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EGM.
marzo 2018 /
Publicación semestral. ISSN:1988-3927. Número 22, marzo 2018.

El dibujo de los vasos griegos y su influencia en la obra de Picasso

Miguel Ángel Vázquez Vera

Miguel Ángel Vázquez Vera1

 

Resumen. El presente artículo se encuentra estructurado en dos partes: en la primera tratamos de elaborar un esquema con algunas de las características que podemos encontrar a la hora de analizar el estilo empleado en el dibujo de los vasos griegos, aludiendo brevemente a algunos autores y movimientos posteriores influenciados por dicho estilo; en la segunda hemos querido buscar relaciones entre las obras de Picasso y el mundo clásico, centrándonos, especialmente, en la influencia que recoge del dibujo de las cerámicas helenas.

Palabras clave: arte contemporáneo, clasicismo, patrimonio artístico, Picasso, vasos griegos

Abstract. This paper has been divided into two sections: in the first section we have tried to produce a framework with some characteristic that we are able to find when we analyze the style used in Greek vases drawing, mentioning briefly some authors and movements influenced by the aforementioned style: in the second section we have wanted to find out the relationship between Picasso’s works and classicism, focus on the influence that we can see in Picasso’s works taking as reference classic Greek pottery.

Keywords: Contemporanean Art, Classicism, artistic heritage, Picasso, Greek vases

 

1. El vaso griego como objeto de influencia artística

1.1. Introducción

El retorno al clasicismo ha sido una materia casi constante en toda la historia artística. El interés que generan los objetos legados por nuestros antepasados nunca ha dejado de suscitar nuevas interpretaciones a través de la experiencia creativa de los mismos. Podemos comprobar este hecho si acudimos a movimientos artísticos que surgieron motivados por este revisitar lo antiguo. En esta tradición es posible tomar como ejemplo las obras de autores inscritos dentro del marco renacentista o neoclásico, pero también podemos considerar como referencia a creadores vanguardistas interesados en las esculturas exportadas desde África o la Polinesia, o a los románticos de finales del XVIII, quienes buscaban en el patrimonio nacional, los mitos y las leyendas lejanas una renovación del carácter colectivo a través de los textos y artefactos heredados de sus ancestros.

Dentro de este copioso abanico integrado por todas las muestras de arte patrimonial que se conservan en la actualidad, nos gustaría destacar la importancia de los dibujos inscritos en las cerámicas griegas, cuya relevancia viene dada por los recursos empleados por sus autores en la configuración de sus escenas, que siguen resultando sugerentes y notablemente modernos en la época contemporánea.

 

1.2. Características del dibujo griego

En primer lugar, merece la pena destacar el ambiente permisivo en el cual fueron elaboradas las representaciones de los vasos griegos, siendo posible la aportación de nuevas soluciones que podían ser vistas de forma negativa dentro de otros contextos culturales, como por ejemplo el egipcio, donde el Estado y la religión ejercían un control predominante sobre las creaciones artísticas. Según Francisco Calvo Serraller, es en la cultura griega donde se da el «salto decisivo» en el sentido de valorar las aportaciones individuales, ya que: «... fue la primera civilización en secularizar lo artístico, dando a sus productos un valor formal propio, el derivado de plasmar belleza» (Serraller y Giménez, 2006, p.32). 

Ernst H. Gombrich también señala: 

Hacia finales del siglo V los artistas han adquirido plena consciencia de su poder y su maestría, de los que su público se hizo eco. Aunque los artistas aún eran considerados artesanos y, tal vez, desdeñados por los esnobs, un número creciente de personas comenzaban a interesarse en las obras por sí mismas, y no por sus funciones religiosas o políticas. La gente discutía los méritos de las diferentes escuelas artísticas, esto es, de los diversos métodos, estilos y tradiciones que distinguían a los maestros de cada ciudad (2012, p.99). 

