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EGM.
marzo 2009 /
Publicación semestral. ISSN: 1988-3927. Número 4, marzo de 2009.

El anhelo de lo infinito y trascendente en Franz Schubert

FRANZ SCHUBERT: "Sehnsucht". CD. Matthias Goerne, barítono, Elisabeth Leonskaja, piano. Harmonia Mundi 901988. 2008.
Ana Bocanegra Briasco

 

 

Siempre a la sombra de Beethoven, a quien admiró y quiso seguir en la composición de grandes formas instrumentales, fue en el Lied donde este vienés que prácticamente nunca llegó a vivir de su trabajo musical encontró su máxima expresión.

Su punto de partida en este género fue Gretchen am Spinnrade que, compuesto en 1814, tras su primer contacto con la poesía de Goethe, marcaría el inicio de lo que sería, junto a las pequeñas formas para piano, su más característico sello, allí donde más y mejor se autodefinió y donde se encierra la voz más sincera del Romanticismo alemán. Goethe y Schiller fueron un filón para Schubert pero no lo fueron menos otros como Leitner o Mayrhofer quienes pertenecieron a su círculo más íntimo, aquél que le sustentaba económica y moralmente y al que pertenecían otros artistas como los pintores Moritz von Schwind, Leopold Kupelwieser o el cantante de la ópera de la corte Michael Vog, quien dio a conocer a la sociedad vienesa los Lieder de su amigo, a esa Viena con la que mantuvo una relación contradictoria y en cuya vida artística, a pesar de sus tentativas, no logró integrarse por su temprana muerte y por su rechazo a las instituciones.

Nos encontramos pues ante el Lied como figura musical emblemática de este espíritu y como seña de identidad de quien, como nadie, lo representa. Ese Lied que, en su admiración por el llamado Genio de Bonn, Schubert intentaría posteriormente someter también a las grandes formas mediante la creación del llamado Lied-nouvelle o novela en forma de Lied. De este afán surgieron dos hermosísimos ciclos con poemas de Müller en los que se sigue un hilo narrativo según sus situaciones interiores: Die Schöne Müllerin (1823) y Winterreise (1827). Pero en esta fusión del arte fue esencial aunque escasa por breve, el encuentro con Heine en 1828. De aquí salieron sus seis Lieder póstumos publicados en Schwanengesang que presagiaban lo que habría sido la segunda etapa del género de no haber sido por la prematura desaparición del músico y que ofrecen novedades extraordinarias en la concepción formal, en la armonía y en el tratamiento de la voz y el piano.

Pese a todo, queda patente el papel de nuestro autor en este campo como modelo de compositores posteriores desde Schumann hasta Hugo Wolf o Gustav Mahler.

Con ocasión del registro que aquí comentamos, Schubert se nos muestra en toda su desnudez, probablemente desconociendo que constituiría un eslabón fundamental en el progreso del arte, y nos habla únicamente de su anhelo, su búsqueda inalcanzable de la naturaleza humana. Lo que teóricos intentaron explicar, la unendliche Sehnsucht de Hoffmann, lo que Eichendorf quiso decir cuando nos aludió a una melodía fundamental como misteriosa corriente que atraviesa el mundo y recorre, aunque de forma inadvertida, el corazón del hombre y Wackenroder de cómo la proyección del ser humano hacia lo elevado, hacia el antiguo abrazo del cielo que ama todo era posible únicamente a través de los sonidos, todo esto, esta pasión, esta nostalgia siempre insatisfecha la encontramos en el papel que nuestro compositor asume de auténtico Tondichter, poeta del sonido. Schlegel ya anunció que la poesía es primordialmente toda actividad creativa, mezcla de géneros poéticos y queda aquí claro que no es que la poesía y la música tengan en este caso una relación de servidumbre de una con respecto a otra, sino que aquélla se disuelve en ésta y en este sentido el compositor explora el campo sonoro, busca todas las peculiaridades tímbricas.

El Schubert que nos encontramos en este momento, que pone música a textos de los cuatro poetas arriba citados es destacable, como en la mayoría de su producción, por la belleza inigualable de sus melodías que se nos aparecen en la pureza de su esencia, a pesar de la presencia sombría en la mayoría de los casos del piano, y completas, pues en su perfección, refinamiento e inspiración no necesitan desarrollo o elaboración alguna. Voz y piano son aquí, en efecto, uno, es decir, están perfectamente equilibrados pero a la vez podrían escucharse por separado. El piano no acompaña, es parte imprescindible del texto musical que completa y aporta, prepara y comenta, que enriquece de modo ineludible los paisajes a través del eco y la oscuridad propia del alma del artista romántico y apreciable en la pintura, por ejemplo, de Caspar David Friedrich, y ambos, voz y piano, nos desvelan la importancia del silencio como elemento esencial del discurso sonoro. A todo ello ayuda también el uso por parte del compositor de los recorridos lentos y elusivos de su música, un rasgo entendido por algunos como vienés pues abandona mediante ello la rigidez compositiva de la sonata clásica o, lo que es lo mismo, la inmovilidad de la cultura austriaca del ochocientos.

Todo esto está magníficamente interpretado por un Matthias Goerne que, como discípulo de Fischer-Dieskau y Schwarzkopf, sigue escrupulosamente la tradición germana según la cual, y como ya dijo Wagner en 1841, el intérprete debe estar subordinado a la intención del autor, haciendo uso del fraseo y las inflexiones vocales más que de la caracterización de cada efecto verbal para alcanzar la máxima expresión de la emoción del texto y una excepcional Elisabeth Leonskaja que sigue lo anunciado por Hoffmann respecto al piano, resaltando cualquier cuadro musical rico en figuras y claro-oscuros mediante un uso más que prodigioso de los recursos tímbricos del instrumento. Ambos, barítono y pianista pueden ser también considerados, en este sentido, poetas. En su perfecto papel de media nos permiten a los oyentes una comprensión poética de la obra haciéndonos llegar emociones semejantes a las que el mismo compositor tuvo. No se trata, pues, de un arte de adorno, de desalmada filigrana sino que continúan la tradición igualmente romántica de un Cortot o un Thibaut ante la imposibilidad de mentir de la música. En eso reside aquí el virtuosismo, en traducir la emoción del autor con la máxima sinceridad.

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