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EGM.
marzo 2011 /
Publicación semestral. ISSN: 1988-3927. Número 8, marzo de 2011.

El ruiseñor y la alondra

Iván Olano Duque [*]

Resumen. Arriba en la ventana, frente al jardín de los Capuleto, Romeo y Julieta, al verse sorprendidos por el canto de un pájaro, por cierto trino en medio de los juramentos y la impaciencia, nos dieron en su dialogo una invaluable imagen, una metáfora acertadísima de apreciación estética. Ante el mismo trino, Julieta, quien no quería que la noche acabara, aseguraba oír el ruiseñor cantando, mientras Romeo, súbitamente cuerdo, oía la mensajera de la mañana y de la separación: la alondra. Luego quizás no sea poco acertado afirmar que uno no se acerca a una obra de arte con los ojos, los oídos y las manos sino con la memoria e, incluso, con el deseo. Considerando las nuevas manifestaciones artísticas que algunos llegamos a catalogar como una prueba de la decadencia de esta época, remontándonos hasta Beethoven, su sinfonía Heroica y sus últimos cuartetos, pasando por el jazz, hacemos algunas reflexiones sobre arte, y nos encontramos con que hoy valoramos lo que ayer despreciaron y que lo que hoy rechazamos, mañana podrá convertirse en símbolo de nuestros días. Podemos decir, ante las evidencias, que la fealdad no es más que otro nombre para la incomprensión.

Palabras clave: apreciación estética, Sinfonía Heroica, música, literatura.

Abstract: Up on the window, overlooking Capulet’s orchard, Romeo and Juliet, being surprised by the song of a bird, by a trill in the middle of their oaths and impatience, gave us an invaluable image in their dialogue, a very wise metaphor of aesthetic appreciation. In front of the same trill, Juliet, who didn’t want the night to end, claimed to hear the nightingale singing, while Romeo, suddenly sane, heard the herald of the morn and separation: the lark. Then, it might be correct to assert that we don’t approach to a work of art with our eyes, ears or hands but with our memory, even our desire. Considering the new artistic expressions that some classify as an evidence of the decline of this era, going back to Beethoven, his Eroica symphony and his last quartets, through jazz, we make some reflections on art, and we find that we value things today that yesterday were despised and that what we rejected today, tomorrow could become a symbol of our time. We can say, on the evidence, that ugliness is just another name for the misunderstanding.

Keywords: aesthetic appreciation, Eroica symphony, music, literature.

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A orillas del móvil rumor del Wienfluss, quince años después de iniciada la Revolución Francesa, la multitud entró al Theater an der Wien fundado por el libretista de “La flauta mágica” a la vez que interprete de “Papageno”, alma de tan mística obra quien me hace recordar, con gracia, el verso de aquel poeta del caribe colombiano: Las flautas también son pájaros que piensan. La multitud ingresa este 5 de Abril, día de estreno al público de la sinfonía “Heroica” de Ludwig van Beethoven, y podemos imaginar que, mientras los violines se preparan, alguien pregunta quién es el compositor, quién ese que ante la orquesta se detiene; otro, podemos imaginar, mira a quien pregunta con absoluto desdén pues, en Viena, la música son los días y las noches, y si bien no ha compuesto obras demasiado memorables, Beethoven no es un nombre, piensa el indignado, que gente culta pueda ignorar. Podemos imaginar los dos acordes, los dos golpes triunfales del inicio que parecen tropezar de inmediato, y podemos imaginar al público girando los rostros para verificar si lo que su gusto les dicta es generalizado; podemos imaginar a Beethoven, despeinado como las pinturas nos lo muestran, dirigiendo a los músicos dándole la espalda al público, excitado y eufórico, extravagante y a veces furioso, inclinándose teatralmente en los fragmentos más delicados y enderezándose, ascendiendo junto a su música, extendiendo los brazos impetuosos como pretendiendo, lo dice un comentario de la época, “volar hacia los cielos”; podemos imaginar a su vez, sin duda atónitos ante el espejismo, ante la luz de los candelabros de principios del siglo XIX, cómo más de uno, profiriendo injurias, se levanta de las cómodas sillas del Theater an der Wien a orillas del Wienfluss, y se dirige a la salida no pudiendo oír más semejante acto de barbarie.