En un sentido similar, Johann J. Winckelmann indica: 

El honor y la suerte del artista no dependían del capricho de un ignorante orgullo, y sus obras no se adecuaban a ningún gusto infame ni a los bellacos ojos de algún juez encumbrado mediante la adulación y el servilismo, sino que las juzgaban y premiaban los más sabios de todo el pueblo. Y en la asamblea de todos los griegos, así como en Delfos y en Corinto, sus obras participaban en certámenes de pintura sometidos al criterio de jueces elegidos especialmente para aquellos eventos y que empezaron a ser una institución en tiempos de Fidias (2011, p.72).

Haciendo caso a lo comentado, si ejercemos una analogía entre el arte heleno y el egipcio, podemos comprobar que la libertad que poseían los griegos no era compartida en la tierra del Nilo. Erwin Panofsky destaca que: «... la retícula cuadriculada egipcia no cumple una función traslativa, sino constructiva...» (1985, p.82), lo que nos da a entender que el artista egipcio se encontraba sometido a serias limitaciones en la representación del cuerpo humano. Mientras, en el arte griego el artista no construye los cuerpos a través de un modelo compositivo, sino relacionando las diversas partes de la figura dentro de un todo armónico. Incluso atendiendo a los diferentes cánones helenos, hay que pensar que estos no trataban de imponer un modelo constructivo, sino de dar ciertas referencias para la realización de los individuos representados, buscando la belleza en la proporción de sus formas. «La Grecia clásica, por consiguiente, contrapone al código artesanal inflexible, mecánico, estático y convencional de los egipcios un sistema de relaciones elástico, dinámico y estéticamente relevante» (ib., p.88). La consecuencia de esto es que el artista griego se enfrenta a una problemática mayor derivada de esta creciente libertad, dando lugar al interés por el desarrollo de la representación mimética, más fidedigna a una realidad objetiva. El creador heleno va a atreverse con escorzos y con la plasmación de numerosas posiciones para representar el movimiento del cuerpo humano. A pesar de ello, como sugiere Gombrich, los artistas griegos: «Se hallaban lejos de intentar la copia de la naturaleza tal como la veían en una ojeada» (2012, p.82). Efectivamente, el arte griego seguirá siendo contenido en el sentido de que estará sujeto a normas conceptuales, pero dicha normativa no vendrá impuesta por un gobierno que legitima una manera de hacer sobre otra, sino por las decisiones del propio artista, por el gusto imperante en lo colectivo y por las exigencias de los compradores. 

En este sentido, podemos ver como la representación del cuerpo humano, que viene a ser el tema preferido por los autores griegos, no se lleva a cabo de una forma realista, sino que atiende a ciertos conceptos derivados de la opinión de lo «bello» en su cultura. Siendo así, este interés por configurar de forma realista la figura humana se encuentra sujeto a la idealización en algunas de sus partes. Por ejemplo, el conocido perfil griego, que Winckelmann destacaba como: «... la cualidad más sobresaliente de una belleza superior» (2011, p.90), recortaba el perfil de los rostros utilizando una línea recta para unir la nariz y la frente. Es poco probable que todos los griegos tuviesen esta particularidad fisonómica en la realidad, pero dicha representación tenía un sentido para ellos. Quizás, les servía como elemento a través del cual identificarse de forma colectiva o, simplemente, suponía la plasmación de la belleza física ideal del rostro. Lo importante aquí es que podemos asociar la fórmula del dibujo griego al «naturalismo legítimo» que describe Frithjof Schuon (2008, p.52), es decir, la cohabitación de la naturalidad física con la visión platónica del mundo. Este hecho es relevante porque a pesar de la libertad creativa que diferencia el arte griego de otras muestras de arte patrimonial como, por ejemplo, las egipcias, el primero sigue conservando el interés por realizar un tipo de manifestación que no se limite a la plasmación de la naturaleza de una manera más o menos objetiva, sino que pretende hablarnos del mundo a través de una visión individual-colectiva de lo que ellos entendían como realidad. 

