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EGM.
septiembre 2009 /
Publicación semestral. ISSN:1988-3927. Número 5, septiembre de 2009.

Análisis fílmico / análisis onírico: algunos apuntes sobre el comienzo de Persona (Bergman, Ingmar; 1966)

Aarón Rodríguez Serrano

1. Introito: El texto legible

Todo texto destina un espacio vacío para que el lector pueda construir(-se) en torno a las estructuras de significación, inabarcables e infinitas, conscientes e inconscientes, que se van enraizando progresivamente en cada visita al texto. En el fondo de ellas, esperando a ser transitada, la verdad encerrada en cada propuesta artística. Una verdad que nada tiene de objetiva y que, como norma general, satisface todas las pasiones / pulsiones que nos negamos a confesar(-nos).

Podemos acercarnos a una determinada manera de sentir el texto en tanto nuestra experiencia previa (hemos visto otros filmes, hemos paseado en otras ficciones) nos lleva de manera lógica a la comprensión de lo mismo: forja heroica, estructura en tres actos, curvas de transformación y demás posibles elecciones que el creador utiliza, con mayor o menor fortuna, para que reciclemos el saber de los demás textos e incorporemos su propuesta a nuestro particular imaginario simbólico. Incluso aquellas que aparentemente se manifiestan diametralmente contra una lectura obvia de sus contenidos nos obligan a ejercer una labor de lectura, de interpretación. Como bien nos señaló González Requena al enfrentarse con la hipotética libertad absoluta del Buñuel surrealista:

Pues, a poco que nos detengamos a analizar la cuestión, constataremos que tal libertad absoluta –entendida como la negación de toda lógica– termina por coincidir, sin más, con el azar. Y, a su vez, el azar se identifica con el caos: con la imprevisibilidad absoluta y, por tanto, con la ausencia absoluta de sentido. De manera que el texto que realizara tal libertad absoluta sería uno ilegible, además de uno extraordinariamente aburrido (…) Por eso, todo texto artístico que merece la pena es uno que puede –y merece– ser leído: de manera que, necesariamente, está habitado por cierta coherencia. Al análisis compete rendir cuentas de ella (GONZÁLEZ REQUENA, 2008, 6-7).

Y, sin embargo, no hay que dejar escapar un cierto paralelismo que se va planteando en todo nuestro razonamiento. La idea de que mucho antes de que nos preguntáramos por la posibilidad de leer ciertos textos que aparentemente se escapaban de esa (discutible) ilusión de sentido formal y narrativa, el psicoanálisis se atrevió a proponer una metodología sistemática y compleja precisamente de otro material textual que escondía una verdad en su interior: el onírico. Un material que, como el propio Freud señaló, es tal que, siguiendo a González Requena, puede –y merece– ser leído:

Tendremos que convenir en que el sueño no actúa nunca con nada que no sea digno de ocupar también nuestro pensamiento despierto, y que las pequeñeces que no llegan a atraer nuestro interés durante el día también son impotentes para perseguirnos en nuestro sueño (FREUD, 2001, 34-35).

El analista textual, sin embargo, se enfrenta al inconveniente manifiesto de no poder contar con la participación activa del paciente en la interpretación inmediata de sus ensoñaciones. Por otra parte, cada vez resulta más complicado (por mucho que creamos en la posibilidad de una figura autoral omnipotente) acabar concluyendo que una cinta determinada puede ser la creación de una única persona. Intentemos salir al paso de ambas afirmaciones que parecen contradecir la analogía análisis fílmico / análisis onírico.

