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EGM.
septiembre 2017 /
Publicación semestral. ISSN:1988-3927. Número 21, septiembre 2017.

Acerca de la distinción entre lenguas naturales y lenguas cultivadas: ¿una falacia lingüística?

Mirko Lampis
y Radana Štrbáková

Mirko Lampis y Radana Štrbáková1

 

Resumen. El objetivo de este artículo es estudiar la distinción entre lengua natural y lengua cultivada, dicotomía que entronca en aquella mucho más general que se suele establecer entre biología y cultura. La «evolución» desde la lengua natural a la cultivada, sin embargo, que se analiza también en relación con el tratado dantesco De vulgari eloquentia, abre una serie de cuestiones teóricas y descriptivas que apuntan a relativizar esta dicotomía. En última instancia, al hablar del ser humano, de la comunicación humana y de la actividad lingüística, no parece posible operar distinciones demasiado rígidas entre procesos naturales y procesos culturales, siendo esta oposición, además, muy poco fructífera a la hora de estudiar los procesos de diversificación y homogeneización lingüística.

Palabras clave: Lingüística, lengua natural, lengua cultivada, diversidad lingüística, cultura

Abstract. The goal of this paper is to study the distinction between natural language and cultivated language, which is part of the much more general dichotomy that is usually established between biology and culture. However, the «evolution» from natural to cultivated language, which we also analyze in relation to the Dante’s treatise De vulgari eloquentia, opens a series of theoretical and descriptive questions that contribute to relativize this dichotomy. Ultimately, when we speak about the human beings, the human communication and the linguistic activity, it does not seem possible to make too strong distinctions between «natural» and «cultural processes»; this opposition, moreover, little can contribute to the study of the processes of linguistic diversification and standardization.

Keywords: Linguistics, natural language, cultivated language, linguistic diversity, culture

 

1. Observaciones preliminares

Sostiene el profesor Moreno Cabrera (2013, 2014a, 2014b) que existen diferencias sustanciales entre las lenguas naturales, por un lado, y las lengua cultivadas, por otro. La lengua natural sería la que cada uno aprende desde su nacimiento y usa de forma espontánea en sus interacciones comunicativas diarias, sin necesidad alguna de conocimientos explícitos acerca de su estructura, sin preocupaciones añadidas acerca de su pulcritud y sin esfuerzos particulares en su realización; la lengua cultivada, en cambio, vendría a ser una derivación cultural y parcial de la lengua natural, una lengua de «superestrato», artificialmente estandarizada y canonizada (cuando no impuesta) a golpes de gramáticas, manuales y diccionarios, y cuyo uso y manejo requieren cuidados y atenciones constantes.

En palabras del propio Moreno Cabrera, el objetivo de sus textos:

... es la exposición, explicación y ejemplificación de una dicotomía, de carácter epistemológico y heurístico, entre lo que denomino lenguas naturales y lenguas cultivadas. Las primeras son las lenguas que desarrollamos espontáneamente todos los seres humanos gracias a la facultad del lenguaje exclusiva de nuestra especie y que usamos a diario de forma automatizada e inadvertida. [...] Las lenguas cultivadas surgen de la elaboración consciente y explícita de algunos aspectos de las lenguas naturales en las que se basan; esas elaboraciones, a diferencia de lo que ocurre con las lenguas naturales, se realizan de modo consciente y con unas determinadas finalidades en mente y, por tanto, ni son espontáneas, ni son automáticas, ni son inadvertidas. Las lenguas escritas estándar de las sociedades industrializadas son ejemplos de este tipo de lengua, pero hay elaboraciones lingüísticas conscientes de las lenguas naturales en todas las comunidades humanas conocidas. Se realizan con determinados fines de carácter ritual, poético, social, antropológico o simplemente lúdico (2014b: 1).

Se trata, como a menudo recuerda Moreno Cabrera, de una distinción que cuenta con el apoyo de una larga y respetable tradición científica y, sin embargo, nosotros quisiéramos aquí ponerla en entredicho o, por lo menos, problematizarla, ya que creemos que la lengua es un quehacer comunicativo y semiósico multiestratificado y heterárquico rizomático, por decirlo con Deleuze y Guattari (1980) — en el que toda frontera solo puede ser trazada y fijada a partir de determinadas estrategias descriptivas y con un amplio margen de relatividad. «Natural» y «cultivado» serían, en tal sentido, tan solo unas etiquetas cuyo empleo dicotómico, en nuestra opinión, no resulta muy acertado en el campo de la lingüística (científica y filosófica).

Ciertamente, a partir de la reflexión chomskiana (puede verse Chomsky 1988) hasta llegar a las más modernas tendencias de la lingüística cognitiva y la neurolingüística, se ha escrito mucho acerca de la dimensión natural o, para ser más precisos, biológica de los lenguajes humanos, tanto en su desarrollo «espontáneo» como en sus afecciones patológicas. Aquí, sin embargo, nos limitaremos a analizar la distinción señalada entre lengua natural y lengua cultivada, considerando que se trata de una actualización, en términos lingüísticos, de la clásica dicotomía epistemológica «naturaleza-cultura». El objetivo de nuestro artículo es, en suma, únicamente la crítica razonada de aquella distinción y de sus implicaciones y presupuestos teóricos.

¿En qué sentido, pues, sugerimos que podría constituir una falacia la operación de distinguir entre lenguas naturales y lenguas cultivadas? Veamos más de cerca la cuestión.

 

2. Lengua natural frente a lengua cultivada

Resulta cuando menos paradójico que las lenguas humanas sean consideradas y definidas como «naturales» cuando al mismo tiempo se las suele vincular con la noción de cultura, noción que por lo común y por larga tradición se define también —y a veces sobre todo, como en el caso de Freud— por su oposición a la noción de naturaleza. ¿En qué sentido, cabe entonces preguntar, puede ser «natural» un vehículo, proceso y propiedad cultural tan relevante como es la lengua?