De la misma manera, el muestrario de motivos figurativos, ya sean desnudos o vestidos, se encuentra restringido. De nuevo el artista no se deja llevar por esta libertad que, por otra parte, puede desembocar en un vacío identitario. Gombrich destaca que: «... en la representación del movimiento y del ropaje el repertorio de la escultura y la pintura griegas ha resultado ser extrañamente limitado», admitiendo, incluso, que: «Tal vez si se hiciera un censo de tales motivos, se descubriría que el vocabulario griego no es mucho más amplio que el egipcio» (1998, p.122). Esta repetición de los motivos no hay que entenderla como una cualidad restrictiva, sino todo lo contrario. Ann Steiner señala el principio de redundancia en el lenguaje visual de los vasos griegos con el propósito de crear un sistema comunicativo, ya que la repetición establece una serie de códigos que eliminan la entropía y confieren una claridad mayor al mensaje expuesto (2007, pp.11-12). 

La manera en que el artista representa el espacio compositivo también atiende a una comprensión conceptual del mismo. Panofsky comenta que la forma de concebir dicho espacio se hará teniendo en cuenta a la figura humana, protagonista indiscutible de las obras, por lo que no se lleva a cabo la mera representación del espacio en sí, ya que se piensa este como la «ausencia de cuerpos», como algo que «permanece entre los cuerpos» (1999, p.25). Por tanto la forma de componer griega vendría fijada por lo que denomina como «espacio de agregados» (ib., p.26), utilizando el fondo como un vacío sobre el que se van colocando las diferentes figuras y elementos que darán sentido a la escena. De esta manera, el paisaje no se tiene en cuenta, dando lugar a que los propios elementos que conforman la imagen sean los atributos que definen la situación en la cual se está desarrollando la acción. En este sentido, la composición del fondo en las cerámicas parece entenderse en conexión con la representación teatral, donde el utillaje limita la escena a través de conexiones simples (una silla o elemento colgado en el fondo hacen referencia al interior de una casa; unas columnas a un templo; un árbol o una planta al campo, etc.), empleando un lenguaje sencillo y útil que garantiza su eficacia al trabajar con símbolos reconocidos por el público y que se repiten continuamente, aumentando así su significado. 

Una conclusión que podemos extraer de las particularidades expuestas es que hacen del dibujo griego un tipo de arte simple y efectivo, accesible a todo el mundo, cuya narración puede resultar comprensible incluso en nuestros días. No obstante, al encontrarse las obras insertas dentro de un marco cultural, deberemos conocer ciertas características de dicha cultura para entender la intención concreta de la narración. Así, por ejemplo, podremos reconocer a Zeus fácilmente si sabemos que su personaje está asociado a la representación del rayo o del águila, de la misma manera que es fácil señalar a Atenea por sus atributos bélicos y la égida que porta en su pecho o a Hércules por la piel del león de Nemea que cubre su espalda, en la mayoría de los vasos. A pesar de ello, aunque en la actualidad no tengamos acceso a algunos de estos códigos que definían una narración mucho más compleja en su contexto social originario, sí que podemos identificar las escenas, situarlas espacialmente y reconocer la actitud y las relaciones de los personajes en las mismas. Winckelmann señalaba que dicha facilidad a la hora de comprender las emociones de las representaciones griegas venía dada por la gestualidad adoptada por las figuras creadas, comparando esta con las actuaciones exageradas de los actores de la época (2011, p.87). También Gombrich, aludiendo a un vaso con la escena de la vuelta a casa de Odiseo (skyphos de figuras rojas con la escena de Ulises reconocido por su vieja niñera, s. V a C, Museo Archeologico Nazionale, Chiusi), decía que: «... no necesitamos el texto exacto para experimentar que algo dramático y emotivo está pasando...» (2012, p.94). 

