Aarón Rodríguez Serrano
Resumen. Melancolía (Lars von Trier, 2011) ha resultado ser uno de los ejercicios fílmicos más arriesgados y brutales de su director. Su mayor novedad —y el interés para el número que nos ocupa— es que el espectador cuenta desde el primer minuto con la seguridad total de que el planeta tierra se extinguirá al final de la cinta. La experiencia de su visionado está dominada, por lo tanto, con la intuición del Apocalipsis y del dolor total que lo impregna todo. Propondremos un análisis fílmico que sugiera los focos de la seguridad en la catástrofe expuestos por el director danés.
Palabras clave: Melancolía, Lars von Trier, análisis fílmico, apocalipsis
Abstract. Melancholia (Lars von Trier, 2011) has proven to be one of the most risky and brutal films of its director. Its greatest novelty –and the most important factor for our number of the magazine- is that the viewer has since the first minute to the ending the knowledge of how the planet earth will expire at the end of the movie. Seeing this film means feeling the intuition of the end of the times, a intuition who permeats everything. We want to propose an analysis looking for this painful experiencies shown by the Danish director.
Keywords: Melancholia, Lars von Trier, Film Analysis, End of times
00. Introducción
Durante los meses comprendidos entre Noviembre de 2010 y Febrero de 2011 tuve la suerte de celebrar en la Universidad Europea de Madrid el II Seminario sobre Análisis Fílmico y Psicoanálisis, que pretendía entablar un diálogo entre las cintas Solaris (Solyaris, Andrei Tarkovski, 1972) y Anticristo (Antichrist, Lars von Trier, 2009). Mis intenciones, explicitadas desde la primera sesión, tenían un marcado carácter didáctico (introducir a un cierto saber del que, por desgracia, nada parecen querer decir los planes de estudio actuales), pero también una nada disimulada puesta en palabra de una obsesión personal, esto es, una experiencia. Y es que —sería razonable comenzar afirmando esto— nuestra concepción del análisis fílmico exige obligatoriamente pasar por la obsesión, por la vivencia, por lo que duele. De lo contrario, nos arriesgamos a matar la letra o, a lo peor, a convertirla en un pasatiempo de salón académico.
De la necesidad que el dolor nos impone en el texto hablamos. Y, por nuestra responsabilidad docente, enseñamos siguiendo la intuición freudiana —por lo demás, tan denostada en estudios recientes — que invita a conectar la experiencia subjetiva con el dolor de los Otros. Incorporar a las aulas la experiencia de un dolor, o si se prefiere:
Nuestro paso al acto se concretó en una agenda compuesta por nueve sesiones de hora y media de duración, y su eficacia se define en la asistencia de un puñado de alumnos que —es importante recalcarlo— acudieron no por recibir algún tipo de premio académico (créditos, calificación extraordinaria, alguna mención para su CVitae…) sino simplemente por la intuición de que lo que ocurría en esa aula podría ser, de alguna manera, importante.
Sin embargo, como en todo acontecimiento dominado por procesos inconscientes —del diván a la sala de cine, y de ahí, al aula—, se tuvo la extraña sensación de que faltaba mucho por decir, por localizar, muchos puntos de ignición que no habían sido suficientemente explorados. Ya se sabe: análisis terminable o interminable. Esperemos que las próximas páginas cierren, corrijan, sugieran y amplíen muchos de esos otros caminos esbozados.
01. Melancolía: un final asegurado
La premisa argumental de Melancolía es razonablemente sencilla: mediante una estructura narrativa escindida en dos fragmentos que recorren la mitad exacta del metraje, se plantea la posibilidad de que un inmenso planeta azul —tan azul como Solaris, podríamos sugerir— arrase la tierra por completo. Al contrario que en otras propuestas más o menos logradas de la ciencia ficción contemporánea que juguetean con el final de nuestro planeta como la novela Cánticos de la lejana tierra (C. CLARKE, 1992) o la saga de películas catastrofistas firmadas por Roland Emmerich, la diferencia sustancial que introduce Lars von Trier es demoledora: no hay salvación alguna para la tierra. Ningún héroe aparecerá en el último minuto portando una solución mágica. La raza humana perece. Y, llegando al límite, perece sin un Dios, sin ninguna explicación teológica, sin ninguna esperanza posible.