Posiblemente esta paradoja tenga que ver con la ambigüedad semántica que caracteriza los sustantivos cultura y naturaleza y los correspondientes calificativos cultural y natural (a los que también hay que añadir, para mayor confusión, culto y cultivado, por un lado, inculto, espontáneo e innato, por otro). ¿No se podría legítimamente sostener, por ejemplo, que la cultura y todas sus manifestaciones —incluidas las lenguas— son procesos naturales? Lo son, sin duda, si se consideran como el resultado de la deriva biológica de una especie de primates homíninos con un cerebro particularmente desarrollado y unas costumbres sociales particularmente complejas. Y no lo son, sin duda, si se considera que esos mismos primates homíninos con un cerebro particularmente desarrollado y unas costumbres sociales particularmente complejas, para poder adquirir hábitos culturales y lingüísticos, deben participar activamente en un dominio ya organizado culturalmente: los niños ferales, crecidos sin contacto alguno con otros seres humanos, comen, respiran, se mueven, pero no hablan.

Está claro que la cultura emergió en un «momento» dado de la filogenia homínina. Y emergió, desde luego, de circunstancias no-culturales o proto-culturales. Pero, emergiera cuando y como emergiese, lo cierto es que lo hizo como un modus operandi et cognoscendi con características y dinámicas propias e irreductibles (Lampis 2013). De no haber sido así, no existirían las propias nociones de cultura y naturaleza. De hecho, no existiría noción alguna, puesto que no existiría esa acumulación organizada y a la vez caótica de conocimientos que llamamos saber. Por consiguiente, hay que tener en cuenta el hecho, de por sí trivial, de que todos los seres humanos, salvo esporádicas excepciones, somos a la vez y recursivamente seres vivos y sujetos culturales (sujetos en el doble sentido de que somos individualidades agentes y de que dependemos de la cultura, de que estamos sujetos a ella).

Se trata, sin embargo, de una afirmación que probablemente no satisfará ni a los partidarios de la oposición entre lenguas naturales y lenguas cultivadas ni a sus opositores. Los unos se limitarán a objetar que existen, de hecho, manifestaciones lingüísticas que dependen mayoritariamente de nuestra dimensión biológica, y serían estas las lenguas naturales, y manifestaciones lingüísticas que dependen mayoritariamente de nuestra dimensión cultural, y serían estas las lenguas cultivadas; los otros argüirán que, aun cuando se conceda que el aprendizaje y la comunicación son procesos biológicos, todo lo que el ser humano aprende y comunica a lo largo de su ontogenia y en el transcurso de sus interacciones con los demás seres humanos son hábitos culturales; y que incluso aquellos aspectos de la vida que llamamos necesidades e impulsos biológicos son, en última instancia, elaborados, especificados y finalmente valorados culturalmente.

Así pues, la idea de que la actividad lingüística, en todos sus niveles y en todas sus manifestaciones, es al mismo tiempo y recursivamente un proceso biológico y cultural se enfrenta a un nutrido grupo de objeciones. Lo que proponemos es, entonces, intentar explorar el posible espacio de articulación entre las dos posturas, la «biologicista» y la «culturalista», para averiguar si de verdad la dicotomía entre lenguas naturales y lenguas cultivadas es operacionalmente válida.

Resumimos previamente las principales características que Moreno Cabrera (2013: 50-54) asigna a sus dos tipologías de lengua (Tabla 1).

 

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Quisiéramos formular, en contra de esta caracterización dicotómica, las siguientes objeciones.

i) Defender la cadena genético-causal de tipo lineal «facultad general del lenguaje→ lenguas naturales→ lenguas cultivadas» implica enfrentarse a diversas e importantes dificultades teóricas. En primer lugar, la propia existencia de una facultad general del lenguaje, así como de una Gramática Universal, ni se ha demostrado ni es aceptada por todos los lingüistas; de hecho, la afirmación de que existe una facultad general del lenguaje es trivial, si con ello se entiende que es la organización física y neuronal del ser humano lo que permite el habla (en términos evolutivos, también es verdad el contrario: es el habla lo que permite la organización física y neuronal del ser humano). Pero si con ello se quiere sostener que existe algo así como un «órgano o sistema cognitivo innato de la lengua», cabe entonces recordar que no hay ninguna evidencia biológica específica que respalde dicha afirmación2. En segundo lugar, hay ámbitos y momentos comunicativos —como el ritual, el humorismo o el aprendizaje de segundas lenguas— en los que el «cultivo» de determinados modos lingüísticos, lejos de ser «parasitario», influye profundamente en el empleo y el desarrollo «natural» del idioma.

ii) Decir de algo que se aprende «sin estudio consciente» no equivale a decir que se aprende «de forma espontánea»; incluso sin una voluntad explícita de aprender, una atención particularmente selectiva, un esfuerzo mnemónico consciente y un sistema externo de recompensas y castigos, el proceso de aprendizaje de un hábito conductual complejo como el habla suele ser dirigido por los diferentes docentes con los que el discente entra en contacto (de forma más o menos sutil, pero siempre con efectos imprevisibles); la lengua, en suma, se aprende en contextos de uso ya organizados y según ritmos y modalidades que también dictan los demás hablantes.

iii) Es cuando menos discutible la afirmación de que los hablantes «espontáneos» no se plantean nunca problemas relativos a la estructura de su idioma; existe, muy por el contrario, cierta preocupación idiomática —llámese, si se quiere, «lingüística ingenua» que llega a manifestarse con contundencia cuando lo que está en juego en la interacción comunicativa es la comprensión mutua, la coordinación conductual y la formación de hablantes competentes.

iv) La actividad lingüística depende sin duda de la organización física y neuronal del hablante, pero esta organización no se opone, sino que está estrechamente relacionada con la organización del dominio social en que el hablante participa; tanto filo- como onto-génicamente, la deriva de las estructuras neuronales y la de las estructuras sociales se implican e influencian mutuamente (véase Dunbar 2014).

v) Puede que la oposición entre la teoría de Darwin (diferenciación aleatoria progresiva y selección de ciertas variantes por factores contextuales) y la de Lamarck (transmisión de características adquiridas) no sea, en el dominio de la vida y, a fortiori, en el de la cultura, tan neta como algunos estudiosos sostienen; más específicamente, la deriva lingüística parece depender tanto de procesos de tipo «darwiniano» como de procesos de tipo «lamarckiano», ambos abundantemente sazonados por perturbaciones azarosas y contingentes.