Beethoven era ya reconocido en Viena como un virtuoso en el piano. Los nobles solían, entre sus entretenimientos, organizar competencias en las que los mejores pianistas se enfrentaban y en las que Beethoven dejaba a todos atónitos por sus portentosas improvisaciones. Había realizado giras por Europa y estrenado ya dos sinfonías que sorprendían por originales pero nunca como la tercera: la “Heroica”. Inicialmente dedicada a Napoleón Bonaparte, se ha convertido, objeto de los más diversos testimonios, en una alegoría del romanticismo. Aseguran allegados al compositor que éste sentía una profunda admiración por Napoleón, hombre salido de la revolución y símbolo de una nueva época, de un discurso político y un sentir social donde la razón y las leyes imperaban, donde la iglesia era cuestionada y donde los monarcas dejaban de ser un designio divino y comenzaban a ser de carne y hueso sobre los que la guillotina tenía el mismo efecto que en los demás; riquezas mucho más abstractas pasaban de boca en boca y Beethoven se confesaba, orgulloso, un revolucionario. En un cuaderno consignó: Haced todo el bien posible, amad la libertad por encima de todo y ni por alcanzar un trono, haced traición a la verdad. Nuevas ventiscas recorrían Europa. Pero al autoproclamarse Napoleón como emperador fue tal la indignación que causó en el músico que corrió furibundo a borrar su nombre de la primera página de la partitura y terminó dañándola. Luego, símbolo de la nostalgia del compositor por la admiración tan grande y la desilusión aún mayor escribió: “Sinfonía Heroica, compuesta para festejar el recuerdo de un gran hombre”.

La obra no gustó. Su ruptura con la tradicional obra sinfónica fue demasiado drástica. La imaginación del autor se dio un festín y creó una partitura desbordante, original y casi temeraria; una revolución musical acorde a su época. Thomas Mann dijo que toda música es políticamente sospechosa y es con Beethoven con quien eso más aplica: él politizó la música, ya no era ésta un simple divertimento para momentos de ocio sino algo mucho más elevado, incluso, un arma contra la injusticia, la barbarie y la tiranía. Pero en la conservadora Viena de inicios del siglo XIX, tal irreverencia no podía gustar. Compuso una obra larga, que evolucionaba a nuevos temas y se arriesgaba a ciertas disonancias que en los oídos de la época eran bastante notorias, largos clímax y repeticiones, ideas e ideas nuevas y desconcertantes, arriesgados brillos y juegos rítmicos, eran una euforia y un vértigo para muchos insoportable; una obra problemática como el mismo Beethoven. Fue entonces cuando un gran crítico musical escribió:

Por medio de extrañas modulaciones y de violentos cambios de tonalidad, combinando los elementos más heterogéneos, puede alcanzarse cierta indeseable originalidad. Esta obra no tiene cohesión, es inaguantable para los que aman la música.

Pero Beethoven tan solo respondía a esas nuevas ventiscas, a la esperanza de nuevas manifestaciones, nuevos raciocinios y más efectivas soluciones. Él, orgulloso y altivo, no se arrodillaba ante la nobleza ni ante los cánones, y si bien necesitaba de varios mecenas para su sustento, no agachaba la cabeza pues aseguraba que los aristócratas nacían pero él se había hecho a sí mismo, que era un artista; incluso llegó a decir, furioso al no verse tratado con el respeto que merecía, que nobles había muchos, pero Beethoven sólo uno. Amante de los nuevos ideales, ilustrado, antidogmático, veía en la música un medio para denunciar la corrupción y la decadencia de la sociedad así como los tormentos de un espíritu sensible. El romanticismo tenía sus propios sonidos. Pero el público de entonces, como el de hoy, tal vez como el de siempre, rechazaba lo extraño y lo nuevo, cosas que requieran de un mayor esfuerzo y, por lo mismo, difíciles de comprender, y buscaba, como el de hoy y tal vez como el de siempre, en su mayoría, no sólo lo usual sino también lo fácil y lo frívolo para pasar un buen rato, de lo que el compositor se quejaba. Quizá quienes oían en ese entonces y encontraban tan insoportable su obra, quienes abandonaron el Theater an der Wien ese 5 de Abril día de estreno de la “Heroica” esperaban oír una nueva manifestación de lo viejo, es decir, su espíritu no había sido tocado por la expectativa de cambio, por la ruptura que significó la Revolución Francesa, y quizá quienes eran más afines, quienes estaban más permeados por las ideas y la expectativa la habrán encontrado comprensible, acorde y hasta grandiosa. La “Heroica” fue, al mismo tiempo, una amenaza y una promesa.