A todo lo comentado podemos sumar la opinión de Pascale Picard-Cajan, quien destacaba: «... el arcaismo de la manera, la superficie uniforme, la bicromía, la ausencia de perspectiva. Criterios todos ellos que van en contra de los principios académicos y que, en ocasiones, suscitan un interés extremo» (2004, p.299). Tales características deben haber reclamado la atención de los diferentes autores que han dirigido su mirada hacia las obras griegas, entre ellos, Picasso. También Gombrich comentaba: 

Este equilibrio entre una adhesión a las normas y una libertad dentro de ellas es el que ha llevado a que se admirara tanto el arte griego en los siglos posteriores, y que los artistas se hayan vuelto hacia sus obras maestras en busca de guía e inspiración (2012, p.89).

 

1.3. La influencia del dibujo griego en los siglos posteriores

Es posible que la fijación por los vasos griegos como objetos potencialmente útiles para su empleo como referentes artísticos existiera ya en la Edad Media. El propio Gombrich trata de relacionar unas decoraciones de frisos con palmetas que se encuentran en el retablo de San Francisco de la iglesia de Pescia, elaborado por el autor Bonaventura Berlinghieri en 1235 con los ornamentos que podemos apreciar en numerosas piezas cerámicas helenas (1976, pp.234-236; Denoyelle, 2004, p.286). Aún así, sabemos con seguridad que a partir del Renacimiento y, especialmente en el siglo XVIII, despertaron el interés de numerosos artistas que acudieron a ellos en busca de respuestas a sus labores artísticas. Los recursos propios de los vasos griegos que hemos comentado previamente debieron sugerir nuevas soluciones a los problemas creativos que existían en la época. En este sentido, podría resultar interesante no concebir de forma única a los vasos como una rica fuente de información visual y estética, sino también como elementos a través de los cuales los autores contemporáneos podían acceder al mundo originario de quienes habían creado dichas obras. Según Panofsky, el interés del Renacimiento en el arte clásico pudo deberse a que la teoría de las proporciones «... podía satisfacer las dispares exigencias espirituales de la época» (1985, p.103), es decir, el Renacimiento italiano podría concebir dicha teoría «... como la realización de un postulado metafísico» (1985, p.102), a diferencia de la Edad Media, especialmente el arte bizantino y románico, que entendía esta «... como un recurso técnico», el cual, «... en la medida en que entraba en relación con el arte, degeneraba al propio tiempo en un código de preceptos prácticos, que había perdido toda conexión con una cosmología armónica» (1985, p.102). El Renacimiento recoge la herencia griega en la que el artista busca, a través de las proporciones, el sentido de la belleza o la perfección estética que se descubren en las obras clásicas. 

Los autores posteriores se han relacionado con los vasos griegos de diferentes formas, dejándose llevar por los intereses y las pretensiones individuales en cuanto a su propia creación artística y a los recursos que podían encontrar en las piezas cerámicas. Es por ello que existen diversas maneras de enfrentarse al vaso griego: «... desde la imitación refinada de los amateurs a la copia destinada al aprendizaje técnico, de la inspiración artística y decorativa a la reflexión sabia, de la inmersión insaciable en la mentalidad griega a la formación del buen gusto como privilegio social (Rouillard y Verbanck-Piérard, 2004, p.22).

Así, Martine Denoyelle destaca como el británico Johann H. Füssli hace uso de la iconografía que podemos encontrar en las cerámicas helenas de una forma sumamente personal, convirtiendo una escena de corte homosexual en una imagen donde dos personajes interactúan sobre un difros con un sentido muy diverso al original (2004, p.295). Según Denoyelle, esta obra de Füssli (El rey de Dinamarca envenenado por su hermano, 1771, Graphische Sammlung der Eidgenossische Technische Hochschule, Zurich) se encuentra inspirada directamente en una crátera de campana del Pintor del Dinos que actualmente pertenece a la colección del British Museum.