Más adelante volveremos sobre algunas de estas cuestiones. Echemos ahora en cambio una rápida ojeada a aquel texto del siglo xiv en el que se vislumbra, quizás por primera vez en la cultura occidental, una oposición consciente y razonada entre el uso natural de la lengua y su uso culto: el tratado De vulgari eloquentia del poeta italiano Dante Alighieri.

 

3. El extraño caso del De vulgari eloquentia

Moreno Cabrera (2013: 171) define como «el problema de Dante» la siguiente cuestión: ¿cómo se elaboran las lenguas cultivadas a partir de las lenguas naturales? La elección del autor de referencia, sin embargo, no parece ser en este caso particularmente pertinente, a menos que no se quiera reducir la lengua cultivada a la lengua poética, única y verdadera preocupación de Dante en su tratado, y a menos que no se quiera ejemplificar el proceso de génesis de toda lengua cultivada a través de las reflexiones dantescas acerca de las elecciones más convenientes que hay que tomar en materia de creación poética.

Mucho se ha escrito acerca del significado del De vulgari eloquentia y no es nuestra intención, claramente, enfrentarnos ahora a semejante masa crítica3. Baste, pues, con decir que el tratado dantesco, como también recuerda Vázquez Medel (1987), no se ocupa de lingüística o de filología —disciplinas desconocidas por Dante y por su época—, sino de poética; y recordar, asimismo, que Dante lo escribió sobre todo con el fin de justificar y dar brillo intelectual a la tradición poética en lengua vulgar que él mismo representaba.

Ahora bien, nos dice Dante (c. 1305), en los primeros capítulos de su obra, que el habla vulgar es «materna locutio» (L1, VI, 2)4, es decir, una lengua que «sine omni regola nutrice imitantes accepimus» (L1, I, 2); y que al lado del habla vulgar también tenemos lo que los romanos llamaron «gramática», un hábito lingüístico culto que pocos alcanzan porque requiere un estudio largo y asiduo (L1, I, 3). De las dos hablas, sigue Dante, es la vulgar la más noble, bien porque «prima fuit humano generi usitata», bien porque «totus orbis ipsa perfruitur» (L1, I, 4). No extrañe el hecho de que, en opinión de Dante, es el vulgar la primera lengua del género humano: nuestro autor desconocía, naturalmente, tanto la noción de latín vulgar como la moderna perspectiva histórica y evolutiva según la cual es de aquel latín hablado que proceden todos los idiomas romances. Para Dante, en cambio, las lenguas vulgares venían directamente de la primera lengua que fue creada con Adán y que se fue perdiendo tras la diáspora que siguió al episodio de la Torre de Babel; la progresiva diferenciación de los vulgares se debió al hecho de que el hombre es «instabilissimum atque variabilissimum animal», un animal cuyos hábitos y costumbres varían «per locorum temporumque distantias» y cuya «loquela» también, por ende, «nec durabilis nec continua esse potest» (L1, IX, 6). La «gramatica facultas», en cambio, el latín como lengua culta canonizada, hiper-codificada y supra-histórica, era para Dante una lengua artificial creada por los doctos a fin de obviar las dificultades que se derivan de la inestabilidad y variabilidad lingüística del ser humano (L1, IX, 11)5.

Hay cierta ambigüedad de fondo en la postura de Dante. También en el principio del Convivio —tratado filosófico cuya redacción, esta sí en lengua vulgar, Dante emprendió e interrumpió, exactamente al igual que la del De vulgari eloquentia, durante el destierro— nuestro autor declara su amistad y su amor por el vulgar, la lengua de sus padres y, por lo tanto, la que más contribuyó a «engendrarle»; y añade: «Aún, este mi vulgar fue introductor de mí mismo en la vía de la ciencia, que es última perfección, en tanto que con él entré en el latín y con él me fue enseñado: el cual latín luego me fue vía para ir más adelante» (apud Salinari y Ricci 1988: 348; la traducción es nuestra).

El vulgar ya era para Dante una lengua suficientemente completa y rigurosa como para hablar de temas de ciencia —y no se olvide que Brunetto Latini, el maestro de Dante, había escrito un tratado de erudición general, un thesaurus, en lengua provenzal—, pero la lengua de la cultura y de la ciencia seguía, y seguiría, siendo durante muchos siglos el latín, motivo por el que Dante escribió su De vulgari eloquentia en este idioma y motivo por el que señala al comienzo del Convivio que el vulgar también es medio para aprender el latín y poder así adentrarse «en la vía de la ciencia».

Sin embargo, al llegar al tema central del De vulgari eloquentia, la elocución poética, Dante no duda en definir ese mismo vulgar materno, poco antes alabado y declarado superior a la propia gramática, como insuficiente, defectuoso, feo e inelegante, de modo que si alguien quiere alcanzar la verdadera elocuencia, no son las hablas maternas instrumento suficiente, sino que es menester acudir al vulgar ilustre.

Dante pasa en reseña las diferentes hablas italianas y llega a la conclusión de que ninguna de ellas es lo suficientemente buena como para servir de vulgar literario común. Quizás, la mejor «locutio» de Italia, «per conmixtionem oppositorum», es decir, porque está formada por expresiones de las variedades cercanas, es el habla de la ciudad y comarca de Bolonia (L1, XV), pero tampoco esta variedad se acerca al «vulgar ilustre, cardinal, áulico y curial», el cual más bien aparece en todas las ciudades y no demora en ninguna («dicimus illustre, cardinale, aulicum et curiale vulgare in Latio quod omnis latie civitatis est et nullius esse videtur, et quo municipalia vulgaria omnia Latinorum mensurantur et ponderantur et comparantur»; L1, XVI, 6). Este vulgar es, en resumidas cuentas, la lengua común de los poetas, el italiano tal y como se usaba en los mejores escritores de Italia, desde los sicilianos hasta el propio Dante6.