Ahora bien, merece la pena detenerse a pensar cómo organiza el director la gestión de la información. En primer lugar, la cinta se abre con un prólogo compuesto exactamente por diecisiete planos, rodados a cámara lenta utilizando la misma tecnología que von Trier desarrolló para el espectacular introito de Anticristo. Al igual que ocurría en la cinta anterior, las imágenes se suceden asociadas a una música orquestal extradiegética —una pieza barroca de Handel, una obertura romántica de Wagner—. Sin embargo, hay una evolución en la construcción del relato. En Anticristo, el genérico ocupaba dos planos y estaba situado antes del prólogo. En Melancolía, el nombre del director y el de su obra se funden en el mismo plano y sirven para cerrar tal prólogo.
Esos 17 planos iniciales ofrecen varias líneas de trabajo: la saturación de citas pictóricas y cinéfilas —del Ofelia de John Everett Millais a El año pasado en Marienbaud (L´anée dernière à Marienbad, Alain Resnais, 1961) —, la puesta en escena de un mundo quebrado que no coincide en espacio ni en tiempo con el propio relato que va a desplegarse, la extrema (y bellísima) composición de cada encuadre en comparación con los rasgos formales que tendrá la propia cinta… Sin embargo, para nuestro análisis, nos quedaremos con un simple detalle. Los planos cuatro, nueve, doce y dieciséis —planos espaciales, generados en 3D— no dejan lugar a dudas: el planeta Melancolía va a estallar contra la tierra.
El pacto entre director y espectador es conciso: no se puede esperar una vuelta atrás, no hay truco de magia. Cualquier anhelo, por pequeño que sea, de que el final de la cinta no termine precisamente en la destrucción total del planeta tierra es una engañifa, una mentira piadosa. El espectador por lo tanto, sabe. Esto es, tiene la seguridad. Y únicamente desde ahí se puede entender el dispositivo de la cinta.
02. ¿Qué significa tener la seguridad en el fin del mundo?
Cualquiera que haya leído El malestar de la cultura con algo de interés recordará las demoledoras palabras con las que Freud destruye el espejismo de la felicidad humana:
Transformación delirante capaz de salvarnos de esa llamada interior y brutal, ese impulso de muerte que anida en nuestro interior y que, a partir de Más allá del principio del placer, ya constituirá el centro inesquivable del aparato pulsional freudiano. Todo es instinto de muerte, y frente a él, ofrecemos “tentativas” de protección. No hay que equivocarse: ni el psicoanálisis, ni el análisis fílmico, ni la docencia escapan más allá de esas mismas “tentativas delirantes”.
Lars von Trier convierte Melancolía en un extraño experimento audiovisual, una suerte de obra de tesis. Digámoslo claramente: en una cinta “de catástrofes” convencional, el público se encuentra poco menos que obligado a permanecer junto al protagonista, cuya lucha por salvar a los demás de la catástrofe siempre es “buena”, suele estar “premiada” con un amor normativo y heterosexual y, por supuesto, toma parte en una pátina ideológica conectada con los intereses económicos y políticos del primer mundo. La angustia del espectador, por lo demás, no deja de ser un tanto hipócrita, ya que la pregunta formulada por el film — ¿nos salvará el actor X de la tragedia en el último minuto? — es falsa, tiene siempre la misma respuesta, nos conduce en una dirección y sentido único hacia un alegre futuro. Dicho con otras palabras: el espectador medio entra en la sala sabiendo —su inconsciente lo sabe, otra cosa bien distinta es lo que pueda desear— que no hay de qué preocuparse. Estamos a salvo.
Melancolía juega en la dirección opuesta: no se le hurta al espectador la desoladora verdad de su propio final. Ni siquiera plantea una duda posible: el plano dieciséis de la cinta muestra cómo el planeta azul destruye por completo a la tierra.
Ahora bien, la misma idea de nuestra desaparición cósmica genera un rechazo natural por parte del espectador no conocedor de su tánatos, del incrédulo del psicoanálisis, de los vitalistas o, en fin, de todos aquéllos que creen en la seguridad de su existencia terrenal. El reto de Lars von Trier es, por el contrario, proponer una posibilidad bien distinta. Busquemos, por lo tanto, en esa otra dirección.
