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EGM.
marzo 2010 /
Publicación semestral. ISSN: 1988-3927. Número 6, marzo de 2010.

Elementos narrativos en La renta del dolor

José Luis Abraham López

Introducción

Dicen que la primera novela de un escritor es, sin duda, la que recoge más vivencias personales de todas las que compondrán su futura producción literaria. En este sentido, aunque el propio autor de La renta del dolor en alguna ocasión ha reconocido que se trata de una novela y, por tanto, la ficción está presente en toda la obra, no oculta que también hay mucho relato biográfico [1]. Desde el mismo momento en que en los años setenta Antonio Lara Ramos entra en contacto con Matilde Cantos Fernández [2], aquél siente la necesidad de dar a conocer la historia de esa anciana de pensamiento lúcido y «andares de pato» que había logrado fascinarle. En esta compleja tarea de desbrozar una aventura personal, madurada durante largo tiempo, además del itinerario espiritual y de vida pública de la protagonista se da biografismo del autor, puesto que en La renta del dolor se han incluido rostros que fueron de carne y hueso por él conocidos. Los años finales de aquélla coinciden con los adolescentes de éste de modo que, más que de la fantasía de la creación literaria, cabe pensar que esta obra nace de una ardua labor de recopilación, revisión, interpretación y reescritura en la que Antonio Lara Ramos se ve irremisiblemente abocado a utilizar tanto la fórmula del testimonio vivencial como la del testimonio documental para dar veracidad a los hechos.

No obstante, moverse entre verdad histórica y ficción estos veinte capítulos suponen para su autor un reto a la novela tradicional desde el momento en que observamos que el relato de los acontecimientos y la descripción de personajes y ambientes se nos ofrecen segmentados, a modo de teselas que componen un tupido tapiz. A base de saltos, la ausencia de linealidad da lugar a una narración fragmentada en la que igual que se interrumpe la sucesión de acciones y la presentación de caracteres luego los retoma. Por poner un ejemplo, Clara Martínez aparece por primera vez en la página 22 aunque no es hasta la 336 cuando realmente conocemos más sobre su persona y sobre las circunstancias decisivas que perfilaron su personalidad [3].

Ante esta estructura cuyos elementos se expanden y contraen a la vez, el lector tiene que hacer un esfuerzo de recomposición, el mismo que Matilde realiza a su vuelta a España: Era uno más de los recuerdos aflorados que coadyuvó a ir reconstruyendo el modesto puzzle que Matilde fue pergeñando a lo largo de este primer verano de la Granada recuperada (p. 148).

En general, la referida estructura de La renta del dolor obedece a la presentación y desarrollo de un tema con variaciones. Si el tema central es básicamente la guerra civil española, por su parte, las consecuencias de un período de destrucción y las subsiguientes secuelas, reacciones y recuerdos sobre la experiencia colectiva constituirán las variaciones. A través de cuadros relacionados con otras secuencias intermitentes de colocación dispar vamos entrando en la trama al tiempo que estas especies de viñetas se van entrecruzando.

Con esta técnica su autor encara un serio reto a la postre fundamental: analizar lo colectivo sin perder nunca de vista lo individual. Gracias a que los personajes tienden a dispersarse y a que las historias personales se van paulatinamente multiplicando, la riqueza temática y las perspectivas de un mero hecho modelan un contenido tan real como inquietante.

Así pues, el diseño narrativo de Antonio Lara Ramos arraiga más en lo experimental que en lo tradicional. Pero bajo la aparente independencia de secuencias hay una conciencia constructiva que busca un efecto: reflejar desde la propia estructura la inseguridad de los personajes, el ritmo frenético de cada una de sus conciencias y, en definitiva, la caótica situación en la que éstos se ven inmersos en la medida en que comparten un marco colectivo.