La de Dante es, en último término, una concepción aristocrática de la lengua: el vulgar ilustre es la mejor lengua posible, pero no es apta para todos los usos ni para todos los hablantes, ya que «optima loquela non convenit nisi illis in quibus ingenium et scientia est» (L2, I, 8); el vulgar ilustre, en otras palabras, debería ser usado solo por «versificadores excelentísimos» y para tratar solo «materias dignísimas» (más específicamente: «armorum probitas, amoris accensio et directio voluntatis»; L2, II, 8)7.

Intentemos ahora averiguar si a la descripción dantesca del vulgar ilustre se le pueden aplicar las características que Moreno Cabrera asigna a las lenguas cultivadas (puntos ic-vc en la tabla del apartado anterior). Con algunas pequeñas reservas, que ahora no vienen al caso, diremos que la caracterización de Moreno Cabrera representa muy bien al tipo de operaciones propuestas por Dante y que el vulgar ilustre, por ende, se podría perfectamente definir como una lengua cultivada (motivo por el que a Moreno Cabrera, suponemos, se le ocurrió hablar del «problema de Dante» y no, digamos, del «problema de Lope» o del «problema de Manzoni»). Pero no por ser «cultivado» es también el vulgar ilustre un «parásito» de la lengua natural —si lo fuera, ¿a qué lengua natural parasitaría?  y, sobre todo, no es «cultivado» de la misma forma y manera que la «gramática» tal y como Dante la concebía. Ha llegado el momento de examinar más de cerca la cuestión de la naturalidad de las lenguas.

 

4. ¿En qué sentido es natural una lengua natural?

Recuerda el primatólogo Frans de Waal (2002) el extraño caso del aprendiz de sushi, quien durante varios años solo puede observar a su maestro, sin intervenir nunca en la preparación de la comida, hasta que el propio maestro considere que el aprendiz está listo para trabajar solo. El aprendizaje idiomático es muy diferente al del aprendiz de sushi: no solo requiere participación en un medio lingüístico ya organizado, sino que dicha participación ha de ser activa y constante. El hecho de que existan determinados «períodos críticos» en el proceso de aprendizaje, pasados los cuales ya no se alcanzan las competencias y destrezas previstas, se debe ciertamente a los ritmos y dinámicas de maduración cerebral, pero la definición de tales ritmos y dinámicas en la filogenia homínina —y en cierta medida también en la ontogenia individual— se debe tanto a factores biológicos como a factores sociales y aun culturales.

Ahora bien, la distinción entre lenguas cultivadas y lenguas naturales, si bien se mira, responde a una estrategia descriptiva de tipo analógico: así como las plantas nacen y crecen de forma espontánea en la naturaleza, mientras que los sembrados requieren un trabajo organizado de forma racional, así las lenguas naturales nacen y se emplean de forma espontánea, mientras que las lenguas cultivadas requieren un trabajo organizado de forma racional.

En la misma línea analógica, encontramos la comparación entre la actividad lingüística y el comer. Al fin y al cabo, si el lenguaje humano es un fenómeno a la vez biológico y cultural, lo que es necesario comprender es en cuáles aspectos es biológico y en cuáles cultural. Y es aquí donde resulta útil la analogía con la comida, puesto que «la necesidad de ingerir alimentos es claramente un hecho biológico y las formas en que esto se realiza en diversas sociedades es un hecho claramente cultural» (Moreno Cabrera 2013: 44). La analogía es, una vez más, muy sencilla: así como todos comemos, pero lo que comemos y cómo y dónde comemos cambia de cultura en cultura, así todos hablamos, pero lo que decimos y cómo y dónde lo decimos cambia de cultura en cultura.

Es innegable, en efecto, que todos nosotros necesitamos proporcionar a nuestras células nutrientes; necesitamos aportarles oxígeno; necesitamos eliminar desechos; necesitamos dormir8. Se trata de «macro-necesidades biológicas», por así llamarlas, que se hallan estrechamente relacionadas con la actividad metabólica de nuestro cuerpo y que se manifiestan a partir de los primeros instantes de vida del organismo (desde el nacimiento o antes todavía). El caso del habla parece sin embargo muy diferente, sobre todo si acudimos a otras analogías descriptivas. Podríamos, por ejemplo, comparar la lengua con el andar y, eventualmente, con el nadar, y también podríamos traer a colación la diferencia sustancial que separa el sexo del erotismo (véase al respecto Paz 1997).

La historia de la hominización es también una historia de progresiva bipedación cuyo resultado es que la estructura física de todo ser humano anatómicamente moderno está adaptada para el movimiento bípede. Aun así, los niños a los que no se les enseña a andar o no andan o lo hacen solo de forma esporádica (como los grandes simios). Es decir, el hecho de tener dos piernas largas y robustas y una columna vertebral recta es el resultado de la transmisión y del operar genético, pero la capacidad de moverse sobre estas dos piernas y con una postura totalmente erecta no es innata, sino que debe ser aprendida. ¿Es por ello esta capacidad menos natural?

A diferencia del bipedismo, la capacidad de nadar es lo que hoy en día los biólogos definirían como un caso —por lo menos incipiente— de exaptación. Ni las piernas ni los brazos han evolucionado para moverse en el agua, pero se pueden usar para ello con discretos y aun excelentes resultados. Por lo demás, la natación, así como muchos otros hábitos que hay que adquirir durante la ontogenia, requiere un notable esfuerzo de habituación en sus comienzos, pero una vez aprendida, mejor o peor, se convierte en una actividad que se puede desempeñar con naturalidad y espontaneidad.