El movimiento neoclásico también centra su atención en la época de la que toma el nombre. Si bien podemos encontrar paralelismos en trabajos de algunos autores como Jacques-Louis David y sus discípulos («la secta de los barbudos») con las piezas cerámicas, el ejemplo más notable reside en la dedicación de Jean-Auguste-Dominique Ingres por llevar a cabo investigaciones profundas en el marco de los vasos griegos. Pascale Picard-Cajan destaca: «... el gusto exacerbado por la perfección del trazo griego» de Ingres, quien se enfrentaba a los recipientes cerámicos con un interés analítico meticuloso: «... Ingres colecciona los vasos, los estudia, dibuja, copia y elabora de forma autodidacta, una cultura arqueológica cuya fracción dominante se materializa reuniendo mil cuatrocientos calcos y dibujos tomados a partir de decoraciones de las cerámicas» (2004, p.303). Según él, los mejores ejemplos de la influencia del dibujo griego en la obra de Ingres se materializan en Estratónice o la enfermedad de Antíoco (1840), así como en El nacimiento de la última musa (1856), las cuales reflejan claramente el uso de un modelo compositivo que responde a los ideales de los vasos.

Otro ejemplo lo tenemos en la figura de Gustav Klimt, quien utiliza recursos extraídos de diferentes piezas cerámicas, así como de láminas incluidas en las publicaciones del arqueólogo alemán Eduard Gerhard para configurar algunas de sus obras, como La Música I (1895), La Música II (1898) o Palas Atenea (1898) (Denoyelle, 2004, p.296; M. Halm-Tisserant, 1992, p.80).

Entre otros autores de las vanguardias, Denoyelle destaca asimismo el interés de Matisse, Picabia, Léger o Giacometti por las representaciones cerámicas helenas, descubiertas gracias a numerosas publicaciones que ya existían en la época o tras una simple visita al Louvre (2004, p.296). A estos nombres Francisco Calvo Serraler añade a Cézanne, Degas, Renoir o Brancusi, quienes según él: «... insistieron en esta misma línea de pensar la modernidad desde parámetros clasicistas» (1992, p.49).

Sin quitar mérito o importancia a los autores comentados y a otros que podríamos haber utilizado como ejemplo, haciendo consideración al título de este artículo, nuestro objetivo se centra en reconocer la influencia del dibujo griego en la obra de Picasso, ya que el pintor español desarrolló un interés notable en recoger su esencia, aplicándolo de forma intermitente a lo largo de toda su vida en diversos dibujos, grabados, pinturas y piezas cerámicas.

 

2. Picasso: bajo la sombra del minotauro

Resulta bastante conocido el interés que tenía Picasso por aprehender cualquier elemento del pasado cultural que estuviese a su alcance para hacerlo propio, recurriendo, por ejemplo, al arte íbero o al arte africano para conformar las caras de las famosas Demoiselles d’Avignon (1907). Asimismo varios autores han sugerido la similitud del retrato de Gertrude Stein (1905-6) con la tradición estatuaria íbera. También Carlos Rojas se suma a la opinión de Anthony Blunt al señalar la coincidencia entre una de las figuras utilizadas en el Guernica (1937) y un personaje del Beato de Saint-Sever (h. 1038), al cual Picasso tuvo acceso justamente en la época en que terminaba su gran obra (1984, p.194). Por último, resulta curioso el relato a través del que se presenta a Matisse como la persona que introduce el arte africano en la vida de Picasso. Se trataba de una estatua congolesa comprada al «padre Sauvage» y de la cual Picasso no quiso separarse, pasando la noche con el ídolo africano en el estudio de Bateau Lavoir, donde Max Jacob lo encontró al día siguiente, rodeado de dibujos de la pieza (Spurling, 2007, pp.557-558; Giorgi, 2003, p.54). 