Realismo expresionista. Realismo social

Aunque salta a la vista el carácter figurativo de esta novela bien es cierto que este marbete requiere unas cuantas precisiones. En primer lugar no se amolda al concepto decimonónico de realismo castizo igual que, en ningún caso, se repliega al realismo naturalista en el que el individuo es descrito y, por lo tanto conocido, desde sus circunstancias ambientales. Aunque mucho se acerca al corte realista del Romanticismo, en cuanto que el autor toma como principal referencia la autobiografía, también difiere de éste.

Al hablar de realismo en esta obra no lo hacemos tanto por una actitud mimética de la realidad sino por lo que el autor añade y aporta a la misma. Aun teniendo manifestaciones palpables de reflejo de una determinada época y sus circunstancias, mucho más reseñable nos parece la vitalidad –y, por añadidura, la subjetividad y creatividad propia– que Antonio Lara Ramos aplica a sus personajes. Luego entonces el matiz crucial en el tratamiento realista en La renta del dolor viene dado más que por una duplicación del mundo sí por una perspectiva personal sobre éste.

Simplificando mucho aspectos teóricos y otras versiones interpretativas, es por este aspecto por lo que hablamos de realismo expresionista. Granada no es la ciudad que podemos recordar desde el color amarillento de una vieja fotografía sino que la protagonista sobre todo, en innumerables fotogramas, lee el paisaje, subjetiviza el espacio recreado. Ocurre también cuando el narrador describe el rostro de Paco Morales que parecía esculpido a golpe de cincel y martillo (p. 166); o cuando de Nicolás recuerda Matilde que el inconfundible bigote seguía teniendo la apariencia de suave cola de conejo (p. 211). La amplia diversidad de máscaras está visualizada desde la omnisciencia del narrador tal y como observamos cuando se nos presenta al vendedor de cupones con un pequeño bastón blanco con el que acompasaba su canto pregonero con leves tintineos de la contera metálica del bastón al golpear el suelo, y su incansable balanceo, como si de un badajo de campana se tratara (p. 199).

En cuanto crónica de una realidad que registra unos años de la historia de España y en tanto que el autor confía a la literatura la representación total de la vida como medio de comprensión y reconciliación, La renta del dolor puede parangonarse con el realismo social. De este modo, la novela rezuma realismo social en la medida en que los personajes más sobredimensionados se muestran protestatarios porque denuncian, revolucionarios porque pretenden transformar actuando y solidarios porque aspiran a restaurar la dignidad humana de los más débiles.

Memoria histórica y doble exilio

En esta especie de juego de espejos entre memoria e invención, el concepto de “memoria histórica” recalca la importancia de informar rigurosamente de la época franquista y, por tanto, incide sobre la restitución de derechos humanos fundamentales. Entre las muchas consecuencias que esta expresión conlleva encontramos la de devolver la identidad a los “vencidos” en la contienda, en la medida en que se dan a conocer sus historias que han padecido la falsificación y exclusión de la historia durante muchas décadas.

En el fondo, el mensaje central de La renta del dolor apunta hacia una reflexión sobre el pasado a través del recuerdo de experiencias comunes que sirven para desentrañar acontecimientos personales y colectivos históricos. Y, por encima de todo, encarnado en personajes que son perfilados como el mañana, la memoria histórica es una ayuda indispensable para dotar de identidad a las generaciones futuras pues una revisión y actualización de la misma conduce a una conclusión tan evidente como atroz: la manipulación del pasado conlleva la desmemorización y apropiación del imaginario colectivo.

[…] esa vuelta al pasado no hay que verla desde el punto de vista del dolor en el que nos sumió una circunstancia histórica sino que hay que verla como la recuperación de la dignidad de muchas de las personas que no tuvieron la oportunidad de que hubiera un reconocimiento por parte de la sociedad [4].

En varios tramos de la novela asistimos a un intercambio de puntos de vista en cuanto mudan los interlocutores. De esta manera se da el caso de la apropiación de los sucesos compartidos por una colectividad humana (la guerra civil y la posguerra). Así, a cada paso observamos cómo en distintos planos narrativos se vuelve a una cadena de hechos reinterpretados por cada personaje desde su propia vivencia. Con esta actitud estética Antonio Lara Ramos parece decirnos que los acontecimientos que se narran pueden tener más de una explicación.