Quiero afirmar, entonces, que no existe cosa tal como un “valor estético objetivo” donde la obra de arte tenga una cualidad universal e intemporal, aunque sí hay fórmulas más eficaces para establecer ese dialogo divino, ese instante transformador en el que se encuentran dos seres: el arte y el individuo. Me aventuro a decir que son obras con la mitad del camino asegurado aquéllas que más tienden a confrontarnos, aquéllas que nos reescriben, aquéllas en las que nos reflejamos y como el espejo en el verso de Borges, nos revelan nuestra propia cara; como Shakespeare, donde todas las pasiones humanas nos enfrentan o, como ha dicho Harold Bloom, nos inventan. Shakespeare tiene con esto la mitad del camino asegurado, la otra mitad, superada también por él, es tener el favor de los dioses.

Pero si no existe un valor de la obra de arte por armónica, equilibrada, o cualquier otro canon, sí existe con relación a un observador y su inevitable prejuicio estético; el mismo que a los griegos les impidió descifrar las orbitas celestes pues, como tenían una noción de lo bello como bueno, e incluso perfecto y verdadero, no vieron, o no quisieron ver, que las orbitas eran elípticas y no circulares. El circulo, bello y perfecto, símbolo de lo apolíneo, en la gloria del canon griego, derrotó a la elipse real e imperfecta. Quizás sería acertado afirmar que uno no se acerca a una obra de arte con los ojos, los oídos y las manos sino con la memoria e, incluso, con el deseo. Así, en el jardín de Capuleto en una de esas noches que parecieron miles aunque fueran tan pocas, Julieta oye lo que ansía oír: ¿Quieres marcharte ya?… Aún no ha despuntado el día… Era el ruiseñor, y no la alondra, lo que hirió el fondo temeroso de tu oído… todas las noches trina desde aquel granado. ¡Créeme, amor mío, era el ruiseñor! A lo que Romeo, tal vez sí por miedo, momentáneamente cuerdo, responde: ¡Era la alondra la mensajera de la mañana, no el ruiseñor!… Mira…, amor mío, qué envidiosas franjas de luz ribetean las rasgadas nubes allá en el Oriente…

El deseo hizo que Julieta oyera un ruiseñor y su mítico canto, no deseaba que la noche acabara, tal era su ensoñación, y sirven a mi argumento sus subordinados sentidos. Cabe decir que no le funcionó la fórmula de Giovanni Quessep en donde ver el vuelo o escuchar el canto del ruiseñor logra que el tiempo no nos hiera.

Cuán controversiales fueron además los últimos cuartetos de Beethoven. Aquéllos que, ya completamente, sordo compuso en sus últimos años. Aquéllos ante los que se le quejaría un violinista alegando su extrema dificultad y ante el que Beethoven respondería airado: “¡A mi qué me importa su maldito violín!”. A uno de estos cuartetos Thomas Mann le dedica vastas páginas en su Doktor Faustus:

Pero oíamos a Kretzschmar hablar de él con el corazón palpitante, emocionado por el contraste entre el alto concepto que de esta obra se tiene hoy y el dolor, la pena, el desconcierto en que por ella de vieron sumidos los contemporáneos que más fielmente creían en Beethoven y le querían. Kretzschmar nos hablaba de este cuarteto porque su fuga final era, ante todo, ya que no exclusivamente, un grito de desesperación. Para el sano oído de la época resultaba insoportable.

