Mirko Lampis [*]
Resumen. En este estudio se analiza una obra de poesía contemporánea, Poemas de la muerte, del escritor español Lorenzo Higueras Cortés. Más concretamente, el análisis de la estructura, los contenidos y la dimensión intertextual de la obra conduce a una reflexión acerca de la recursividad de las tres nociones vida-muerte-poesía.
Palabras clave: poesía, intertextualidad, Poemas de la muerte
Abstract. This paper analyzes a work of contemporary poetry, Poemas de la muerte, by the Spanish writer Lorenzo Higueras Cortés. More specifically, the analysis of the structure, content and the intertextual dimension of the work leads to a reflection on the recursion of the three notions life-death-poetry.
Keywords: poetry, intertextuality, Poemas de la muerte
Hablar de un libro, de un buen libro, y, más concretamente, escribir acerca de un buen libro de poesía para explicar qué es, cómo funciona y por qué merece nuestro tiempo lo que en él y a través de él se dice, es, en definitiva, una extraña actividad que a veces, demasiado a menudo quizás, se reduce a mero bricolaje verbal, cuando no a parasitismo literario. Un buen libro de poesía hay que leerlo, hay que disfrutarlo. Y, como mucho, si el entusiasmo no da tregua, aconsejarlo y regalarlo a unos pocos amigos.Pero, por otra parte, también es verdad que los que amamos la literatura también acostumbramos disfrutar charlando de literatura. Por ello, me gustaría que estas líneas se tomaran por lo que en realidad son: una charla propiciada por la lectura de un buen libro de poesía, uno de aquellos que remueven a las entrañas y emocionan al intelecto. Una charla que sólo quiere reflejar, tan humildemente como me sea posible, mi propia experiencia e idiosincrasias de lector.
Poemas de la muerte, de Lorenzo Higueras Cortés (Granada, 1957-2014), es un libro concebido a partir de una refinada conciencia literaria y un hondo sentido de lo humano. Valga, por la refinada conciencia literaria, el extendido y evidente juego intertextual de las citas-epígrafes, acaso el más directo, inmediato y sencillo conectarse con el mundo de palabras del que venimos, que nos rodea y conforma y al que contribuimos con nuestras propias palabras. Y valga, por el sentido humano, la interrogación abierta hacia el fin que nos aguarda a cada uno de nosotros.
Muerte y Poesía. Es bien posible, al fin y al cabo, que hayan entrado de la mano en la vida y en las historias de nuestra especie (hará unos sesenta mil años, tal vez más, cuando las posibilidades de la creación y la conciencia del fin hicieron mella en, y trastocaron profundamente, el sencillo amoldarse animal a la vida); como también es posible que, antes de que apareciesen ellas, Poesía y Muerte, poco o ningún sentido tenga hablar de vidas humanas y menos aún de historias. Los Poemas de la muerte llegan así a nosotros desde un lejano origen.
Muerte y Poesía, como uno ya imagina bajo los auspicios del título, tan honesto como título puede ser y, sin embargo, ambiguo: ¿poemas que tratan de la muerte? ¿Poemas que pertenecen a la muerte? ¿Poemas dirigidos a la muerte? Sea como fuere, diríase que la importancia y pregnancia de la muerte confirman y aun refuerzan, tras el título, las sendas citas proemiales de Heráclito y Solón, en español, y de Séneca, en latín; citas que nos hablan de lo que es la muerte (Heráclito), de lo que es conveniente dejar tras la muerte (Solón) y de lo que es la vida dominada por el miedo a la muerte (Séneca) y que también, o sobre todo, preanuncian, en lo que se refiere a la forma, a la expresión, a la forma de la expresión, el estilo sentencioso, aforístico y epigramático de la mayoría de los poemas que el libro nos ofrece.
Higueras Cortés es un poeta culto. No, desde luego, en el sentido en que fue culto Góngora para Quevedo (y de Góngora y Quevedo son otros sendos epígrafes del poemario), sino en el sentido moderno y seguramente desgastado de la palabra. El número y la procedencia de las citas-epígrafes dan fe de la gran amplitud de lecturas, intereses e inquietudes del autor y presuponen un guiño y aun un desafío a las competencias culturales del intérprete. Están representados los clásicos griegos: Solón (1 cita), Heráclito (3), Pitágoras (1) y Epicuro (2); los clásicos latinos: Plauto (1), Tibulo (1) y Séneca (1); los «inmortales» del canon occidental: Dante (2) y Shakespeare (1); los clásicos españoles: Santa Teresa (2), Quevedo (1), Góngora (1), Calderón (2) y Jáuregui (1); las filosofías «orientales»: enseñanzas faraónicas (1), oráculos caldeos (1), Lao-Tzé (2), un desconocido autor de haikus (1) y antiguos maestros indios (2); y los modernos: Edith Piaf (1), Roberto Juarroz (1) y Pier Paolo Pasolini (1). Junto al español, salpicaduras de latín, italiano, francés, inglés y japonés. El autor de la cita se indica escrupulosamente (salvo Edith Piaf, si es que el título Non, je ne regrette rien alude a su canción), pero no se señala la obra: otro pequeño desafío, si el lector se anima e intenta, como yo intenté, descubrir las fuentes.