Como tal, entonces, cada uno de los emisores se constituye en testimonio tanto de las acciones pretéritas como de los asuntos de la vida cotidiana. Es así como se forja la Historia, con la evocación compartida. A través de este hilo de continuidad el pasado adquiere mayor coherencia y, como resultado, la memoria histórica que se reivindica deja de ser una obsesión particular para convertirse en un derecho comunitario.

La memoria colectiva […] se define por los diversos enfoques de personas, textos, mitos y manifestaciones varios con que cada uno de los individuos tiene contacto, que cooperan a construir cada una de las memorias individuales, junto con los recuerdos personales del individuo en cuestión. Como se ve, más que tratarse de una “supra-memoria”, la construcción colectiva de la memoria es “reflexiva”, puesto que los recuerdos de los demás configuran los recuerdos del individuo, y los recuerdos del individuo pueden configurar asimismo los recuerdos de los demás [5].

Uno de los contrastes más desgarradores de la novela lo constituyen las vivencias que Matilde experimenta en el extranjero nada más iniciarse su exilio exterior. Cuando el Quanza llega al puerto de Veracruz, junto a doscientos refugiados la protagonista es agasajada en una generosa acogida sin evitar por ello que le embargue una profunda tristeza. El destierro con todas sus consecuencias queda perfectamente reflejado en la obra: la búsqueda de empleo (p. 51), la adaptación a las nuevas costumbres, la integración en el mundo cultural mexicano (p. 257), la postergación de los anhelos individuales, el desarraigo, la negación de su propia identidad, el nombre de Granada y de España sonando con ecos de promesas y la imaginación como fuerza que magnetiza la imagen esperanzadora de su país natal (p. 258). Con la vuelta de los refugiados españoles se insiste en la actitud fraternal de ese retorno, de manera “silenciosa con el mero propósito de recuperar su arraigo” [6].

Luego está el exilio interior, el del refugiado pertrechado y coaccionado en su propia tierra. Todos los personajes parecen asumir la soledad pues su desaliento se sustenta en la desconfianza en la sociedad. Muchos de estos exiliados vienen caracterizados por una condición: los huérfanos (Matilde y Paco Morales), los que pagaron con su vida el servicio en el frente (Julio Liñán), los represaliados recluidos en prisión (Manolo Nieto, Pepe Rubiales, Lendoiro), los hay que descienden de militares comprometidos (Nicolás Castillo), mientras otros sufren las secuelas físicas de la contienda (el vendedor de frutos secos), y los que viven en una continua desazón sobrecogedora como Antonio Herrera. Muchos padecen los daños colaterales en el núcleo de familias estructuradas como Manolo Nieto, cuya esposa y tres hijos, gracias a que recibieron la ayuda incondicional de amigos, pudieron superar las contingencias del momento (p. 50).

Tanto el emigrado forzoso como el que permanece en sus raíces siente ese “integralismo hispánico” que Américo Castro definió como el deseo de los españoles de vivir en su propio suelo y de identificarse con él [7].

Los personajes

Debido a que la novela no tiene una acción definida, ni argumento ni trama que predisponga a los tipos podemos hablar de “novela de caracteres”; también porque la trama más bien dependería de éstos. Los personajes presentan una especial complejidad. Los hay aducidos (Largo Caballero y el general Miaja) y otros que participan en la historia. Tal y como el autor los bautiza, la galería onomástica está compuesta por nombres, sobre todo, de raigambre hispánica.