Y finalmente el erotismo. ¿Otro caso más de exaptación? ¿En qué medida son naturales y en qué medida cultivados los juegos eróticos? Hay que recordar que, aun cuando la propia actividad sexual, necesaria para la preservación de la especie, se halla profundamente culturizada en sus formas, rituales y tabúes, el erotismo no parece poderse reducir a una forma cultivada y parasitaria del «sexo natural», sino que se nos presenta como un refinamiento y una exploración de las posibilidades de la atracción y del deseo.

Es siempre una cuestión peliaguda, en conclusión, distinguir con claridad lo que en el ser humano es «natural» de lo que es «cultural». Y en muchos casos se trata de una disyuntiva teóricamente débil:

¿Dónde termina, pues, la naturaleza y empieza la cultura? ¿Cuándo termina la evolución biológica de Homo y empieza su evolución cultural? ¿En qué punto termina la naturaleza humana y empiezan los hábitos culturales? Carecemos de fundamentos operacionales para establecer un limes neto, preciso, estable. En cualquier nivel, la noción de naturaleza y la de cultura se definen de forma mutua y recursiva, adquiriendo significados a veces antitéticos (natura versus cultura), otras veces complementarios (natura et cultura) y otras aún (metafóricamente) intercambiables o hasta coincidentes (natura sive cultura). No existe ningún fenómeno humano que no implique ambas dimensiones cognoscitivas, y el hecho de asignar a una de las dos algún tipo de prioridad causal o estructural solo resulta comprensible a la luz de determinadas y contingentes estrategias explicativas (Lampis 2016: 66).

La comunicación, en tanto que actividad dirigida a la coordinación conductual entre los miembros del grupo social, puede sin duda ser descrita como una «macro-necesidad biológica» que ha encontrado, a lo largo de la filogenia, diferentes e ingeniosas soluciones viables. Entre ellas, la conducta lingüística humana. Y nos parece que en su caso son muchos los aspectos y las modalidades que no se compaginan bien con una distinción demasiado neta entre «natural» y «cultivado».

Considérese, por ejemplo, que hay miles de miles de personas en el mundo, incluidos los autores de estas líneas, que en sus ámbitos laborales, domésticos y afectivos han aprendido a emplear un idioma diferente de su idioma materno. Este caso, el de los bilingües tardíos, nos parece paradigmático: se adquiera el segundo idioma a través del trato comunicativo con los «hablantes nativos espontáneos», a través de cursos formativos específicos, a través de un prolongado trato textual —música, cine, televisión, literatura— o a través de un proceso mixto que incluye a todos los anteriores, el aprendizaje sigue siendo de tipo «cultivado», en los términos de Moreno Cabrera —si no en todos, es sin duda un proceso consciente y dirigido, además de largo y dificultoso—, mientras que el resultado final, el uso normal del segundo idioma, se acerca más a las especificaciones de la «lengua natural», siempre en el sentido de Moreno Cabrera.

Las llamadas interlenguas presentan semejantes elementos de dificultad. Tanto en el aprendizaje del idioma nativo como en el aprendizaje de segundos idiomas o de idiomas especializados, los discentes en un principio suelen apoyarse en un sistema lingüístico simplificado pero tendencialmente coherente, la interlengua. Este sistema sería, en la terminología de Moreno Cabrera, una verdadera y propia «lengua natural», si no fuera por el hecho de que es un sistema que también se caracteriza por su provisionalidad: en el transcurso del trato comunicativo, a los discentes se les insta a completar su aprendizaje, enriqueciendo y modificando sus interlenguas a fin de alcanzar una mayor congruencia con el sistema lingüístico empleado por los demás sujetos comunicantes.

¿Qué decir, además, del aprendizaje escolar? La escolarización es sin duda una forma de «cultivo» de la lengua, un «cultivo» a la vez social e individual que conduce a la selección y divulgación de una norma idiomática específica. La elección e imposición de dicha norma puede depender de razones políticas (la norma de la capital, de la clase dirigente, del invasor), nacionalistas (la norma del pueblo y de la patria), filológicas (la norma más ilustre o más antigua) y aun filosóficas (la norma como derecho-deber de cada hablante), pero, en todo caso, el proceso de escolarización, si se difunde y dura lo suficiente, llega a modificar de forma sustancial los hábitos lingüísticos «naturales» de los hablantes9.

La alfabetización no es sino un ejemplo más de este proceso, pues una vez que el hablante ha aprendido a leer y a escribir, lee y escribe de forma espontánea y automática cualquier texto que caiga bajo su interés (y la «hipergrafía» debida a las nuevas tecnologías sociales da buena muestra de ello). Además, a nivel genético es bien posible que las lenguas escritas surgieran de forma «espontánea» y «natural» a partir de determinadas exigencias mnemónicas y sociales.

Finalmente, y sin querer caer otra vez en aquel «imperialismo filológico» que Moreno Cabrera justamente deja en evidencia, también hay que tener en cuenta aquellos casos en los que una lengua culta —casi siempre una lengua literaria— contribuye de forma sustancial a la estandarización y normalización de la lengua común. Los hablantes nativos «espontáneos» del alemán o del italiano probablemente hablarían una lengua muy diferente sin los esfuerzos «cultos» de Lutero, de Manzoni y de sus seguidores.

Lengua y cultura van de la mano, tanto filo- como onto-génicamente, y esto es un dato que hay que tener en cuenta, incluso si lo que se quiere es defender la prioridad temporal, lógica y pragmática de la lengua familiar, o coloquial, o común, fórmulas equivalentes, en último término, a la de «lengua natural» (no se nos escapa el hecho de que no existe una definición unívoca y aproblemática de tales fórmulas; aquí, sin embargo, por comodidad explicativa, las usaremos como si de sinónimos se tratara para indicar aquella actividad lingüística que se aprende y desarrolla en los ámbitos más «comunes», «familiares» y «coloquiales» por los que se mueve la mayoría de los hablantes).

En conclusión, todos los ámbitos de aprendizaje y de empleo de las lenguas están culturalmente organizados, desde los más «naturales» hasta los más «artificiales», y todos los hablantes aprendemos a conversar con los demás —y de paso también con nosotros mismos— a partir de determinadas historias de interacción comunicativa. Por lo demás, insistir demasiado, siguiendo la estela de Chomsky, sobre la dimensión natural o biológica de la lengua poco parece aportar al estudio de los diferentes registros y estilos lingüísticos tal y como se manifiestan en los distintos contextos y ámbitos socio-culturales de comunicación.