Las citas, que no sólo conectan como ecos la tradición a la voz, sino que también, quiera o no el lector, dirigen el sentido que se da en la lectura (¿así como orientaron la escritura?), versan en su mayoría sobre la muerte y la creación, con reflexiones intercaladas acerca de la vida, el conocimiento y el amor (nociones que, de todas formas, puede que con la creación y la muerte algo tengan que ver). Las citas, decíamos, dirigen el sentido de la lectura. Siempre lo hacen. Sobre todo si son explícitas. Sobre todo si aparecen como epígrafes o títulos. Sobre todo si acompañan poemas no muchos más extensos que ellas mismas. Porque entonces se vuelve aún más patente cómo el sentido emerge del dueto entre la cita (y el mundo que esta trae a la mano) y el poema (y el mundo que este nos inventa).
La primera parte de las cuatro que componen el libro se titula como el libro mismo, Poemas de la muerte. Contiene 13 breves poemas (desde un único verso hasta unas pocas estrofas), el primero de ellos titulado para consuelo. Y así se empieza, tras el título, la dedicatoria (A Judit) y las tres citas proemiales a las que poco antes aludimos. Para consuelo. Y cuatro versos, nada más, precedidos por dos epígrafes: dos líneas de Tibulo y el dístico final del soneto 79 de William Shakespeare. Tanto los epígrafes como el íncipit del poema («Nunca lamentaré/ querida aquellas noches») nos introducen de lleno en lo que será un tema recurrente del libro: «este entrelazamiento/ de muerte y vida», acudiendo a los versos segundo y tercero de otro poema, el que abre la tercera parte (Quizá ya cese).
Este entrelazamiento de muerte y vida. En otras escuelas se dirá quizá que «vida» y «muerte», o mejor aún, que la presuposición recíproca que se da entre vida y muerte constituye un primitivo semántico, punto estable a partir del cual armar cualquier discurso o cualquier análisis; en cambio, para los que en el fondo no creen que existan primitivos semánticos ni nada por el estilo, será suficiente recordar que al hablar de la muerte por lo común también hablamos de la vida y de su significado (el significado que le damos, el significado que nos otorga).
Es la extraña paradoja del tiempo y de sus límites en la que todos, quien más quien menos, andamos metidos y que se cuela en la memoria del poema, que es recuerdo y también conjetura. Las hipotéticas, de hecho, abundan en los poemas de Higueras Cortés, junto a algunas arriesgadas apuestas que nos dan pistas acerca del sentido que para el poeta entraña la paradoja; como en el tercer poema de esta primera parte (sea acaso la muerte un mediodía), donde la interrogación apunta a que la muerte «no será un futuro o un vacío/ descarnado de vida». O como en el nono poema, Al morir es del todo innecesario, donde se repudian
—una explicación o un resentimiento—
y es en esto lo que llamamos muerte
—con la maldición no tan universal del sustantivo—
en todo semejante a estar viviendo.
Nada de explicaciones o resentimientos… el resentimiento, como mucho, para los Cabrones (décimo poema), quienes «Destruyen porque ignoran mundos/ la fábrica del pájaro/ o cómo se hace un hombre»; las explicaciones, acaso sólo a través de la lógica o, para decirlo mejor, del logos singular del poema, que siempre es mundo aparte. Por lo demás, el yo (que es legión, como recuerda el poeta acudiendo a reminiscencias evangélicas), el paisaje, la escritura y el amor. Donde al fin y al cabo nos lo jugamos todo.
La segunda parte del libro se titula Clinamen. El empleo del tecnicismo filosófico depara y aun dispara otras reminiscencias: inclinaciones, trayectorias azarosas, choques. Pero no es ciertamente por azar si la parte se abre y cierra con sendas citas de Lao-Tsé y de Epicuro, autores que desde lejanos mundos nos recuerdan que el conocimiento objetivo, necesario e indefinidamente legislador del que presumimos en nuestra cultura es puro (cuando no peligroso) autoengaño.