Antonio Lara Ramos elude definir el carácter de muchas de sus criaturas. Éstas viven una prolongada mentira verdadera, una represión que automatiza al individuo. Matilde Santos va dejando amigos fallecidos en ambas tierras; cuando marcha de España pierde a sus padres y cuando vuelve de México tiene noticia de la muerte de su amigo León Felipe (p. 152) en Ciudad de México. La protagonista se alza como el personaje moralizador. El propio autor reconoció que uno de los móviles al escribir:

La renta del dolor era rescatar la figura de tantas personas, unas en el exilio y otras viviendo su cotidianeidad en la sociedad de finales de los años sesenta y los setenta, que con unas convicciones profundas, lucharon por construir una sociedad mejor, más justa e igualitaria, y que fueron coherentes con su pensamiento y generosos en su sacrificio personal [8].

A lo largo de la obra Matilde se debate en múltiples duelos: vuelve a su ciudad natal pero sin contar con la presencia de sus padres ya fallecidos; cuando regresa se reencuentra con su único amor verdadero que se casó con Remedios, asiste a la degradación física de compañeros como Antonio Herrera y del propio Eduardo, además de la pérdida de otros “camaradas” que dejaron sus vidas junto a la refriega.

El autor reserva, en cambio, los valores negativos en la figura masculina de los nacionalistas y nunca incide –salvo en el caso de la muñeca pintada que le parece Laura– en los defectos encarnados en los tipos femeninos.

Junto a unos rostros que se mueven en el contexto de la vida cotidiana, de otros conocemos su lado más ideológico y reivindicativo pero, en cualquier caso, todos aparecen como figuras del mundo real.

Otro colectivo es agrupado bajo el rol de papel encubridor del discurso oficial y, en consecuencia, partícipe de la distorsión de la memoria. Estos antagonistas que contribuyen a la negación del pasado son aludidos con descripciones superficiales y con epítetos descalificadores. Abundan los rasgos que los definen como cómplices del poder institucionalizado. Así el inspector que en primer lugar interroga a Matilde enfundado en un refulgente traje gris de finas rayas verticales, camisa blanca y una corbata azul atravesada por estrechas líneas rojas inclinadas (p. 29); de camino hacia las autoridades militares la acompaña un guardia orondo y de rostro colorado (p. 49); de los gendarmes que la conducen al juzgado militar comenta los policías armados con uniforme gris y gorras de plato (p. 46). Del chófer que la lleva hasta el juzgado militar

un hombre de cabeza pequeña, con algunos kilos de más, una barriga prominente que obligaba a la camisa del uniforme a dilatarse todo lo que daba de sí hasta poner a los botones en la tesitura de saltar por los aires, y una papada abultada que hacía difícil diferenciar bien la cabeza del tórax, si no fuera porque los hombros marcaban el punto de ensanche de esta parte del cuerpo (p. 47);

el inspector “malasombra” ya citado (p. 52); o, ante la irrupción de la Guardia Civil en una lectura que consideran clandestina, el poder monolítico de los grises (p. 283).

Quizás los momentos de mayor sarcasmo se producen, precisamente, cuando se trata de aludir a este grupo. Así, de uno de los agentes de Seguridad del Estado que esperan a Matilde en Barajas se comenta: […] su estatura mediana y su aspecto barrigudo y algo descuidado le delataban como un mero comparsa en todo aquel asunto (p. 19); […] más como mera cortesía que por necesidad de espacio, el policía barrigudo quedó fuera hablando con otros colegas (p. 28).

Gran parte de los más de noventa personajes actúa de acuerdo con la ley natural de la supervivencia más que con la ley íntima de sus convicciones; de ahí que encontremos formas de conducirse antagónicas con las maneras de racionalizar. Aun tratándose en su mayoría de secundarios resultan imprescindibles para reforzar el efecto de la trama: es desde lo colectivo desde donde entendemos al individuo y no en orden inverso.

De entre todas las posibilidades narrativas que un escritor tiene a su disposición –describir, valorar, juzgar, interpretar, etc. – la que predomina en La renta del dolor es la descripción. Casi la totalidad de los personajes quedan desdibujados con la intención de que ese balance de vidas y reacciones sea reconocido por el lector como actos que definen una generalidad y no tanto un acto individual aislado. Esta actitud nos conduce por derecho propio al talante moral de la novela si tenemos presente que ésta trata de potenciar más una consecuencia moral a través de conductas comunes que una historia personal por medio de un individuo.