 

5. Lenguas cultivadas, comunes, especializadas, cultas

Todas las lenguas «se cultivan». Cuando dejan de «cultivarse», a veces desaparecen, otras veces se transforman en algo distinto. En el sentido que aquí le damos, pues, una lengua cultivada no sería sino el resultado de un proceso —generalmente complejo— de estandarización y normalización de un conjunto dado de elaboraciones y tendencias lingüísticas. En opinión de Moreno Cabrera, en cambio, la noción de lengua cultivada remite a algo bien distinto:

Las lenguas cultivadas, en sus diversas manifestaciones literarias, rituales, religiosas, mágicas, judiciales, administrativas, etc., no son lenguas naturales, pero se construyen y constituyen a partir de una serie de determinadas elaboraciones intencionales y culturalmente condicionadas de estas lenguas naturales (Moreno Cabrera 2013: 176).

Estas «elaboraciones intencionales y culturalmente condicionadas» las divide Moreno Cabrera (2013: 164-165) en dos grupos: las que tienden a la complicación de la lengua natural (elaboración ritual10, estética, científica o escriturista) y las que tienden a su simplificación (elaboración intergeneracional, intercomunicativa o internacional11). De modo que la oposición entre lengua natural y cultivada vendría a coincidir, en última instancia, con la oposición, no exactamente novedosa, entre lengua familiar (o común), por un lado, y lenguas especializadas (o sectoriales) y lenguas francas, por otro.

Ahora bien, la lengua vulgar, natural o común —como también supo ver Dante en su De vulgari eloquentia no es, desde luego, homogénea, sino que cambia en el tiempo (variaciones diacrónicas), en el espacio (variaciones diatópicas), según los hábitos adquiridos, la edad y la historia individual de cada hablante (variaciones diastráticas) y según los contextos comunicativos (variaciones diafásicas). No resulta descabellado, por lo tanto, pensar también en las lenguas especializadas o sectoriales como determinados fenómenos diafásicos.

Las lenguas que Moreno Cabrera llama «cultivadas», en suma, se emplean en determinados dominios socio-comunicativos y los hablantes que participan en estos dominios aprenden y enseñan a «moverse en el lenguaje» a partir de sus conversaciones con los demás según las dinámicas interaccionales propias de cada dominio. Estas lenguas no son, por ende, fenómenos parasitarios con respecto a una hipotética lengua natural, sino que son elaboraciones lingüísticas que responden a determinadas historias de acoplamiento y organización sociales: son, en suma, verdaderos y propios sociolectos. Los factores que intervienen en su génesis son múltiples y pueden sin duda corresponder a operaciones institucionales e institucionalizantes: selección de un canon lingüístico (una norma estandarizada) y un canon textual (un repertorio de textos ejemplares), instrucción y escolarización, normalización textual (eliminación o «periferización» de las variantes), etc.; lo cual, sin embargo, no pone en entredicho el aserto de que toda lengua especializada así como la enciclopedia especializada correspondiente— es a la vez resultado y motor de exigencias comunicativas y expresivas integradas en un ámbito social de acción.

Puede resultar útil, entonces, llamar en causa también las dos nociones de registro y estilo, nociones que designan, respectivamente, un repertorio general de materiales lingüísticos socialmente marcados (el registro) y una modalidad determinada de lengua que individuamos y definimos a partir de un conjunto de características y operaciones expresivas pertinentes (el estilo). En otros términos, un registro lingüístico sería un «depósito» de materiales etiquetados según su utilidad y prestigio sociales —registro vulgar, medio, culto, literario, etc.— y un estilo lingüístico sería el modo específico en que se emplean dichos materiales según las exigencias dictadas por los contextos y los objetivos socio-comunicativos (estilo coloquial, periodístico, administrativo, romántico, etc.12). No puede escapar, por lo tanto, el hecho de que registro y estilo son nociones diferenciales que presuponen, a la vez, una diversificación de los hábitos y contextos idiomáticos así como la toma de conciencia —y aun la valoración— por parte de los hablantes de esta diversificación.

Si damos por sentada, pues, la existencia de una lengua común («natural») y de diferentes lenguas especializadas («cultivadas»), también damos por sentado que existen un registro lingüístico común y otros tantos registros lingüísticos más especializados y, asimismo, uno o más estilos lingüísticos coloquiales y diferentes tipologías de estilos lingüísticos especializados. En términos generales, además, hay que reconocer que cuanto más se complejiza y dinamiza una sociedad, tanto más se diversifican sus registros y estilos lingüísticos; y que cuantos más registros y estilos lingüísticos llega a aprender un hablante, tanto más se complejizan y dinamizan los procesos comunicativos en que participa.

¿Y la noción de lengua culta? Esta, en efecto, quedaría al margen de la distinción propuesta entre lengua común y lengua especializada, pues indicaría más bien una modalidad de actividad lingüística que no se caracterizaría tanto por tener un registro y unos estilos propios como por ser una modalidad específica de empleo de —y de cura por— los registros y estilos lingüísticos disponibles en el dominio comunicativo13. En este sentido peculiar, por lo tanto, una lengua culta no se identificaría ni con un registro arcaizante y áulico, ni con un estilo elevado y elegante, ni con una supuesta elite lingüística, sino que correspondería a un nivel del saber lingüístico en el que los hablantes y las instituciones culturales se preocupan por cuidar (y «cultivar») la diversidad lingüística, los recursos expresivos disponibles y el uso flexible y contextualmente adecuado del idioma.