Ciertamente, el debate sobre la lectura psicoanalítica y su posible dicotomía diálogo (entre el analista y el paciente) o monólogo (a ser posible, del segundo miembro) está muy lejos de ser cerrado. Es cierto que la verbalización (o lo que es lo mismo: intentar someter lo reprimido al orden del lenguaje) parece ser el mejor camino para acceder al contenido latente, ya sea mediante la guía más o menos activa de un segundo o mediante la libre asociación de ideas. Lo importante es el movimiento mismo por el cual lo oculto sale a la luz (curiosamente, como si se tratara de un eco de la mayéutica socrática) gracias al poder mismo de la palabra pronunciada. El analista toma las riendas de un diálogo imposible con el texto, una de esas excepciones en las que la función fáctica se diluye, se evapora. Incluso cuando se intenta entablar una especie de comunicación impostada texto-receptor (mediante estrategias como la mirada directa y la interpelación a cámara o las voces en off didácticas de tipo godardiano / Dziga Vertov) aquello está lejos de considerarse un proceso en dos direcciones. El analista está en la más absoluta soledad con respecto al material textual, con su propia metodología y su capacidad para introducirse en el contenido latente por sus propios medios.

En segundo lugar, en lo que se refiere a la autoría única del texto, ciertamente nos parece dificultoso poder concluir que todas las cintas portan una única firma susceptible de ser psicoanalizada. Antes bien, el texto ejerce un encuentro abierto con lo universal, con su época o con la propia naturaleza humana. De igual manera que el sueño se construye de retazos de lo ocurrido, nada hay en el discurso fílmico que pueda ser aislado del problema de la existencia. Incluso las cintas más banales o pueriles siguen siendo portadoras de un saber ideológico y de unos ciertos mecanismos represores. Incluso, de manera también similar a lo que ocurre con el texto onírico, aquello que parece ser evidente en un vistazo superficial suele ocultar preciosa y contradictoria información en la que se esconde su verdad.

Y, llegados a este punto, debemos acotar nuestra apuesta al término “verdad” y retornar al primer párrafo de nuestro artículo. Porque, después de todo, tanto el texto onírico como el fílmico esconden en su interior una cierta verdad (subjetiva) que sólo puede surgir del encuentro personal y comprometido entre el analista que lee y el texto que se ofrece a ser descifrado.

2. Ser/estar en el interior de la ficción

Uno de los retos fundamentales que recibimos como herencia del siglo XX ha sido la puesta en escena de la desintegración progresiva de la personalidad. Desde las pinceladas de Francis Bacon (que acaban resonando en otros autores tan cercanos como Lynch o Cronenberg) hasta la división sangrante de las obras de teatro de Sarah Kane, cada vez resulta más complicado delimitar quién es quién en el interior del relato. Hay un cierto saber que se impone con más fuerza en las representaciones del pasado siglo y que probablemente se derive de ese gran teatro de la muerte que resultó ser Auschwitz: ¿cuál es el lugar del sujeto en el interior del texto? ¿Qué le representa? ¿Qué le justifica?

La representación podría actuar entonces como un bálsamo ante el vértigo que conlleva la suspensión de sentido: Sartre sufre nauseas en el corazón de un café en el centro de París y levanta una literatura que se apoya sobre el vacío. La historia se desmigaja. El padre, la masculinidad, la validez de las instituciones comienzan a mostrar las fallas en las que rápidamente se posicionan los artistas para deconstruir hasta llegar al hueso de la tradición.

Es lógico que semejante panorama acabara por designar aquello que se ha venido a englobar con la farragosa y poco útil –por apenas delimitida– etiqueta de “cine postmoderno”. La representación postmoderna no sólo se debe entender como una pura cuestión formal que utiliza el pastiche, el collage, o, en palabras del famoso artículo de Daney (1983, 173), en la que “detrás de la imagen que muestra el director siempre hay otra imagen”. Eso nos supondría poder analizar de un plumazo obras como Paris, Texas (Wenders, Wim,1984) en lo que tiene de reinterpretación irónica del imaginario icónico del western o la propia Carretera perdida (Lost Highway; Lynch, David, 1997) como un ajuste de cuentas con el género negro de los grandes estudios de Hollywood.