Estos hechos vienen a remarcar la importancia que daba Picasso a cualquier recurso que pudiera utilizar en su arte, llegando a demostrar un entusiasmo casi infantil por toda forma que prometiese un nuevo descubrimiento en el territorio plástico. Su interés por reapropiarse de formas ya existentes podía tener relación, como apunta John Berger, con una necesidad de trabajar sin tener un tema concreto a través del cual expresarse (2013, pp.209-210). Sea esta la razón o no, Brassaï afirmaba que con las interpretaciones de la Crucifixión (1512-16) de Mathias Grünewald, Picasso: «... inauguró un tipo de crítica pictórica ayudado por el pincel, semejante a una crítica literaria exhaustiva, que pretende extraer la quintaesencia de la obra» (2002, p.48) y lo mismo podemos entender a través de las reflexiones pictóricas que llevó a cabo con la reinterpretación de Las meninas (1656) de Velázquez, las Mujeres de Argel (1834) de Delacroix o el Almuerzo sobre la hierba (1863) de Manet. Robert Rosenblum aludía a estas obras calificando a Picasso como «una especie de manager de teatro», ya que «resucitaba a los personajes ficticios de una pintura, obligándolos a moverse en el espacio y a interpretar distintos papeles, introduciendo, incluso, rostros y objetos no familiares en medio de ellos» (1992, p.182). En todo caso, lo relevante aquí será subrayar esa insaciable sed que tenía el artista por nutrirse de viejos elementos para conformar nuevas formas. En este sentido, el arte griego, tanto la estatuaria arcaica como el dibujo de los vasos, supone un apoyo fundamental para la elaboración de muchos de sus trabajos.

La relación con el mundo griego no va a limitarse a un estudio de sus formas. Picasso, cuyo origen se encuentra en Málaga y cuya formación artística continúa en Barcelona, tiene, como apunta Francisco Calvo Serraller, una conexión directa con el entorno Mediterráneo (1992, p.49). Resulta comprensible, por lo tanto, que las resonancias que perduran en el tiempo acaben confluyendo en un interés especial por la cultura enmarcada en este contexto. De hecho, la influencia de esta sociedad será tan importante para el artista que en un momento concreto vendrá a utilizar a una de las figuras mitológicas de la misma como un alter ego propio, a través del cual expresarse e identificarse dentro de sus trabajos. Siendo así, el minotauro tomará protagonismo en varias de sus obras (figuras 4 y 5), reflejando, como apunta Paloma Esteban Leal: «... sus diferentes estados de ánimo en un periodo especialmente complicado de su existencia...» (2000, p.18). «Hoy en día, la asociación de Picasso y el Minotauro es una imagen habitual [comenta Sylvie Vautier]. Resulta tan evidente que se podría llegar a creer que Picasso ha sido el verdadero creador de este monstruo legendario» (2000, p.49). También Berger viene a debatir sobre el uso que hace el artista de dicho personaje, sugiriendo «una crítica de la civilización en que habita él, en el primer caso, y que lo rechaza, en el segundo», así como el «poderío propio» de una bestia «familiarizada con los instintos» y que no teme a estos (2013, p.127). Para Robert Rosenblum, la figura del minotauro podría haberse convertido en «un símbolo de su identificación con España durante la Guerra Civil, cuando fueron tan dolorosamente despertados sus sentimientos de lealtad a la nación» (1992, p.175). En todo caso, lo que nos interesa aquí es remarcar la fuerte influencia que recibe Picasso de la civilización helena, materializada en la asunción de un personaje propio inspirado en dicha cultura.