03. La escisión y la sutura
Melancolía es, como hemos dicho, una cinta dividida en dos partes. Cada una corresponde —al menos, nominalmente— a una de las dos hermanas que protagonizan la cinta: Justine —la melancólica, la enferma, pero también la hechicera o la bruja de Anticristo— y Claire —la madre de familia, la cuerda, la intachable—. Sin embargo, uno de los rasgos iniciales que nos sorprenden al comenzar a estudiar la cinta es, muy precisamente, lo brutal que resulta la propia escisión. La primera hora de película, caracterizada por una puesta en escena mucho más violenta, rica en saltos de eje, epilépticas cámaras en mano y modos del “primer Lars von Trier”, narra desde una perspectiva cercana al documental una boda catastrófica en la que toda la concurrencia, en nombre de distintos campos de acción —el capital, la familia tradicional, su deseo egoísta…— intenta manipular, agredir o humillar a Justine, la novia, la enferma. La segunda hora de película, infinitamente más controlada desde un punto de vista formal, se extiende varios días desde la crisis total de la mujer y su reclusión en casa de Claire hasta el final definitivo de la humanidad anunciado en el prólogo.
Sin embargo, y salvo algunos detalles que veremos a continuación, ambos fragmentos apenas están conectados. Formalmente parecen películas diferentes, utilizan usos del tiempo y el espacio opuestos por completo. En ocasiones, más que un único texto, parecería el choque de dos voces en tensión. La clave para entender Melancolía como una obra unitaria es, muy precisamente, la sutura, es decir, la única escena en la que los acontecimientos de la primera parte inciden de manera explícita —digamos, se introducen en el relato— de la segunda.
Contextualicemos: ha pasado casi media hora desde que comenzó la segunda parte de la cinta. Claire, madre abnegada aterrorizada ante la idea de que Melancolía impacte contra la tierra, acude al pueblo para comprar unas pastillas capaces de matarles a todos de forma rápida en caso de que el final se aproxime . Tras un extraño plano en el que los caballos de la casa se revuelven en sus cuadras, Von Trier nos muestra el enfrentamiento entre las dos hermanas. Y, como argumento definitivo que hila su relación, Justine se introduce como receptora de un cierto saber.
Justine: La Tierra es malvada. Nadie la echará de menos. (…) Lo único que sé es… La vida en la Tierra es malvada.
Claire: Entonces, puede haber vida en otro lado…
Justine: No. La hay. (…) Sé que estamos solos. Yo… sé cosas… (…) Seiscientos setenta y ocho. El número de alubias de la botella [de la celebración de la boda] (…) Y cuando digo que estamos solos… Estamos solos. La vida existe solo en la Tierra. Y no por mucho tiempo.
Por primera vez, Justine introduce un dato sobre la primera parte de la cinta: ella sabía (cosa del todo imposible, ya que en ese momento se encontraba siendo abandonada por su esposo) que en la botella de alubias que habían llenado todos los invitados de la boda de manera aleatoria había, muy precisamente, seiscientas setenta y ocho. Y ese saber —un saber trivial, al decir de la propia Claire— es, contra todo pronóstico, el garante de la verdad cosmogónica última: no hay lógica en el universo y, por ende, el ser humano se encuentra abandonado en una Tierra malvada.
El agujero mayor del texto, por supuesto, es el silencio total a la hora de explicar por qué es Justine la que recibe ese saber… y de dónde, claro.
La escena está contada mediante dos planos generales de ambas hermanas a distintas escala, cada una situada a un lado del encuadre. Del lado de Justine, uno de esos potentes faroles capaces de iluminarlo todo al caer la última noche sobre la tierra. Del lado de Claire, dos pequeñas velas que no serán nunca encendidas. Del mismo modo, Justine es retratada únicamente mediante primeros planos tomados a escala única mientras Claire es escindida mediante varios planos de perfil a distinta angulación. La verdad de Justine es total, mientras Claire duda, trastabilla, se siente llevar por el pánico.
Con lo que, en resumen, la sutura de Melancolía tiene forma de soledad. O para ser exacto, de seguridad en la soledad. Nada hay más evidente, más innegable, que la soledad del ser humano.