En la actualidad, los cuartetos tardíos representan para muchos el mayor legado musical de Beethoven; su complejidad, aún hoy, les arrebata exclamaciones a los más ambiciosos intérpretes y causa en los oyentes sentimientos compartidos de emoción y espanto, de incomprensión y fascinación, de súbita gloria, de inmensa conmoción y compasión. Y cuentan que es ante estos cuartetos, una joya de la literatura musical que trascendió el romanticismo, ante los que Estanislao Zuleta repetitivamente se sentara a llorar; aunque no me atreveré a conjeturar razones.

Es la memoria el gran filtro y el gran regente, más que ver, recordamos. El crepúsculo de la tarde podrá ser bello pero lo es sobre todo porque nos evoca el colorido de otro crepúsculo, perdido en la memoria, de un día reseñable; el lienzo podrá ser resultado de los estudios de un maestro del contraste y las formas, pero nos conmueve alguna relación, inconciente, entre estas formas y un viejo sueño, un temor, o una lluviosa tarde a través de la ventana. El poema, el verso incluso, es perfecto porque nos acordamos de un mundo que intenta cifrar, un ritmo que sentimos y remembramos desde el vientre materno, y todo un lenguaje, un alud de símbolos que pretende depurar; pero por fuera de un lenguaje, de un ritmo y, sobre todo, de un mundo que nos resuena, el verso sí existe, desde luego que existe, pero no vale más que otro, no responde a jerarquías. La obra de arte no tiene un valor real per se, vale lo que recordamos, y cómo lo recordamos, como Julieta al ruiseñor que trina todas las noches desde aquel granado aunque lo que oye es el grito inoportuno e indeseado de la alondra.

La inmensa capacidad de los hombres para innovar y cortar repentinamente con la costumbre y los cánones establecidos, inventando, redescubriendo tesoros olvidados pero con nuevas miradas, ofreciendo visiones y brindándole al arte y la cultura la riqueza y diversidad que hoy ostenta, es algo que la historia suele agradecer pero que en la inmediatez, en muchos casos, es recibido, como en un acto reflejo, con rechazo general si no con terribles epítetos. Así, aquello que hoy se nos muestra tan desagradable, que solemos lapidar de bárbaro y torpe, mañana podrá convertirse en un ícono, en símbolo de nuestra época. Con tal panorama hemos de desvelarnos. Funes el memorioso planteaba que un gato el día de hoy no puede llamarse igual el día de mañana, pues mañana es un día abismalmente distinto, y nosotros seremos abismalmente diversos, y la luz, y el viento, y el gato; tampoco deberá llamarse igual al siguiente minuto, pues todo cambia en un minuto; ni al siguiente instante… y es que la impresión que nos regalan los sentidos sobre una obra de arte y sobre todas las cosas no sólo no es única, pues no depende de las cosas en sí más que de un inevitable subjetivismo, sino que además no es estable, ni fiable, variando cada instante tanto en el recuerdo cuanto en cada nueva audición y en cada nueva ojeada, mudando de nombre, sumándose y transformándose el concepto que de ésta tenemos mientras el cerebro, tan acostumbrado y perezoso, se esfuerza en entender lo que otros ya entendieron. La fealdad, podemos decir, no es más que otro nombre para la incomprensión.

Los intérpretes de jazz, esos seres que para mí entrañan un aura misteriosa e insondable, podrán atestiguar como las impresiones se acumulan y se suman para darle forma a una idea distinta, podríamos decir más completa: en la construcción de nuevos acordes y nuevas progresiones armónicas hay ocasiones en que el resultado se muestra como una disonancia sumamente desagradable, casi dolorosa, pero luego de volver a oírla parece ser menos desagradable, y más tarde, cuando el oído comienza a acostumbrarse, cuando se esfuerza en entender, se encuentra uno con una belleza muy exquisita, tan exquisita que es casi fea. En la historia de la disonancia musical vemos que cada generación parece arriesgarse a más, y que lo que ayer era visto como temerario hoy es común, y que hoy, hay temerarios ayer inimaginables. Poca música como el jazz se mantiene tan a la vanguardia y se desplaza tan fecundamente en esa línea misteriosa entre lo feo y lo bello, entre el rechazo y el deleite, entre ese aguijón asesino y esa pócima redentora. Tal vez ahí esté su encanto, en tentar al caos y al ruido parándose en la cima de los logros de la música de occidente, en un riquísimo sincretismo con África y sus sonidos ofreciéndole a los cobres y a las cuerdas las inflexiones propias de la voz humana y arriesgándose a caer, más de una vez, en el abismo de lo incomprensible.