Sin embargo, nos resulta francamente complicado señalar, por ejemplo, qué tipo de imagen previa se encuentra detrás de las que componen una película como Persona. ¿Deuda contraída, quizá, con la nueva ola y las rupturas de la narrativa que iniciaron Resnais, Godard? Algo así parece señalar, por ejemplo, Winston Dixon al contextualizarla en el momento histórico en el que fue realizada:

Persona pertenece a la década en la cual el cine alcanzó la modernidad, una década en la que las exigencias del estilo de Hollywood y el artificio evidente de la “cuarta pared” cinematográfica (…) se fueron deshilvanando (…) Es una muestra de lo que el cine internacional de carácter más artístico tenía que ofrecer a un público más maduro, menos puritano y con una visión mucho más amplia de la naturaleza humana (WINSTON DIXON, 2000, 47-51).

Indudablemente, Persona es una película que (al contrario de lo que pareció señalar la crítica marxista del momento) responde de manera concreta a las neurosis y los retos cinematográficos de su tiempo. Pero aun así no podemos agotar la imagen con una simple referencia al estilo como podríamos hacer con un cineasta “postmoderno” (en el sentido que señalaba Daney), pongamos por caso, con Quentin Tarantino. Hay algo más, algo relacionado con esa dimensión onírica que señalábamos al principio. Algo que tiene que ver con el mundo de los sueños, primer y poderosísimo modo de representación de la historia. Después de todo, aunque el cine clásico de Hollywood (especialmente en el momento en el que asume su vertiente manierista) ya se había atrevido a enfrentarse con la representación onírica, todavía estaba lejos de alcanzar una tan extrema como la propuesta por Bergman.

Intentemos clarificar esto. Los sueños que aparecen en cintas como Recuerda (Spellbound; Hitchcock, Alfred, 1945) o Freud: La pasión secreta (Freud; Houston, John, 1962) son simples consecuencias de la particular moda que vinculó al psicoanálisis de menos altura con el cine de los grandes estudios [1]. Simplificando al máximo la cuestión, podríamos pensar que lo que el cine clásico nos ofrece es, principalmente, la puesta en escena de los sueños de los personajes que habitan el relato, lo que sueñan los actores que pueblan el universo narrativo.

Ahora bien, la modernidad realizará una ruptura radical con esta idea cuando los límites mismos de la enunciación se desdibujen y toda la representación llegue a nosotros inquietante (y fascinantemente) rarificada. Las normas espaciales y temporales se quiebran, el espejismo del Modo de Representación Institucional se quiebra y podría parecer que toda la cinta no es más que el inmenso recorrido por el interior de un sueño. El sueño de alguien (¿el autor?) que se permite el lujo de hacer cine sometido a las leyes del inconsciente. El propio Bergman parece juguetear con esta teoría cuando en La vergüenza (Skammen, 1968) hace que uno de los personajes le susurre al otro:

A veces todo esto parece más un sueño que mi vida (…) Es el sueño de otro, un sueño en el que todos estamos obligados a participar. ¿Qué pasará cuando el que está soñando todo esto se despierte? Sólo esperamos que se sienta avergonzado [2].

Ésa es nuestra primera idea: que Persona pertenece al territorio del cine de la modernidad (apoyado en un particularísimo modo de representación que supondría, a priori, la identidad del autor que enuncia) en oposición a un cine de la postmodernidad en el que el fenómeno onírico ha sido desplazado por el puramente psicótico. Persona, como tendremos ocasión de comprobar a continuación, pertenece a ese tipo de textos que parecen revelarse / rebelarse frente a la interpretación y a los que denominaremos, de manera puntual y un tanto caprichosa, textos del Modo de Representación Onírico.

3. Lo que atraviesa la representación

Y es que, en cierto sentido, el propio Ingmar Bergman sabía perfectamente que el sueño era el inicio de Persona cuando en sus memorias la enmarcó en el capítulo de “Sueños soñadores” y cuando, al referirse a ella, afirmaba:

Cuando la realidad ya no me bastaba, empezaba a fantasear y entretenía a mis coetáneos con mis hazañas secretas. Eran mentiras embarazosas, que inevitablemente se rompían ante el sobrio escepticismo de mi entorno. Finalmente, me aparté de la comunidad y guardé mi mundo onírico para mí. Un niño que buscaba contacto y que estaba obsesionado por la fantasía se había transformado con bastante rapidez en un soñador herido y astuto. Pero un soñador no es artista más que en sus sueños (…) Con el hambre retenida del niño me abalancé sobre mi medio de expresión y durante veinte años he transmitido, incansablemente y con una especie de furia, sueños, vivencias, fantasías, ataques de locura, neurosis conflictos de fe y puras mentiras (BERGMAN, 1992, 46-79).