04. El cielo deshabitado
Si, al decir de Justine, “estamos solos”, es muy en concreto porque Dios no existe. Como bien señaló Jorge Latorre en un magnífico texto sobre la película que nos ocupa: “en Melancolía simplemente, hay ausencia total de Gracia” . Nos encontramos, quizá, en un territorio todavía más abrasador, más devastado que el de la propia Anticristo. Porque en esa cinta inicial, pese al rosario de brutalidades, mutilaciones y horrores varios, la existencia de Dios era justificada mediante la presencia de su siniestro diabólico: la Naturaleza era, al pie de la letra, la Iglesia de Satán. Las brujas realmente podían hacer que el granizo se desplomara sobre los hombres. En Melancolía ya ni siquiera queda ese breve latido divino. La prueba más evidente es que la cinta comienza más allá de la celebración de la boda, no muestra ni el rito ni se introduce en Iglesia alguna .
Del mismo modo, la propia construcción cosmogónica se recrudece, repitiendo la misma fórmula desesperada. Recordemos cómo Dafoe miraba al cielo para encontrarse una constelación inexistente —Los tres mendigos—, una configuración cósmica que no existía. Constelación cuyo mayor rasgo era, precisamente, anunciar la muerte de alguien. Exactamente el mismo movimiento se repite ahora cada vez que Justine contempla con arrebato la constelación de Melancolía.
En el territorio del Edén de Anticristo, los tres mendigos anuncian desde el cielo la muerte de la mujer. En el territorio apocalíptico de Melancolía, la constelación de Escorpio —más concretamente, la estrella Antares— anuncia el final de los tiempos. Lo importante es que, al contrario que en el mensaje religioso, es la muerte misma la que desciende desde el cielo, desde el rincón en el que antaño habitaba el Padre y en el que ahora sólo queda una tristeza, una desesperación total.
Y es que merece la pena pensar sobre lo que realmente dice la cinta: que un malestar en concreto llamado Melancolía —caracterizado, como la búsqueda en Internet de Claire demuestra, por los mismos rasgos que los tres mendigos [grief, pain, despair] — desciende desde un cielo deshabitado para arrasarlo todo. Un malestar que, por cierto, una rama tal de la psicología “oficial” expulsó violentamente de las taxonomías clínicas oficiales incorporando en su lugar el muy resbaladizo e impreciso término depresión. El melancólico —que no el depresivo— pelea con su bilis negra y con el sabor de un dolor existencial interminable, hasta el punto de que en la Edad Media, melancólico era muy precisamente aquel que se empeñaba en utilizar el pensamiento para llegar más allá de la idea de Dios y, al hacerlo, se convertía en un hereje desesperado. Poco después, en el Renacimiento, el melancólico era el hombre o la mujer que se arrojaba a una soledad total, una hendidura en la que ninguna construcción simbólica podía edificarse:
Sin duda, no es lo mismo ser melancólico que estar deprimido.
De ahí, por lo tanto, que esa visión discutible y totalitarista de la ciencia que pretende dar una explicación absoluta sobre lo real esté magníficamente cifrada en el personaje de John, ese buen padre y esposo que contempla el cielo con su telescopio afirmando, sin temor a equivocarse, que el planeta Melancolía no chocará contra la tierra.
Pero, ¿qué sabe John de lo real? Poco, sin duda.
John, confiando en los científicos “de verdad” se iguala en una pirueta al supuesto psicólogo (therapist, en el original) de Anticristo, convencido de que sus mantras de automotivación salvarán a su esposa de la catástrofe. John se aferra una y otra vez a la idea de que la “verdadera ciencia” —la que trabaja con magnitudes exactas, precisas, la que se opone a los “profetas de la catástrofe”— conoce a la perfección los designios del planeta azul, de igual manera que los científicos de Solaris intentaban teorizar en vano sobre el cuerpo del fantasma. Sin embargo, Melancolía está más allá de la ciencia exacta, precisamente porque cifra con toda claridad la brutalidad de lo real: nada más extremo, nada más conectado a lo real que nuestra propia destrucción.
De hecho, Lars von Trier remarca con furia todo ese conjunto de patrañas equivocadas incorporando uno de los saltos de eje más brutales de la cinta. Se invierten las normas, se invierte la mirada, se invierte la palabra misma. Y, desde luego, se traiciona un nuevo tipo de seguridad: ésa que el método científico parece otorgar a una parte de la comunidad académica que niega cualquier verdad más allá del dato comprobable, verificable, controlable. Los “científicos de verdad” mantienen su pensamiento a este lado de la melancolía. El melancólico, por el contrario, y al igual que ocurría en la Edad Media, empuja su pensamiento más allá de lo que el discurso dominante está dispuesto a permitir… y paga el precio por ello, por supuesto.