Thomas Mann asegura que el precario equilibrio entre la vitalidad y la enfermedad es la única explicación valida del genio. Ese genio que, a inicios del siglo XX, tomaba el espíritu africano con los instrumentos europeos en Nueva Orleans, al sur de los Estados Unidos, para daba origen precisamente al jazz; ese genio en el mítico Buddy Bolden, de día barbero y de noche músico, de quien no ha quedado registro sonoro pero sin duda un precursor; ese genio en la legendaria trompeta de Joe “King” Oliver, maestro de Louis Armstrong, y de Louis Armstrong, el gran improvisador, el gran virtuoso; ese genio en el saxofón de Charlie Parker quien le dio clases a Miles Davis y su lirismo; ese genio en John Coltrane, tocando al lado de Miles Davis, y su saxofón, libre y complejo, vinculado a la lucha por los derechos civiles de los afrodescendientes. Todos ellos, en mayor o menor medida, fueron catalogados de bárbaros y relacionados con un declive moral en la sociedad, para hoy son vistos, con justicia, como los padres inmortales de un arte. Declive semejante al que se comentaba en las cortes de Europa a más de un siglo de distancia, frente a esa avalancha revolucionaria que desdeñaba las buenas costumbres, la inquebrantable tradición y la divina iglesia, y que hacía sonar aquellas músicas insoportables y vertiginosas. Dicen que los dos acordes, los dos golpes con los que inicia la sinfonía “Heroica”, inauguraron el romanticismo y le abrieron paso en la sensibilidad de sus contemporáneos pero, sobre todo, en la de las generaciones que vendrían, con fuerza épica, a los ideales de libertad, igualdad y fraternidad, de los que el mismo romanticismo se desilusionaría. Es tal la grandeza de la “Heroica”, la carga simbólica y el mensaje altivo y visionario que entraña, que atemorizó a los más grandes compositores del siglo XIX y llegó incluso hasta aquél que llevaría la sinfonía a la cúspide: Gustav Mahler.

Aquel otro inmortal, Johann Sebastian Bach, componía obras monumentales con una laboriosidad tan extraordinaria de domingo a domingo que muchos de quienes semanalmente lo escuchaban dudaban en verdad de su calidad pues, algo hecho en una semana, no podía ser muy bueno. Sobra decir qué consideramos hoy de esas obras elaboradas como un mundo con todas sus formas por un dios de siete días; lo que sí no sobra preguntarnos es, ¿qué pensarán mañana de la música que hoy consideramos desagradable, a veces inaudible, por física incomprensión? ¿Y qué de los cuadros que pensamos torpes y las esculturas que juzgamos caprichosas o los videos que nos parece que a algunos encantan porque nada dicen, al ser un escándalo insoportable de luces, formas superpuestas, un grito de desesperación de una juventud alienada y sin horizontes? ¿Y no decía acaso Thomas Mann que la fuga final de uno de los últimos cuartetos de Beethoven era, como digo yo refiriéndome a esos videos que aborrezco, también, un grito de desesperación? ¿No será esa desesperación, ese conflicto con el mundo, la génesis del artista visionario que basado en una memoria y en un profundo conocimiento de su arte, es capaz de entrever lo que solicitan las nuevas ideas, las nuevas perspectivas, las nuevas ventiscas ineluctables? Y ahora que menciono el escándalo de muchas de las artes del momento, ¿no es una suerte de escándalo, también de luces y de formas superpuestas, de pensamientos y de diálogos entreverados, de sonidos y de movimientos y de rostros y de filosofías, ese día que se ha convertido en las décadas de muchos, ese 16 de Junio de 1904 que deliró Joyce? Poco hemos de confiarnos en esa razón nuestra que tanto varía y muta, que tan sin cesar se mueve, se transforma, cambia como el famoso río, y hemos de ser escépticos frente a nosotros mismos y nuestros juicios de humo, frente a nuestro pasado que es tan incierto como nuestro futuro —así lo quiere el psicoanálisis— pero, en mayor medida, frente a cada nueva manifestación, frente a cada nueva sensibilidad pues, las generaciones venideras, ahí sí, sin duda y como siempre, habrán de sorprendernos tejiendo amenazas y promesas con la misma lana.