Y ciertamente, además de resultar una precisa manera de acotar la opera omnia bergmaniana, nos ofrece la clave para acceder a Persona como la recuperación de todo ese material onírico (y por lo tanto, incómodo para su exhibición al exterior) que se intenta plegar a la forma fílmica. Pero lancémonos directamente al propio texto.

Como es bien sabido, Persona comienza con la puesta en escena de todo el dispositivo cinematográfico. Se trata de un doble movimiento que permite que nos asomemos al exterior (los carbones del proyector que se encienden paulatinamente, la película que comienza a ser rebobinada para proyectarse) como al interior del dispositivo (la cola de edición marcada por la palabra START, los números que presagian el comienzo de la cinta…). Ciertamente, parecería que la propia enunciación destroza el espejismo de la ficción cinematográfica, tiene una tozuda insistencia por señalar su naturaleza fílmica. Ahora bien, curiosamente en ese marasmo de lo interior (Imagen 1) / lo exterior (Imagen 3) se introduce un símbolo que nada tendría que ver, a priori, con los mecanismos de la enunciación (Imagen 2).


(Imagen 1)


(Imagen 2)


(Imagen 3)

En efecto, la introducción de un falo a modo de mensaje subliminal [3] nos indica una serie de elementos con los que debemos contar. El más acuciante de todos, por supuesto, es que hay una presencia no controlable en el relato cinematográfico que no puede ser explicada únicamente en términos de mecánica (el aparato que proyecta) o de lectura simple de la imagen. Esa presencia corresponde a lo reprimido, al deseo, al acto mismo de preparación para el sexo en el que se erige este miembro incómodo que llega hasta nosotros. De la misma manera que el sueño es un espacio en el que lo reprimido retorna hacia nosotros enmascarado, desplazado, también el propio Bergman nos permite contemplar, apenas un segundo, una muestra de aquello que no podría ser mostrado (pese a estar constantemente presente) en el Modo de Representación Institucional.

Pero nuestra lectura debe ir todavía más lejos. El falo descontextualizado nos provoca una especie de violencia escópica (con su consecuente fascinación) que nos incomoda en tanto espectadores. Está ahí colocado para despertar nuestro instinto o una reacción difícil de predecir: nada nos preparaba para su llegada, nada nos explica qué hace allí, frente a nosotros, y por qué tenemos que contemplarlo.

Y así llegamos a su rasgo fundamental, un rasgo que apunta también a la representación clásica del cine pornográfico pero que es especialmente relevante en Persona: su naturaleza aterradora y angustiosa de miembro cercenado. Brutalmente arrancado de su portador, ya que nada sabremos sobre a quién pertenece o quién es el objeto de su deseo. Simplemente se mantiene en la pantalla, con una semi-erección que apunta, literalmente, al vacío. Y no deja de ser curioso que Persona sea una cinta que se mueva en un universo principalmente femenino [4], mientras que el primer indicio de un cuerpo que nos introduce en la ficción es ese extraño plano de los genitales descontextualizados.

Sin embargo, si seguimos avanzando en la cinta, veremos cómo la propia imagen proyectada por ese aparato cinematográfico que con tanto ímpetu imponía su presencia frente a nosotros es, precisamente, la representación de otra mutilación (Imagen 4).