05. La melancolía / el relato
John, el científico, el padre, muere. O mejor dicho, se arranca la vida. Y lo hace, con toda justicia y toda coherencia, cuando su seguridad en la ciencia se desmorona, esto es, cuando comprende finalmente que el planeta destruirá de manera irremediable la tierra. Ese relato —por lo demás, poco simbólico— con el que pretende vertebrar la seguridad de su familia se agrieta hasta la náusea y se vuelve indefendible. El hecho de que su suicidio se concrete en la ingesta de una sobredosis de pastillas nos ofrece una sonrisa irónica sobre los límites de lo que el discurso científico tiene que decir sobre la muerte.
Con lo que, finalmente, Justine y Clarise se encuentran, cara a cara, en la conversación final sobre la mejor manera posible de encarar el fin del mundo.
Claire: Quiero que estemos juntas cuando suceda. Afuera, en la terraza. Ayúdame, Justine, quiero hacer bien las cosas (…) Una copa de vino juntas, quizá.
Justine: ¿Quieres que tome una copa de vino en tu terraza? ¿Y qué tal una canción? ¿La novena de Beethoven? ¿Algo así? Quizá podríamos encender unas velas. ¿Quieres que nos juntemos en tu terraza a cantar una canción y tomar una copa de vino? ¿Sabes qué pienso de tu plan? (…) Pienso que es un montón de mierda.
Claire: Justine, por favor… Sólo quería que fuera agradable
Justine: ¿Agradable? ¿Por qué no nos encerramos en el maldito inodoro?
Lars von Trier agota las posibilidades de la representación: no hay dignidad alguna en lo real, y el melancólico lo sabe. La inclusión de la Novena Sinfonía de Beethoven le otorga una nueva pátina irónica a la conversación: no hay alegría posible, nada puede ser salvado. El añadido del poema de Schiller que el propio Beethoven incorporó en la famosa coral que cierra la pieza (¡Oh amigos, cesad esos amargos cantos! Entonemos otros más placenteros y llenos de alegría. ¡Alegría, alegría!) colapsa en la memoria del espectador como la prueba del fracaso total de Occidente a la hora de sortear la muerte, el dolor, la desolación. El melancólico se recrea, sin duda, en la falsedad de los textos que intentan celebrar un mundo deshilvanado. Apurando, podríamos afirmar que Von Trier intenta llegar más allá del Freud más oscuro para demostrar que la cultura, llegado el límite, ni siquiera sirve para contener la fuerza pulsional de la destrucción melancólica. De hecho, se alimenta de ella, se recrea bufonescamente en sus usos y costumbres, la compara —la metáfora con el inodoro no es gratuita— como un resto excrementicio del ser humano. Von Trier toca fondo en su filmografía en esta conversación, concluyendo sin duda el viaje que había iniciado apenas unos años atrás en el plano inicial de Anticristo.
Sin embargo, no sería justo suspender aquí el análisis sin incorporar un dato capital sobre el final de la cinta. Los últimos tres minutos, los tres minutos finales de vida sobre la tierra, corresponden a la creación desesperada de un relato. Un relato in extremis, injertado sobre el único personaje inocente de todo el film. Léo, el hijo de Claire y John, recibe de su tía una extraña promesa: ella puede construir la cueva mágica capaz de frenar la caída del planeta. Un relato que se establece, en concreto, allí donde el discurso oficial del padre —la ciencia— había fracasado estrepitosamente:
Léo: Tengo miedo de que el planeta choque contra nosotros (…) Papá dice que no hay nada que podamos hacer, no hay ningún lugar en el que esconderse.
Justine: Si tu papá dijo eso, entonces se ha olvidado de algo. Se ha olvidado de la cueva mágica.
Huelga decirlo, la cueva mágica no impedirá que el planeta Melancolía lo destruya todo. Pero, por el contrario, le regalará a Léo el extraño privilegio de una buena muerte, una muerte en paz, una despedida mínima pero noble, lejos de la histeria y del miedo. Mientras Claire grita desmoronándose ante la verdad purísima del horror final, Léo se aferra a la certeza mínima del relato. Un relato, por cierto, enunciado por una melancólica.