Tal vez por la sobreabundancia de personajes la caracterización de muchos de ellos resulta escasa. Normalmente el narrador se centra en su descripción externa, de manera que el aspecto físico cobra una especial relevancia. Este hecho va unido a la habilidad de Matilde Santos cuando, por deformación profesional, reconoce el interior de las personas con un simple vistazo de su apariencia.

Más aún, la inmensa mayoría de las descripciones se centran en rasgos físicos de la cabeza. Algunos personajes serán caracterizados de continuo por un detalle especialmente llamativo: Clara por sus dientes de conejo y Luis Arrienda por su vozarrón. De este esquematismo se libran otros que tienen mayor peso en la sucesión de los acontecimientos. Además de la protagonista, sucede con Eduardo y Antonio Herrera a quienes el autor les va ascendiendo en su rango de secundarios.

Otros tipos se asemejan a pálidos espectros pues apenas sabemos algo de lo que motiva su comportamiento. Así se cumple con el individuo que atiende con comida a los presos de la Dirección General de Seguridad. Cuando Matilde no le puede ver el rostro, la voz y los gestos anímicos le permiten intuir la fisonomía de ese “misterioso samaritano”:

Su esfuerzo de imaginarse por encontrar la hechura de aquella persona le llevó a figurarse que tal vez fuese un hombrecillo enjuto, de vestimenta de mercadillo, “con cara de buena persona, porque tiene que ser buena persona a la fuerza, y quizás de alto como yo… (p. 34).

En otras ocasiones vienen definidos y caracterizados por un sobrenombre que los sintetiza. Por ejemplo, este individuo que le entrega comida a Matilde en el calabozo es nominado como “misterioso samaritano” (p. 34); una de las seis prostitutas es “la comadrona” (p. 40), Matilde era recordada como “piel de melocotón” (pp. 147, 162, 187, 244, 245, 268, 269, etc.), y es aludida al comienzo como “la señora del bastón” (p. 50) y “vieja dama” (p. 173); el inspector de policía como “malasombra” (p. 52); Eduardo Martínez como “maestrito” (p. 67); Antonio Herrera como “ojos de pozo” (p. 182); Joaquín el “flaco” (p. 282). Por lo tanto, el aspecto físico, la acción, su carácter o su registro lingüístico son, para el autor, elementos fundamentales de enunciación. Aunque, en muchos casos, es Matilde –no el narrador– quien les coloca un membrete significativo: maniquí, mequetrefe, el maestrito, etc.

En esta extensa galería algunos hacen el esfuerzo por conciliar su vivencia subjetiva con la realidad social que padecen. Unos están analizados desde una doble perspectiva, como sucede con Julio Liñán de quien comenta su trágico final tanto Eduardo como Matilde (p. 113), mientras otros aceptan la mentira impuesta pero sin poder despojar de sí sentimientos de culpa.

El tiempo

En La renta del dolor se dan hasta tres planos correspondientes a los tiempos naturales: presente, pasado y futuro. Esta noción se muestra variable dependiendo de la edad de quien lo sufre. El presente como algo inconsciente y atemporal en el niño, ilusionante para el joven, resignación para el adulto consciente de su carácter irreversible, y presente como memoria del pasado para el anciano. De esta manera Antonio Lara Ramos le confiere una marca estética que permite expresar también el tiempo humano. Por otro lado, el ritmo de la vida cotidiana colectiva queda continuamente subrayado merced a numerosas referencias a los momentos del día.

Normalmente con cada capítulo comienza un período temporal distinto. Las abundantes alusiones cronológicas vienen enmascaradas bajo un suceso o una fecha. Referencias ideológicas y culturales abren el camino para ubicar un hecho puntual. En ese juego del tiempo de la memoria al tiempo de la realidad actual, la retrospectiva del pasado se desprende de su cariz estático pues sus consecuencias todavía se sufren en la linealidad del presente.