Hay diferentes teorías que tratan de explicar porque Picasso decide adoptar esta herencia mediterránea que lo acerca al clasicismo y, en nuestro caso, al dibujo de los vasos griegos. Siendo bien conocida la vida sentimental del artista malagueño, John Richardson asocia el descubrimiento de un nuevo amor del pintor con el interés repentino por el citado clasicismo, comentando que: «Cuando estaba enamorado, Picasso era propenso a expresarse en una vena neoclásica» (1992, p.159). Marilyn McCully (1992, pp.71-89), sin embargo, alude a la influencia que pudieron ejercer en el artista español movimientos regionalistas que buscaban afianzar su identidad a través de su conexión con el Mediterráneo. En este sentido, el Noucentisme catalán, bautizado así por Eugeni d’Ors, dentro del cual llegó a incluirse a Picasso (sin el consentimiento del artista), también pudo afianzar este vínculo entre el pintor y las corrientes mediterraneístas del momento, más teniendo en cuenta su amistad con integrantes del grupo como Enric Casanovas, Manolo Hugué o Maillol. McCully incluso presenta otra teoría, destacando que: «... fueron las obras de Matisse y de los fauves, expuestas en el mismo Salon d’Automne, las que suscitaron en Picasso un sentimiento de urgencia y competitividad en la búsqueda de una nueva dirección para su trabajo», concretando que «en ese momento decide acercarse a Gauguin, sustituyendo el interés de este en los Mares del Sur por el Mediterráneo» (1992, p.78). Javier de Prada alude asimismo a una hipótesis enmarcada en el terreno de lo psicológico y en la relación del artista con la figura de don José, su padre, «pintor fracasado que siempre anheló el éxito en los encorsetados ambientes académicos, y que tanto insistió al hijo en su primera juventud para que realizada la carrera que él no había sido capaz de llevar a buen término» (2014, p.41). En palabras del teórico: 

El éxito profesional alcanzado por Pablo puso, no obstante, de manifiesto algunas de las fuertes contradicciones en las que estaba inmerso el pintor, obligándoles a tomar conciencia de las mismas. En el terreno artístico, su furiosa adscripción a la vanguardia más radical le negaba la valoración y el respeto de la sociedad más tradicional; respeto y valoración que inconscientemente anhelaba, como sustituto simbólico de la aprobación paterna nunca obtenida. Esto le obligó a embarcarse, a partir de 1915 y 1916, en la aventura profesional del estilo clasicista (2014, p.122).

Fuesen estas las razones o no las que hicieron que Picasso dirigiese su mirada hasta el pasado clásico, lo cierto es que la influencia de esta cultura artística se encuentra presente en muchos de sus trabajos. 

Ya hemos comentado el protagonismo que tenía la figura humana como tema principal de las obras griegas, y resulta interesante destacar como Picasso también conserva esta preocupación por la figuración en un momento en el que autores como Kandinsky intentaban plasmar en sus obras lo intangible. A esto se refiere Esteban Leal, quien destaca a Picasso como precursor de movimientos europeos que instigan un «retorno al orden» como el alemán Die neue Sachlichkeit o el italiano Valori Plastici. En este sentido, la autora incide en la importancia del viaje que hace Picasso a Italia en 1917, y la identificación que lleva a cabo de sí mismo con las obras clásicas y renacentistas, comentando, en 1923, que «el arte griego, como el egipcio, no pertenecían al pasado sino que estaban más vivos que nunca» (2000, p.24). Será entonces cuando realice sus pinturas calificables como clásicas, inspiradas en autores más cercanos a él temporalmente como Miguel Ángel, Ingres o Cézanne, pero con indiscutibles reminiscencias de la Grecia antigua. La pintura Mujer con velo azul (figura 1) muestra una clara influencia del dibujo de los vasos griegos. En ella podemos comprobar como la línea cobra un papel fundamental, de la misma manera que se plantea un resultado plano, donde el volumen de la figura no parece ser lo más importante para el artista. También el fondo parece anecdótico, supeditado completamente al poder de la presencia humana. El rostro, a pesar de no aparecer de perfil, dibuja una nariz recta que sugiere una conexión directa con la interpretación griega de la misma.