En Clinamen hallamos cuatro breves poemas (de dos a cinco versos), todos ellos sobre la voz a la vez efímera y desafiante del logos, que es aquí sobre todo logos poético, discurso creador, el cual, con sus «letras de sueño y cal», murmura, susurra «como las sombras que susurran», y aun así resiste al tiempo y atraviesa sus límites. Cuatro breves poemas, cada uno acompañado por un espléndido epígrafe prestado (o arrancado) de los clásicos del Siglo de Oro (en el orden: Góngora, Quevedo, Calderón y Jáuregui), el siglo donde mejor, quizás, se consiguió expresar la paradoja («tú eres, tiempo, el que te quedas», como escribió Góngora y recoge Higueras Cortés, «y soy yo el que me voy»).
También por ello aquí se magnifica el diálogo (o el dueto, o el choque) entre la voz del poema y la de la tradición: el susurro del discurso que convoca la primera, «fulguración del logos», en contra del coloso de la muerte evocado por la segunda, la edad que todo «lo descompone y muda», en palabras de Jáuregui, y aun con todo las dos voces van al unísono, hasta el punto de que nos es imposible pensar o vivir la una sin la otra. Como antes comentábamos, desde un lejano origen.
La tercera parte, titulada, con significativa variación preposicional, Poemas a la muerte, presupone una ruptura, un cambio de ritmo en la textura y por ende en la lectura del libro. En primer lugar, la composición se vuelve regular: 18 poemas de cinco versos que oscilan entre las cuatro y siete sílabas. En segundo lugar, casi desaparecen los epígrafes. Sólo hay dos: uno introductorio, de Plauto, hipérbole acerca de los peligros del amor, casi en contrapunto al subsiguiente tono metafísico (no asuste la palabra, que aquí se emplea sin ironía, obviamente sin menosprecio y casi diría que sin profundidad); otro a acompañar el último poema: el verso de un haiku, en japonés, escrito al parecer hallándose su autor al borde de la muerte y cuya traducción es, según creo, «para una última mirada».
Tono metafísico, decíamos. Tal vez sea mejor decir: meditación. Porque de esto se trata: sosegada, sencilla meditación humana, mientras seguimos entre los polos complementarios de la vida (Y sin embargo; Ya he vivido), la muerte (Cuando a momentos; Un vino leve) y la creación poética (Pienso en la muerte; No todavía); mientras seguimos con la interrogación abierta hacia el abismo de la paradoja (Quizá ya cese; No habitaré). Y mientras se reafirma, quizá contra la paradoja misma, el valor del recuerdo —el que tenemos («Cometí esfuerzos/ tuve desasosiegos») y el que dejamos («No habitaré/ sino un recuerdo leve»)–, el valor de la duda («¿Cuándo nací?/ ¿en qué momento exacto?) y, sobre todo, el valor del ahora en que perseveramos («Aún resisto / ¿qué otra cosa es un hombre?»; «No es el día / de la última mirada»).
Et in Arcadia ego. Así se titula la cuarta y última parte del libro, con este proverbial (¿e ilusorio?) memento mori. Otra vez en el centro (¿pero dónde?) del bucle Vida-Muerte-Poesía, tiempo/espacio desprovisto evidentemente, para Higueras Cortés, de dirección privilegiada. ¿Hablaremos tal vez de ambigüedad? Como en estos versos del sexto poema:
el amor y la lucha
que asesina la muerte
¿Estamos de verdad seguros de saber quién asesina a quién? Y sobre todo: ¿tiene alguna importancia?
Vive el poeta. Afirma conocer «las dos formas de fracaso» (Et in arcadia ego), admite que «lloran un aire negro y seco/ las entrañas del alma/ conjurando la muerte y sus dulzuras» (lloran un aire negro y seco), reconoce la ignorancia, la perplejidad, el deseo o la necesidad de «Construir como Roma con las propias ruinas/ de las hendiduras en los muros de otras épocas/ otra forma de vida más sencilla» (INCIPIT). Y afirma, sobre todo, la voluntad de aprender y defender la Lección de las tinieblas. El último maravilloso poema del libro, el más largo, con sus doce estrofas, donde la unidad muerte-vida y la unidad poesía-muerte se rinden, finalmente, y rinden sin tapujos su tributo al amor.
Todo ulterior análisis sería, a estas alturas, más que superfluo. Sólo decir que cierra el libro una última cita de Dante Alighieri (Infierno, X, 106-108). Se mire por donde se mire, Dante es una buena compañía con la que terminar el camino. Porque para nosotros, así como para los condenados del infierno, «está muerto el conocimiento desde el punto en que del futuro nos cerraron la puerta»; pero, a diferencia de las almas condenadas, que pueden ver el futuro e ignoran el presente, para nosotros la ignorancia empieza ahora mismo; o con más optimismo, si se quiere, a partir de mañana.
Bibliografía
HIGUERAS CORTÉS, Lorenzo (2011) Poemas de la muerte, Granada, El Genio Maligno.
Notas
[*] Universidad “Constantino el Filósofo” de Nitra (Eslovaquia).
Contacto con el autor: mlampis@ukf.sk