En cualquier caso, las fracciones de tiempo aparecen subrayadas por fechas memorables (guerra civil, revolución del 68, transición democrática) que definen a un colectivo humano pero también a los individuos.

Si el tiempo de la historia de la narración abarca desde abril de 1968 hasta junio de 1977 con constantes saltos, el tiempo subjetivo de los personajes sufre continuas alteraciones bajo el velo de la ficción.

El tiempo de la historia se vertebra en dos coordenadas muy claras: la analepsis o retrospección de hechos ya cerrados y la prolepsis o anticipación de acontecimientos que van a ocurrir. Conforme Matilde Santos se reencuentra con rostros y paisajes va reavivando episodios pretéritos y el narrador adelanta sucesos que están por llegar. En cambio, este desajuste cronológico casa bien con el efecto de vitalidad caótica que encarna cada uno de los personajes. En las referencias al pasado predominan las alusiones a la guerra fratricida como también a la infancia de la protagonista o a sus duros años de peregrinación. No podemos olvidar las recapitulaciones emocionales, especialmente llamativa aquélla en la que Matilde y Eduardo recuerdan sus maravillosos años de amor. Con estos saltos hacia atrás se logra una síntesis que permite al lector obtener una nueva interpretación del mismo hecho como ayuda a la caracterización de ciertos sujetos.

El espacio

A lo largo de La renta del dolor las configuraciones espaciales se suceden desde notas siempre reconocibles. Las representaciones del escenario circundante se refieren principalmente a la ciudad de Granada y sus alrededores. El lector entra en contacto con estos lugares por medio de la observación y el desplazamiento bien de los personajes bien del narrador omnisciente.

Todos ellos mantienen entre sí un vínculo; vínculo que muchas veces viene de un lugar físico que comparten. Ocurre con la pensión “Marina”, microcosmos en donde convergen criaturas que sólo en dicho contexto parecen capaces de exponer sus vivencias. Este emplazamiento interior –escenario de confidencias, de recogimiento y meditación– simboliza un círculo, pues la protagonista sale de aquélla para, después de sus paseos por la urbe, regresar al lugar de partida. En este refugio de almas solitarias (p. 173) los inquilinos muestran sus inquietantes contradicciones.

En cambio, Granada se nos revela con un carácter doble. Por un lado, descubrimos la ciudad que ha cedido a la mecanización y a la creciente funcionalidad de la arquitectura y, por otro, más que como un mero decorado ornamental en ciertos pasajes se presenta como un paraíso terrenal. La urbe se erige en espejo de sentimientos dispares. Frente al hastío existencial, apatía y desarraigo de sus moradores es capaz de acoger también a la realidad en su cruel o beneplácita ambivalencia.

Las ciudades son como organismos que trasmutan, la evolución ha creado nuevas especies pero conservan códigos genéticos que las vinculan a la especie primigenia, así también una ciudad ve cambiar su fisonomía hasta en las zonas más nobles pero sin que se volaticen el espíritu y los lazos culturales que albergan los espacios urbanos aunque no perduren más que en la memoria de las gentes (p. 105).

Como lugar añorado al que se vuelve, Granada se reconoce como la ciudad de las segundas oportunidades y como Edén que evoca y encubre una dimensión quimérica.

Si bien el autor adopta una actitud minuciosa en algunas descripciones paisajísticas no es menos cierto que, en otras, deja entrever una alegoría mágica sobre todo a partir de la aplicación de colores, definiendo así implícitamente el mundo interior del personaje que lo observa.

Representada por sus monumentos, sus gentes y su clima, sus alrededores y su ritmo diario, con sus convulsiones y sus estampas emblemáticas, Granada ilustra un espacio envolvente que, más que en lo social y cultural, ha cambiado en la modernidad arquitectónica. En ciertas ocasiones se produce una simbiosis entre la protagonista y la ciudad: La vuelta a casa ocupaba el pensamiento de Matilde, pero en sus alforjas llevaba la visión fascinante y el tacto de la sólida piedra rugosa marcada por los siglos (p. 108).