(Imagen 4)

Extrañamente situada en la parte superior derecha de un doble encuadre, una mujer en traje de baño repite una y otra vez un convulso movimiento en el que parece lavarse la cara. Sin embargo, si leemos la imagen contemplaremos no sólo que no hay agua posible con la que aclararse (literalmente: se arroja el vacío del encuadre a los ojos y después a los pechos), sino que además, el espacio que le es dado a ocupar en el encuadre coincide, exactamente, con el peso visual que ocupaba el propio falo descontextualizado.

Con lo que ya sabemos ciertas cosas. En primer lugar, que Persona (en lugar de ser ese “canto de amor al cine” que podría parecer en un vistazo superficial) es una representación absolutamente angustiosa atravesada por una presencia (fálica) no deseada y brutalmente arrancada de sí misma. O lo que es lo mismo: que en Persona hay una castración realizada en el vacío, un horror latente.

Es aquí, ciertamente, donde debe comenzar la lectura intuitiva de una cadena de símbolos que configuran el genérico de la cinta. Algunos de ellos, por cierto, son actos llenos de significado en tanto nos hablan de descifrar, de intentar poner luz, de acceder a un saber secreto que se esconde tras un código (las manos que dibujan el lenguaje de los sordomudos frente a la pantalla, el niño que lee un cuento infantil para después intentar aclarar la imagen de los rostros…). Otros, por su parte, parecen señalar al problema de la religiosidad insistiendo en los actos de mutilación o de cercenamiento (el cordero sacrificado, las manos descontextualizadas y crucificadas…) de tal manera que la conexión entre cuerpo, espíritu y mensaje se va concretando en una sugerente ligazón de imágenes.

Resulta interesante, sin duda, que Bergman decida comenzar su película con ese aparente caos narrativo que preside la representación onírica. Aparente porque, como ya sabemos, todos los símbolos se prestan a ser interpretados, tal y como nos proponen los trabajos de autores como Francisco Javier Zubiaur (2004, 238-242). En relación a nuestro estudio, nos gustaría quedarnos simplemente con esa idea de lo reprimido/mutilado que se inserta en el inicio mismo de la representación.

4. El lugar del nombre

Mucho menos estudiado ha sido, sin duda, el lugar exacto en el que el propio Ingmar Bergman formula su propia presencia, el espacio fílmico que el se reserva para situar la firma, la huella de su enunciación. La secuencia exacta de imágenes es la siguiente (Imágenes de 5 a 10).


(Imagen 5)


(Imagen 6)


(Imagen 7)


(Imagen 8)


(Imagen 9)


(Imagen 10)

El enigmático niño que parece representar al espectador (no en vano, su función en el relato no es otra que la de despertar para después descifrar, primero un libro y después la imagen fílmica de los dos rostros Liv Ullmann / Bibi Anderson) es confrontado en una especie de plano / contraplano con el genérico del film. Entre el nombre del texto y el nombre del director se introduce, durante apenas un segundo, la inquietante imagen del bonzo ardiendo hasta descomponerse. Llega hacia nosotros exactamente igual al extraño falo del pre-genérico: durante apenas un segundo, marcando la presencia del horror entre dos bloques informativos.

Y, ciertamente, su presencia allí es exactamente igual en términos narrativos que la del falo: su función no es otra que permitir un breve pero contundente acceso al horror [5], a lo reprimido, en lo que parecería una situación más o menos controlada. De igual manera que hay una dimensión para el exterior (la máquina que proyecta –el nombre de la cinta proyectada) y una dimensión para el interior (las marcas sobre el celuloide –el nombre del autor), se encuentra también esa zona destinada a la pulsión y a lo incontrolable que atraviesa ambas posibilidades. Así como el falo (en cuya huella mutilada anidaba lo siniestro) podría pertenecer a un cierto instinto sexual, el monje que se inmola es la representación pura del thanatos¸ la tentación del cuerpo que añora su desintegración absoluta, asépticamente recogida por el aparato cinematográfico.

Ahora bien, lo que realmente nos interesa es la estructura que plantea Bergman en este momento y que bien podría ser la siguiente:

ESPECTADOR (Imagen 6) – GENÉRICO 1 (Imagen 7) – EL HORROR (Imagen 8) – GENÉRICO 2 (Imagen 9) – ESPECTADOR (Imagen 10).