 

6. Conclusión

 «Natural» y «cultivado» son tan solo etiquetas descriptivas cuyo empleo dicotómico es de dudosa utilidad en el campo de la lingüística (científica y filosófica), sobre todo si se acepta, como aquí hemos sugerido, que en las formas, usos y descripciones de la actividad lingüística —del conversar— no se admiten oposiciones demasiado rígidas entre biología y cultura. La lógica dicotómica deberíamos por lo tanto sustituirla por la lógica compleja (Morin 2004), tanto en la comprobación factual como en la reflexión epistemológica —si es que se pueden distinguir estos dos niveles—; la biología humana y la cultura humana son procesos que se co-determinan, co-definen y co-derivan de forma mutua y recursiva.

Podemos recordar, con Deleuze y Guattari (1980: 82), que «el lenguaje da órdenes a la vida», donde «ordenar» significa, a la vez, «intervenir», «coherentizar» e «imponer»; de aquí el valor y la centralidad otorgados por estos autores a la noción de consigna, entendida como relación que necesariamente se da entre el enunciado y el acto que se realiza en la enunciación: un acto que interviene en una situación, coherentiza un proceso e impone un sentido. La consigna es, en otros términos, el modus del lenguaje como acción corpórea en el transcurso de las interacciones que «anclan» los sujetos a su realidad (que es a la vez objetual, social y subjetiva). Es en virtud de esta concepción eminentemente pragmática de la lengua que Deleuze y Guattari (1980: 81-116) refutan los fundamentos implícitos de la lingüística científica de tipo saussureano:

1) el lenguaje no transmite información: es comunicativo, construye un orden agenciado en la realidad que se agencia en él;

2) no existe una máquina abstracta de la lengua (como la langue saussureana o la competence chomskiana): el lenguaje es una actividad de construcción de cuerpos, acciones y pasiones;

3) no hay constantes o universales de la lengua: la variabilidad no es externa al sistema, sino que le es inherente; la lengua es un continuum heterogéneo y cambiante de valores e intensidades;

4) no es cierto que solo se puede estudiar científicamente la lengua bajo las condiciones de un sistema estándar: lo estandarizado y lo homogéneo son puestos por las modalidades de descripción; son las consignas de la lengua, en sus diferentes niveles y formas, para crear e imponer el estándar.

A partir de tales presupuestos, la noción de «lengua natural» revela toda su inoperancia. La propia distinción entre una lengua común, coloquial o familiar por un lado, y esta o aquella lengua especializada o sectorial —la lengua de la administración, de la ciencia, de la literatura, etc.— por otro, depende únicamente del establecimiento de diferentes órdenes de consignas integrados en diversos ámbitos y sub-ámbitos socio-comunicativos. Y la verdad es que no nos parece que exista, en la semiosfera (Lotman 1996), ningún ámbito socio-comunicativo «natural» —en el sentido de «no-cultural»—, a menos que no se quiera defender una especie de versión lingüística del mito del buen salvaje: un hablante que habla con sus congéneres del tiempo, la cosecha o el fútbol porque su naturaleza así se lo impone, sin ningún tipo de aprendizaje o interés impuesto por la cultura (que vendría a ser algo así como un refinamiento, o una perversión, de tipo secundario).

Hay que tener sumo cuidado a la hora de manejar determinadas distinciones, por más atinadas que parezcan en un primer momento y por más ocurrentes que sean las analogías y metáforas descriptivas que las acompañan y aclaran. La meta-comunicación, es decir, la comunicación acerca de la comunicación, también tiene sus consignas y «construye un orden agenciado en la realidad que se agencia en él». Nuestra consigna no es la de intentar simplificar una realidad que nos parece irreductiblemente compleja (y aun caótica): hablar no es nunca un «mero proceso biológico» y tampoco una «mera construcción cultural». Se pueden sin duda estudiar y clasificar de diferentes maneras las micro- y macro-estructuras de la lengua (sintaxis), sus relaciones significantes (semántica) y sus condicionamientos y funciones contextuales y sociales (pragmática), pero nunca se debería perder de vista la profunda —y a la vez problemática— unidad que se da entre vida, comunicación y cultura.

 

Bibliografía

Alighieri, Dante (c. 1305) De vulgari eloquentia (libri duo). Bacheca Ebook, 2010.

Asor Rosa, Alberto (1985) Storia della letteratura italiana. Firenze, La Nuova Italia.

Chomsky, Noam (1988) Language and Problems of Knowledge. Cambridge, The MIT Press.

Deleuze, Gilles, Guattari, Félix (1980) Mil mesetas. Capitalismo y esquizofrenia. Valencia, Pre-textos, 2006.

De Sanctis, Francesco (1879) Storia della letteratura italiana. Vol. 1. Napoli, Antonio Morano.

De Waal, Frans (2002) El simio y el aprendiz de sushi. Reflexiones de un primatólogo sobre la cultura. Barcelona, Paidós.

Dunbar, Robert (2014) Human Evolution. London, Penguin Books.

Lampis, Mirko (2013) Tratado de semiótica sistémica. Sevilla, Alfar.

(2016) Tratado de semiótica caótica. Sevilla, Alfar.

Lotman, Iuri M. (1996) La semiosfera I. Semiótica de la cultura y del texto. Madrid, Cátedra.

Morin, Edgar (2004) «La epistemología de la complejidad», Gazeta de Antropología, no 20: 1-15.

Moreno Cabrera, Juan Carlos (2013) Cuestiones clave de la lingüística. Madrid, Síntesis.

(2014a) Del lenguaje a las lenguas. Tratado didáctico y crítico de lingüística general. Volumen II: Las lenguas. Madrid, Euphonia Ediciones.

(2014b) «Sobre mi libro ‘Cuestiones claves de la lingüística’», Las dos vidas de las palabras, s/n: 1-6.

Paz, Octavio (1997) La llama doble. Amor y erotismo. Barcelona, Seix Barral.

Salinari, Carlo, Ricci, Carlo (1988) Storia della letteratura italiana. 1. Dalle origini al quattrocento. Roma-Bari, Laterza.

Vázquez Medel, Manuel Ángel (1987) Historia y crítica de la reflexión estilística. Sevilla, Alfar.