Los recorridos topológicos del personaje principal por el centro urbano se alternan con salidas a la vega granadina. El núcleo urbano parece participar de la actitud conspirativa de sus dirigentes mientras, en contrapartida, los alrededores ofrecen la armonía de una periferia edénica y redentora. Las visitas por la zona histórica –prolongación del ámbito urbano– reconfortará a Matilde y supondrá igualmente una fuga imaginaria a tiempos de experimentada felicidad.

Gran parte de las descripciones de estos referentes espaciales están relacionadas con momentos de introspección de los personajes puesto que cada escenario guarda, de forma oculta, una imbricación simbólica. Así, el carmen de la Zarzamora está asociado al lugar entrañable de la infancia feliz de Matilde Santos. Pese a su carácter absolutamente maravilloso este rincón no es ajeno, en cambio, al poder destructor del tiempo.

La estampa que, sin duda, mejor sintoniza con dicho carmen es la vega granadina que se ofrece a la vista como el espacio idílico, en permanente juventud, lejos del trasiego caótico que implica las transformaciones de la modernidad.

Además de estas dimensiones espaciales clave destaca la herrería. Se trata ahora de un lugar sombrío en el que sus inquilinos se entregan con auténtica abnegación a las tareas cotidianas. A diferencia de otros dominios abiertos, entre tanta decadencia (p. 143), en éste predomina lo gris. En torno a la herrería se configura un valor estético puesto que si, por un lado, encarna la miseria y desolación, por otro representa un retiro deseado, muy lejos de la agobiante realidad que ofrece el centro neurálgico de la ciudad. Se puede decir, además, que este espacio es uno de los escasos rasgos de integridad del personaje Antonio Herrera por cuanto el suyo es un oficio y lugar elegidos voluntariamente. Sintetiza la fidelidad a una ardua labor artesanal que dignifica frente a la impersonal irrupción tecnológica. El taller aparece, por último, como emblema del espacio cerrado e íntimo donde se fragua la creación y, el herrero, su demiurgo:

Admiraba cómo se podía doblegar y dar formas tan bonitas a un material aparentemente tan duro. Éste es un oficio de verdadero escultor, como el que se atreve con una gran piedra de granito o de mármol para esculpir en ella bellas figuras (p. 145).

Las variopintas modulaciones narradoras

Una de las mayores riquezas técnicas de La renta del dolor es la múltiple focalización de la narración que se articula en una interrogante básica: ¿quién cuenta la historia? la cual gira en torno a dos modelos fundamentales: autor-narrador, personajes-narradores y sus variantes. La consecuencia inmediata de regirse el autor por la estructura anteriormente denominada de tema con variaciones es el perspectivismo que cada personaje modula sobre el tema.

La mutabilidad en la voz narrativa se sucede sin descanso, incluso en la misma linealidad de hechos. Por ello se puede hablar de una narración compartida puesto que la historia y los caracteres se completan por lo que todos y cada uno de ellos aportan a la novela.

Una de las competencias del narrador externo –como representante del autor– es la de ordenar las vivencias reseñadas y actualizar los hechos, de manera que intenta mostrarse al lector como un intérprete objetivo de acuerdo a que es testigo de los sucesos que narra y, en consecuencia, todo lo objetiviza desde la tercera persona. En ocasiones presenta la acción; en otras, retrata casi fotográficamente espacios ambientales como personajes de gran relevancia en la historia, así como introduce las referencias temporales para situar al lector en el punto concreto de su relato. En síntesis, el narrador externo se muestra dueño de la historia, de los espacios y del tiempo.

