in Civilization”. Traducción del autor).

[2]

El guardián se va. Su deber ha terminado. Escapa del peligro. Se apaga en el atardecer la imagen que, una vez más, no ha logrado convertirse en sagrada. Todo para aquel hombrecillo y sus pinceles. Y ahora que se ha ido, ya no hay más tiempo. La oscuridad lo suspende todo. No hay nada que pueda, en la oscuridad, convertirse en verdadero (Alessandro Baricco, Oceano mare. Cap. 1. Traducción del autor).

[3] «La arquitectura es el juego sabio, correcto y magnífico de los volúmenes reunidos bajo la luz.» (Le Corbusier, Vers une architecture, p.16. Traducción de Josefina Martínez Alinari: Hacia una arquitectura).

[4] «Arquitectura sin luz no es arquitectura.» (Alberto Campo Baeza, La idea construida, p.51. Traducción del autor).

N.B. Este texto, que ha sido posible elaborar gracias a la estancia en la Real Academia de España en Roma como becario de Arquitectura del Ministerio de Asuntos Exteriores (MAE-AECID) durante el curso 2009-2010, va dedicado a Jaime Conde-Salazar, compañero en la Academia, con quien tantas y tan interesantes conversaciones mantuve en el transcurso de este corto año romano.

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