06. Algunas notas para una melancolía futura
Asumiendo la naturaleza provisional de este trabajo —que, esperamos, pueda desarrollarse con mayor profundidad a lo largo de los siguientes meses—, es necesario reconocer sus límites y sus carencias. En primer lugar, tenemos pendiente el análisis concreto de las fuerzas de simulacro derivadas del capital (el mundo de la publicidad y del consumo en la primera parte, la relación de los protagonistas con el Little Father que regenta la casa), así como la quiebra total de las estructuras familiares. La Melancolía de Von Trier no está ceñida únicamente a los mecanismos de la alta cultura, sino que propone una angustia social, económica, una angustia occidental a todos los niveles.
Del mismo modo, son muchas las hipótesis que se nos quedan en el tintero: que el propio planeta pueda suponer una suerte de cuerpo “real” que emerge del deseo de Justine, de su demanda, de su odio. En ese sentido, bien nos recordaría las teorías lacanianas sobre la psicosis como el retorno de lo reprimido en lo real. Sería interesante valorar y sopesar el uso concreto de las citas que realiza el director, asumir su experiencia, cruzarla con mucha más profundidad con Anticristo. Sin embargo, quizá todo se resuma en la cita de Latorre que traíamos a colación hace unas páginas: no hay Gracia en Melancolía. No puede haberla, porque la destrucción del sujeto occidental comienza, muy precisamente, con la destrucción de su universo simbólico en nombre de otros saberes, de otros dioses, de otras vivencias.
Melancolía, no hay que engañarse, tiene miles de nombres y miles de rostros, atraviesa Europa, salpica la concepción de lo humano, invade los textos, empapa las palabras. Quizá, digámoslo claro, ninguna otra imagen ha inaugurado con tanta potencia el problema brutal de nuestro pensamiento en el siglo XXI: una vez muerto el padre, tres pequeños cuerpos observan cómo la melancolía lo arrasa todo, estúpidamente protegidos bajo nueve palitos de madera… y un relato.
Bibliografía
BEMBIBRE, Judit e HIGUERAS, Lorenzo, Los normales: el psicópata, el sumiso y el educable, Editorial El Genio Maligno, Granada, 2010.
BERENSTEIN, Adolfo, La construcción del relato de la melancolía en el imaginario cultural en Revista Trama & Fondo, Nº 30, primer semestre 2011, págs. 103-108.
C. CLARKE, Arthur, Cánticos de la lejana tierra, Plaza y Janés, Barcelona, 1992.
FREUD, Sigmund, El malestar en la cultura, Editorial Alianza, Madrid, 1992.
ONFRAY, Michel, Freud. El crepúsculo de un ídolo, Editorial Taurus, Madrid, 2011.
Notas
Facultad de Artes y Comunicación. Universidad Europea de Madrid
Contacto con el autor: aaron.rodriguez@uem.es
Nos referimos, por supuesto, a una de las hipótesis principales del último libro de Michel Onfray (2011) que sostiene que la experiencia de Freud —y por ende, todo el psicoanálisis— única y exclusivamente es válida para el propio Freud, y por lo tanto, cualquiera de sus extrapolaciones a otros individuos u otros saberes (filosóficos o técnicos, tanto da) supone un error de antemano. Sería interesante preguntarse, al hilo de su propio texto, si los saberes de, pongamos por caso, el propio Nietzsche, no fueron útiles, constructores y, mal que le pese al filósofo francés, sanadores para el propio Onfray.
Ironías de la trama, esas pastillas servirán a John, su marido científico, para matarse en soledad apenas unos minutos de metraje después de brindar “por la vida”. Habría mucho que decir sobre las conexiones entre ciencia, paternidad y cobardía sugeridas por von Trier, pero lamentablemente tendremos que emplazar al lector a futuros trabajos en esa dirección.
Remitimos a Melancolía vs. El árbol de la vida [Consultado el 25 de Diciembre de 2011].
Sabemos, en cualquier caso, que se ha tratado de una boda cristiana. La madre de la protagonista afirma en su intervención inicial: «No he estado en la Iglesia. No creo en el matrimonio».