Me pregunto ahora qué conduce a un individuo de esta época a ser artista. Si bien el arte, como dice Estanislao Zuleta, es un punto de partida de toda cultura y no un resultado de la misma, creo que para ser artista en un momento como el nuestro, en el que la estética se subordina a los afanes y soberbias del mercado, al desdén a veces criminal de la reflexión, la espontaneidad o la duda, debe haber un conflicto entre el individuo y lo que le rodea, una contradicción entre su sensibilidad y el mundo; lo que he murmurado antes, y algunos han acertado en llamar: una herida. De otra forma no me explico, sin aludir a los caprichos de un “espíritu creador” que a su voluntad desciende, cómo nacen los artistas. Esta época que nos ha tocado en suerte todo lo empobrece y a veces nos parecería que ya no habrá grandes obras que conmuevan a las generaciones por venir; por ejemplo, es ahora cuando de ese arte original que es la arquitectura pasamos a la mera construcción, es decir, de todo un universo de símbolos a la mera utilidad; es ahora cuando el ir y venir de la información, como un río imparable cayendo en el precipicio, evita que la gente converse, acaso interactúe, si no es con unos vagos y despectivos monosílabos bajo el pretexto y la ilusión de que no hay tiempo; es ahora cuando el maestría y el deleite de contar un paseo de fin de semana ha desaparecido porque es demasiado difícil y además inútil. El mismo Estanislao ha dicho que, si en algún momento de la historia el arte comienza a desaparecer, no es en las perdidas tribus de la selva, sino acá, en el apogeo de esta era, interconectada y acelerada, envanecida en su propio reflejo. En mi soledad a veces me siento aterrado ante el panorama, más me engaño, los artistas siempre han estado ahí y ahí estarán, porque el arte es sorprendente pues no responde a ese universo precipitado en el que vivimos, es un espacio con sus propias reglas y sus propios dioses. Siempre habrá artistas, inclusive ahora cuando todo tiende hacia el otro lado, y por lo mismo, ahora más que nunca. Otra cosa es que no los entendamos.

Es comprensible de todos modos que rechacemos muchas de las nuevas propuestas y visiones. Ya dijimos que será la memoria el gran regente del juicio estético, que a duras penas escuchamos, sólo recordamos. Que la grandeza de lo que hoy veo bajo el rótulo de nuevo proviene de un recuerdo análogo de algo que ya me gustaba; luego la aparición de una obra con la que ya con dificultad establezco una relación en mi memoria entra en un serio problema. Somos entonces, algunos, abismalmente faltos de imaginación.

¿Cuántas músicas que no podemos imaginar, reposan, invisibles, como una premonición en el espíritu de los artistas? ¿Cuántos acordes estremecerán el aire de las décadas que vienen dominando a su antojo los días y las noches? ¿Cuántos lienzos cifrarán las nuevas ideas? ¿Qué arquitecturas, qué formas, qué arabescos originales, jamás explorados, cuántas metáforas que estamos seguros que vendrán, que intuimos sin corporeidad alguna, como una feliz certeza, serán el testimonio, la punta de lanza de las nuevas sensibilidades? Algunos oirán ruiseñores y otros oirán alondras en los mismos trinos. Algunos seguirán perdidos en la noche finita mientras ya despunta el día. Hace parte de la naturaleza del arte perdernos de grandes cosas que otros sabrán apreciar, y disfrutar impresiones que otros despreciaron. Así, Giusseppe Sarti, recordado compositor de mediados del siglo XVIII, escribió luego de oír un cuarteto de Wolfgang Amadeus Mozart:

Los antiguos maestros se permitían ciertas licencias, pero ahora que los bárbaros han empezado a escribir música, encontramos pasajes que hacen estremecer. De los dos fragmentos de este nuevo cuarteto, podemos juzgar que el compositor, a quien no conozco y no deseo conocer es sólo un pianista de oído depravado.

[*] Universidad del Valle, Cali, Colombia.

Contacto con el autor: ivanzho@hotmail.com

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