Lo fundamental de esta estructura es, precisamente, que hay una relación mediada entre el espectador y el horror. Es una relación que se articula precisamente porque hay una instancia superior (patriarcal, nos atreveríamos a sugerir) entre el horror convocado y aquél que acude a su encuentro mediante el canal simbólico de la representación fílmica. Y, por cierto, ¿no es éste el canal mismo de la manifestación onírica? ¿No debemos encontrar también una mediación entre la intolerable presencia de lo reprimido y nuestra propia cordura?

Ciertamente, la belleza y la precisión con la que Ingmar Bergman manejaba los elementos oníricos hacen que el cine de la modernidad llegue a posibilidades completamente renovadoras. Desde la inquietante construcción de la pesadilla en Prisión (Fängelse, 1949) hasta las impresionantes visiones de Fresas salvajes (Smultronstället, 1957) o los buñuelianos delirios de Cara a cara (Aniskte mot aniskte, 1976), su capacidad de construir réplicas cinematográficas de los mecanismos del inconsciente responde, después de todo, a esa labor artística que tanto defendía: la de ser un guía (esto es, un utópico rebelde) frente a la insoportable presencia de lo real.

Bibliografía

AAVV, Ingmar Bergman´s Persona, Cambridge, Cambridge University Press, 2000.

DANEY, Serge, La rampe. Cahier critique. 1970-1982, París, Cahiers du Cinema / Galimard, 1983, 171-176.

FREUD, Sigmund, La interpretación de los sueños (Tomo I), Madrid, Alianza Editorial, 2001.

GONZÁLEZ REQUENA, Jesús, La diosa que habita en el cine de Buñuel: Amor loco en el jardín, Madrid, Editorial Abada, 2008.

LYOTARD, Jean Françoise, La posmodernidad (explicada a los niños), Barcelona, Editorial Gedisa, 1986.

WINSTON DIXON, Wheeler, Persona in the Context of 1960s European Cinema en Andrew Horton & Lloyd Michaels (Eds.),Ingmar Bergman’s Persona, a critical anthology, Cambridge UP, 2000, 44-61.

ZUBIAUR, Francisco Javier, Ingmar Bergman, fuentes creadoras del cineasta sueco, Ediciones Internacionales Universitarias, Madrid, 2004.

Notas

[1] Es lo que Orson Welles llamaba el One Dollar Freud: apariciones oníricas de gran deslumbramiento estético (recordemos la colaboración Salvador Dalí / Alfred Hitchcock) pero que acababan sirviendo única y exclusivamente a nivel narrativo para atar los cabos sueltos o para explicar, trauma infantil mediante, la conducta desviada de algún personaje.

[2] Traducción propia sobre el original sueco.

[3] Décadas después, la idea del falo que se introduce de manera subliminal en una ficción será rescatada en El club de la lucha (Fight club; Fincher, David, 1999), en una especie de conexión modernidad / postmodernidad – psicosis masculina / psicosis femenina que todavía no ha sido lo convenientemente estudiada pero que, sin duda, apunta a una de las líneas más potentes para comprender la escisión del sujeto contemporáneo.

[4] Casi nada sabremos de lo masculino en el interior de Persona. Los hombres son presencias extrañas de las que hablan las mujeres, que se convierten en ocasionales portadores del goce o que desaparecen bajo las exigencias de la vida social. Ni siquiera la aparición del marido de Elisabeth Vogler (Liv Ullmann) encarnado en esa especie de inquietante ciego nos ofrece una pista sobre qué podría ser lo masculino en el interior de la ficción.

[5] No debemos olvidar que las imágenes del monje ardiendo utilizadas por Bergman son, después de todo, imágenes reales recogidas durante la guerra de Vietnam. Esa “amenaza de lo exterior” a la que hacen referencia algunos teóricos como Company (y con los que coincidimos punto por punto) puede ser también leída como amenaza del interior, impulso de desintegración, contacto con lo real.

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