1

 Universidad Constantino el Filósofo de Nitra y Universidad Comenius de Bratislava, respectivamente. República Eslovaca.

Contacto con los autores: mlampis@ukf.sk

2

 El uso del calificativo «innato» resulta particularmente sorprendente. Una propiedad o característica innata se manifiesta al nacer (o en un período determinado) de forma independiente de las condiciones de contorno. Con la venia de Chomsky, no parece ser este el caso de la capacidad lingüística.

3

 Podemos recordar la opinión de algunos ilustres críticos e historiadores de la literatura italiana (a la que la obra se adscribe de forma, por decirlo así, algo tangencial, puesto que fue escrita en latín). Francesco De Sanctis: 

La base de todo el edificio es la lengua noble, áulica, cortesana, ilustre, que está por doquier y en ningún sitio (...). Quería él [Dante] hacer del vulgar lo que era el latín, no la lengua de las personas populares, sino la lengua perpetua e incorruptible de los hombres cultos (1879: 141-142; la traducción es nuestra). 

Alberto Asor Rosa: 

El problema, pues, para el escritor que eligió tratar su materia en lengua vulgar, es el de elevar el lenguaje hablado, a menudo insípido, basto y demasiado comunal, al nivel de la gramática [«lengua conducida bajo el dominio de reglas fijas y hecha por ende sólida y duradera»]; este ‘vulgar ilustre, cardenal, áulico y curial’ es en Italia ‘el que es de cada ciudad y no parece ser de ninguna, y con el cual todos los vulgares municipales se miden y comparan’: no, pues, una verdadera y propia lengua ‘mezclada’ (resultado de la unión de elementos lingüísticos locales diferentes), sino una lengua culta, nacida de una operación de refinamiento intelectual y puesta en las manos de los varios grupos de letrados en relación entre sí y activos en los diversos centros de la península (1985: 56; la traducción es nuestra). 

Carlo Salinari y Carlo Ricci: 

[El vulgar ilustre] no es una fusión de los diferentes dialectos, de los cuales se tomarían las palabras más eficaces y elegantes (...), sino que es el vulgar que ha pasado por una elaboración literaria, sobre el modelo del latín y del provenzal, es la lengua de los intelectuales, es sustancialmente la lengua que había empezado a formarse en Italia, desde los sicilianos hasta Cino da Pistoia, producto de un proceso de depuración de las formas más bastas y dialectales (...) El vulgar ilustre es, pues, unitario y orgánico, respecto a la fragmentación de los dialectos, es ilustre porque fruto de un trabajo estilístico (...), es áulico y curial (...) porque en su elaboración pueden intervenir solo los intelectuales y porque sería el lenguaje usado en la corte de Italia, si esta fuera unificada por un príncipe (1988: 354; la traducción es nuestra).

4

 En las referencias al De vulgari eloquentia, indicamos, precedido por la mayúscula «L», el número del libro, el número del capítulo en cifras romanas y el número del párrafo en cifras árabes.

5

 Es curioso, y a la vez sintomático de su «error» de perspectiva, el juicio que Dante, agudo observador y conocedor de las hablas italianas, reserva a la de los sardos: estos son, en su opinión, los únicos que parecen no tener un vulgar propio, puesto que imitan la gramática (L1, XI, 7). Sabemos ahora que el sardo es, en efecto, la lengua neolatina más conservadora.

6

 Cabe señalar otro «error» de perspectiva de Dante, quien conocía los poemas de la escuela siciliana (la primera escuela poética italiana) en códices ya «toscanizados» por los copistas de la región, lo que contribuyó a darle una «falsa impresión» de unidad.

7

 Afortunadamente, mucho menos aristocrática fue la lengua que Dante plasmó en su Comedia, cuya riqueza y variedad léxica y expresiva son prácticamente inagotables.

8

 Sería interesante, en tal sentido, comparar el habla también con el sueño, la respiración o la defecación. Claramente, los outputs orgánicos del ser humano no tienen ni la variedad ni el interés de sus inputs. Aun así, cabe decir que la defecación, la respiración y el sueño son objeto de notables elaboraciones y sobre-elaboraciones culturales.

9

 Cabe mencionar también el caso límite del «cultivo» intencional de una «lengua natural» por parte de aquellos escritores, humoristas, comediantes, locutores y otros profesionales de la palabra que emplean adrede formas lingüísticas coloquiales a fin de dar «naturalidad» a sus textos.

10

 ¿La lengua que se emplea en el ritual es cultivada? Posiblemente. Y sin embargo hay que recordar que en el origen de la comunicación lingüística humana no se hallan solo exigencias prácticas, sino también (y quizá sobre todo) exigencias rituales y expresivo-estéticas.

11

 Nos sorprende el hecho de que Moreno Cabrera incluya las lenguas pidgin entre las «elaboraciones cultas» de las «lenguas naturales». Cabe suponer que tras la emergencia de una lengua pidgin no se halla ninguna estrategia o política lingüística determinada, sino un proceso espontáneo de simplificación y mescolanza de hábitos lingüísticos. De hecho, muchas de las «lenguas naturales» de hoy en día, acaso también el español, fueron en su origen lenguas pidgin.

12

 Al hablar de «estilo lingüístico» como modalidad específica de habla, se podría llegar hasta el «estilo individual de cada hablante», es decir, el idiolecto. En realidad, la estilística lingüística no alcanza a tanto, sino que se limita a estudiar aquellos estilos que se relacionan con macro-ámbitos socio-comunicativos fácilmente identificables (la lengua de los periódicos, la lengua de los anuncios, la lengua de la burocracia, etc.).

13

 Igualmente al margen de toda distinción entre lengua común y lenguas especializadas se hallaría la noción de lengua artificial; una lengua artificial sería un lenguaje creado y ensamblado ad hoc con un fin descriptivo-comunicativo específico, como por ejemplo los lenguajes de la lógica formal o esos pocos y extraños intentos de crear ex novo una lengua universal. Un metalenguaje, en cambio, sería una lengua especializada en la tarea de describir el funcionamiento y la estructura de otra lengua.

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