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EGM.
septiembre 2010 /
Publicación semestral. ISSN: 1988-3927. Número 7, septiembre de 2010.

El pensamiento regresista

LÓPEZ TOBAJAS, Agustín (2008): Manifiesto contra el progreso, Mallorca, José J. de Olañeta Editor.
Juan Carlos Abril

Debo reconocer que cuando encontré por casualidad este libro en la librería, me llamó la atención por dos razones, una, el título, y otra, la casa editorial, que es una de mis preferidas del panorama editorial español. Así que me lo llevé un poco instintivamente, con la certeza de que no me iba a defraudar su lectura.

En efecto; este Manifiesto contra el progreso es un libro muy interesante. Se plantea como una crítica radical de nuestro sistema —y de nuestras formas— de vida, y recordemos que radical quiere decir ‘de raíz’. El autor —no sé hasta qué punto tendrá en cuenta que los manifiestos firman su decadencia en el mismo momento de ser publicados— es Agustín López Tobajas (Zaragoza, 1949), traductor especializado en tradiciones espirituales y ciencias de las religiones. Ha sido codirector de la revista Axis Mundi (1994-2000) y actualmente coordina el Círculo de Estudios Espirituales Comparados, que, nada más que por la denominación que posee, debe ser algo con bastante empaque.

Presentándose como una crítica feroz sin paliativos, como digo, tan oportuna y con la que los inconformistas nos identificamos, este libro plantea y sistematiza los males de la sociedad del progreso, una sociedad que ha cristalizado desde el pensamiento burgués y que se ha plasmado en el capitalismo, reafirmándose desde el punto de vista filosófico en el liberalismo. Los matices discursivos que utiliza el autor son muy ricos, desde la semántica hasta la semiótica, desde el marxismo —aunque poco elaborado, demasiado lukácsiano— hasta la sociología, desde la ecología hasta la antropología, pero hay que reconocer que el sesgo que más impera en este manifiesto es el idealismo. La noción de Espíritu Absoluto planea sobre estas páginas —no sin los peligros de cierto neoplatonismo logocéntrico— si bien se intenta solapar de muchas maneras, con diversas denominaciones. En su planteamiento, este libro no pretende mostrar su profundo idealismo, pero el texto definitivo —que a su vez ha sido objeto de diversas redacciones y publicaciones, como se explica en la nota final— apunta por sus cuatro costados hacia Hegel y los esencialismos más manidos, en los que incurre periódica y aleatoriamente. Parece que, después de Hegel, la historia se hubiera acabado, y así más o menos lo explica cuando dice que: “Espiritualmente hablando, nuestra civilización murió tras el Romanticismo” (p. 124). Yo traería a colación la célebre frase de Marx por la que el hombre, en el siglo XIX, acababa de despertar a la historia. El autor se refugia en una visión trascendente de la realidad, abrigándose en una re-espiritualización —también este concepto se tiende a confundir con el de re-feudalización— de los individuos o de las colectividades, abarcándose incluso una visión humana-planetaria. Pero, ¿cómo se pueden justificar hoy en día las palabras ‘alma’, ‘espíritu’, ‘Dios’ o ‘metafísica’ sin que surjan chispas y conflictos en su propia delimitación terminológica? Es fácilmente comprensible, sin embargo, cuando sustituye la noción de Progreso —ciertamente un mito en Occidente, que deberíamos destruir— por la de Regreso, en el sentido de interiorización y de búsqueda de valores subjetivos asumibles para la colectividad, un bien común.

En los trece capítulos del libro se van desgranando los males de nuestro tiempo con lucidez y escrúpulo, sin compasión ni medianías. Todo eso me ha sorprendido gratamente: rebeldía que te acompaña y que logra que asumas una cantidad de problemáticas —aquí programáticamente esbozadas— sintiéndote, en cierto modo, comprendido, viéndote como un solitario-solidario más en este mundo. Y el repaso a Occidente se resuelve sin ambages: la distancia insalvable que se ha creado con la naturaleza; el consumo masivo y su degeneración frente a los países donde los niños mueren de hambre; la esclavización a la que nos someten los medios más innecesarios y superfluos; la contradictio in terminis que supone la lucha civilización/barbarie; los ecologistas de papel reciclado y los vegetarianos de tres al cuarto, todos juntos apoyándose en la lógica del mercado; el arte degradado, como aquellas mierdas que se vendían enlatadas en frascos en Londres, a precio de oro; la religión —sin excluir a la Iglesia católica— convertida en una ceremonia exenta de sentido ritual y cósmico; los feminismos que pretenden suplantar a los machismos; las democracias representativas donde igual vale un voto de un intelectual como el de un cabeza rapada, etc. El repertorio es largo y López Tobajas, ciertamente, no ceja en su crítica radical. Esto es un elogio. Este tipo de libros son inusuales en el panorama crítico. Sus apoyos teóricos, además, no son nada escasos, y poseen mucha enjundia filosófica, desde el Dao de ying —dicho de otro modo: Tao te king— hasta Novalis o Hölderlin, desde René Guénon hasta E. F. Schumacher. Quizás el recurso hacia Oriente, como solución a corto plazo y esgrimido siempre con precauciones, sea también otra de las propuestas que más me han gustado, junto a la pertinencia sugerida —o actualización— de las correspondencias de Swedenborg.

Pero es inviable, sin embargo, el refugio que propone —por otra parte apenas diseñado— pues parece una vuelta hacia una hipotética Edad de Oro, si es que se pudiera volver. Abominar de la informática y del maquinismo no deja de ser una veleidad logorreica. No es que intente excusarme fomentando cierto posibilismo y la aceptación de todos aquellos instrumentos y artefactos —también en este manifiesto se critican esas posturas que congenian el mundo moderno, salvando lo razonablemente salvable o proponiendo un consumo moderado, por ejemplo, la tele— sino que se están obviando las leyes más básicas de la supervivencia humana, la capacidad por inventar, por superarse, el estudio y la tenacidad. Según este autor, hoy en día ya nadie —o casi nadie— estudia. No puedo dejar de compartir la crítica de fondo, pero no la visión apocalíptica con la que se esbozan las últimas páginas. También he echado en falta algunos ejemplos que expliquen con más claridad una serie de posturas agonales, en asuntos especialmente controvertidos. Me refiero a la homosexualidad, de la que viene a decir más o menos, en un par de renglones o tres, que “no es natural”, pero allá cada quien con sus preferencias sexuales (pp. 104-105), lo cual no deja de ser sintomáticamente curioso; o me hubiera gustado alguna explicitación de los problemas que se plantean en la dicotomía civilización/barbarie, como el de la escisión o ablación del clítoris femenino por ciertas tribus monstruosas africanas: ¿debemos intervenir en esos casos extremos? Hay asuntos exageradamente candentes, y hubiera sido muy positivo enumerar algunos de estos conflictos con ejemplificaciones que los ilustraran.

En fin, la demostración, no obstante, de la insuficiencia del capitalismo —y de sus justificaciones liberales o neoliberales— o de las limitaciones del positivismo, queda muy bien expuesta; y el pragmatismo y la noesis —yo lo llamo narcosis ideológica— de nuestra sociedad, puestos en solfa, en la picota: toda una preocupación para los que todavía creemos que este mundo puede cambiarse, o al menos mejorarse.

 

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