Juan Carlos Abril [*]
El libro se abre con una «Duda previa» desde la voz de quien posee aún la vida; y se secciona en «I. El mito y el misterio», en el que se plantea el mito edénico; «II. El hombre en su límite», donde se nos lleva la mirada hacia problemáticas relativas a las ansias de vivir, y de amar, con el bello poema «El amor más verdadero» (pp. 34-35) como vertebrador de un modo de entender el mundo y la vida, una manera frenética y desesperada a través de la cocaína; «III. El sueño», en el que a partir de una voluta barroca se desentraña el desengaño; y «IV. El nudo», como punto y seguido hacia el que avanzamos, pues aunque la palabra nos acompañe, «Sabemos de este fuerte nudo que nos ata, / del gozo y la desdicha del amarre a la vida— / la vida, este noray que un día se hace arena / y nos deja enfrentados al muro negro, al agua inmóvil, a la calma perfecta. / Solo esto sabemos. Pero esperamos más» (p. 69), concluye.
Animales despiertos que han nacido a una realidad temporal a la que han sido arrojados, de manera genesiaca, y que se saben finitos, con las horas contadas, pero que deben vivir y asirse al vitalismo como madero en un naufragio: «[…] el vivir (el anhelo de los ojos, / la locura sin fin de la esperanza) / es un oficio raro / que el hombre nunca aprende en plenitud. / Y su melancolía es un oscuro huésped, pertinaz, / que siempre se nos cuela / por la pequeña puerta de cualquier goce incauto.» (de «Miguel Utrillo, desde un cuadro de Rusiñol», pp. 58-59). La línea de flotación en el Tempus irreparabile fugit.
Esta preocupación temporal, como decimos, transita los versos del poemario en la conciencia de que el tiempo va acortando nuestra existencia cada día y cada hora, arrebatándonos lo que nos da. De ahí las idas y venidas hacia el tema, como en «La fotografía», cuando el personaje —que puede coincidir con el autor, pero sólo formalmente— se ve en una foto antigua, «en un lugar que solo yo descubro, / y siempre con la exacta edad con la que miro» (p. 44), esperando ese instante blanco de nuestra disolución: «Y pienso, solo pienso, no puedo evitar pensar que pronto / desaparecerá también mi propia imagen, / que es natural volver al blancor absoluto.» (p. 45).
O como en «El viejo relojero», en el cual a partir de la figura de Carlos I de España y V de Alemania, el Emperador, ya retirado en el monasterio de Yuste, y obsesionado con el paso del tiempo, vemos cómo los fracasos y victorias, preocupaciones e inquietudes del hombre más importante de su tiempo, más poderoso y sin duda prototipo del príncipe renacentista, son nada en comparación con su mortalidad, con el ansia de no querer morir, y con la infalibilidad de este designio: «Y al comenzar los rezos matutinos en la nave del templo, / se duerme reclinado, extenuado / tras tanta obstinación impertinente, / sobre sus sarmentosas y retorcidas manos, / rodeada su cabeza y atestados sus sueños / con los cientos de piezas que no encajan, / imposibles, rebeldes» (p. 61).
Los versos de David Pujante poseen una consistencia cercana a la gravitas grecolatina, ya que se acercan por varios frentes a diversas referencias morales —amorales o inmorales—, en la búsqueda de una nueva moral en el destino del hombre. Quizás en ese sentido «Las aguas del dormido (El sueño de Escipión, siglo XXI)» pueda considerarse el poema más distinto —y que llama más la atención—, un contrapunto a todo el libro, y obviamente al texto clásico. Aquél, un sueño que revela trascendencia; éste, un viaje astral a otros niveles de conciencia del que no se trae certeza alguna. Siempre la angustiosa duda con el viaje como dialéctica que atraviesa el poemario, junto a esas ánimas «despiertas» que pululan por sus páginas, ya que a partir de unas anáforas continuas, el sujeto literario va conformando una conciencia de la propia identidad frágil, en movimiento constante, cuestionando lo que se suele dar por sentado y situándose en el terreno nómada de las verdades contingentes. «Cruzo, ¿cuántos umbrales, cuántos sitios? / ¿Son sitios, son lugares los que cruzo? / En este otro moverme, ¿existe el cielo? / Recorro con celeridad las órbitas. / ¿Qué veo? ¿Qué imagino? ¿Qué me engaña? / ¿Me encuentro los planetas?, ¿los traspaso? / ¿Hay caminos y rutas y hay regresos? (del fragmento «III», p. 64).
Sea como fuere estamos ante un libro de una palabra deslumbrante y de unos versos llenos de bondades y realidad, de una poesía de alta tensión que participa de nuestras más exquisitas predilecciones, y solo nos queda darle la enhorabuena al autor y agradecerle su dedicación a la labor poética. Los lectores nos gratificamos.
[*] Universidad de Granada
Contacto con el autor: jcabril@ugr.es