Por lo tanto, éste no filtra ninguna opinión ni juicio sino que actúa de manera neutral. Esta actitud repercute en presentar un episodio o un personaje con la máxima imparcialidad. Aquí, observa y no califica, registra y no evalúa. Cuando era pequeña asistía a la escuela de doña Concha, situada en una casona cerca de la iglesia de la Magdalena, con un patio generoso en macetas donde las niñas salían a menudo a cuidarlas… (p. 15).

Respondiendo a su posición privilegiada, el narrador omnisciente no deja en ningún momento de estar presente ya que, a través de esa tercera persona narra los acontecimientos que observa, así como caracteriza desde dentro a los personajes o como distribuye los saltos temporales, pues condición natural de la omnisciencia es la de actuar como un dios y, por lo tanto, ser omnipresente. La verdad –pensaba, mientras el gran pájaro revoloteaba a la espera de acomodarse para enfilar la pista del aeropuerto, es que salí siendo una mujer joven… (p. 14); A cada escalón que bajaba respiraba hondo y pensaba que había que seguir aguantando un poco más sin desesperarse (p. 31).

Antonio Lara Ramos como autor real se desdobla, se esconde, se enmascara en el narrador omnisciente de manera que el dominio de éste sobre los caracteres es total, más cuando nos descubre su retrato moral que el físico. Pero el ocultamiento de este narrador en una ocasión se volatiza; en concreto cuando, frente a la seguridad probada en toda la novela, muestra su presencia psíquica en el momento de asaltarle alguna duda: Este grato recuerdo debió confortar su mente… (p. 38). Pero los comentarios ciertamente aleccionadores siempre se le dan al lector de boca de algún personaje, nunca desde la voz del narrador-autor.

Así, la objetividad proporciona el modo dramático constituido por los diálogos pues son los propios personajes los que se ofrecen en primera persona al lector, garantizando la veracidad de lo relatado. Esa primera persona aparecerá enmascarada en un discurso referido como son las epístolas: Hacía tanto tiempo que abandonó España… sólo unas cartas repletas de palabras y de cariño cruzaron el Atlántico para mantener vivo el contacto y acrecentar la desdicha de no tener cerca a su preciada hija (p. 21). Una manifestación del narrador en dicha primera persona tendrá lugar con el monólogo interior; esto es, aquél que transcribe la subjetividad del personaje, su voz interior por la que transcurren sus pensamientos. En definitiva, verbalización de pensamientos y sentimientos del individuo.

Antes bien, la mayor parte de la voz narradora recae en la conciencia de Matilde de manera que la figura del cronista, a veces, coincide con sus protagonistas. Obtenemos de esta manera la imagen de un narrador múltiple en un relato, pues, compartido del narrador-personaje.

Independientemente de la intervención directa de los personajes, la voz del narrador omnisciente es anónima; voz en off de alguien que oculta su identidad y que da la impresión de poder ser uno de los muchos rostros que han ido apareciendo y desapareciendo a lo largo de La renta del dolor.

 

Notas

[1] CORTE, Manuela de la. “Si un pueblo no recupera la memoria histórica pierde sus señas de identidad”. En: Granada hoy, 16 de diciembre 2008, p. 64.

[2] LARA RAMOS, Antonio. Matilde Cantos, el compromiso social, Granada, Instituto Andaluz de la Mujer, 2009.

[3] De ahora en adelante las referencias a la obra objeto de estudio seguiremos la edición de Sevilla: RD Editores, 2008.

[4] CORTE, Manuela de la. Op. cit.

[5] LUENGO, Ana. La encrucijada de la memoria: la memoria colectiva de la Guerra Civil Española en la novela contemporánea, Berlín, Tranvía, 2004, p. 24.

[6] CONTRERAS, Miguel Ángel. “La renta del dolor, sin rencor, sin olvido”. En: Ideal, 7 de febrero 2009, p. 53.

[7] CASTRO, Américo. La realidad histórica de España, 2ª ed. T.I., Ed. Porrua, México, 1962, p. 92.

[8] R.I. “Pocos exiliados volvieron con rencor y afán de venganza”. En: Ideal, 17 de diciembre 2008, p. 60.

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