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EGM.
septiembre 2015 /
Publicación semestral. ISSN:1988-3927. Número 17, septiembre 2015.

CUANDO HABLAMOS: entrevista de Pablo Valdivia a Rafael Juárez

 

Pablo Valdivia [*]

A lo largo de estos años de viajes, los poemas de Rafael Juárez me han acompañado siempre. Tanto en la alegría compartida como en la tristeza sin fondo, sus versos han enmarcado, como si se tratara de una banda sonora que me hiciera vivir aún con más lucidez cada instante, lugares y conversaciones por las que he transitado. Los poemas de Rafael Juárez constituyen una voz cercana y amiga que me ha enseñado a mirar el mundo de una manera distinta y a apreciar «los días que parecen iguales/ mientras que sean el aire de quienes te han querido».La educación sentimental de una persona se configura, en buena medida, gracias a los diálogos que vamos estableciendo con los otros. Y para hablar, para conversar, siempre es necesario escuchar. Por desgracia, tengo la sensación de que buena parte de la poesía contemporánea tan sólo se escucha a sí misma, porque se apoya en un egocentrismo —también llamado por algunos como auto-ficción— que nace viejo y narcisista. En cambio, la poesía de Rafael Juárez se levanta desde un yo lírico que no tiene miedo a revelar sus propias contradicciones, a manifestar curiosidad por aquello que desconoce y, lo más importante, que adquiere verdadero vigor cuando conversa con el otro y lo hace partícipe de sus dudas, de sus miedos, de sus renuncias, de sus inseguridades; en definitiva, de aquellos claroscuros donde la falta de certezas alimenta la verdadera experiencia poética.

Si tenemos en cuenta todo lo anterior, no nos debería extrañar que el título elegido para la introducción a esta entrevista, que se publica en las páginas de El Genio Maligno, sea el de «Cuando hablamos»: título que recojo de otra pequeña selección de poemas editada con carácter no venal en 1997. Efectivamente, toda la poesía de Rafael Juárez queda invocada con el acierto del título de su antología, Una conversación en la penumbra (2015), recientemente publicada por la editorial Renacimiento. Paseos y conversaciones forman parte de los pilares esenciales de la poesía de Rafael Juárez, pero también de esta entrevista que ve la luz con ocasión de la publicación de Una conversación en la penumbra. La antología recoge poemas publicados entre 1987 y 2013, sin incluir ninguno de aquellos que conformaron un libro anterior llamado Otra casa, publicado en 1986. Las razones que justifican las inclusiones de unos textos y no de otros quedan suficientemente expuestas en una nota del autor que, además de ilustrar su itinerario poético, sirve para enmarcar el espacio de preferencias estéticas e ideas desde las que ha ido desarrollando su escritura. En esas líneas esboza la asunción de un reto de escritura que es especialmente fértil en este poeta. Él mismo declara que «El único problema de poética que me ha interesado de verdad durante todos estos años ha sido la relación de la poesía con la lengua coloquial, con la lengua de cada día, a la que creo que debe aproximarse sin perder su intención estética».

Esta tensión entre sencillez y elaboración estética que enuncia Juárez, constituye un logro de difícil alcance en la tradición poética española. Cuando Garcilaso, por ejemplo, escribía en el Soneto X aquello de «¡Oh dulces prendas por mí mal halladas,/ dulces y alegres cuando Dios quería,/ juntas estáis en la memoria mía/ y con ella en mi muerte conjuradas!/», consigue con una aparente sencillez una gran altura ornamental pero escrita desde la lengua del día a día y del ámbito poderoso de una intimidad llena de sentimiento vivido, lejos de la impostura exhibicionista. Juárez, con su poesía, explora en las posibilidades de esa intimidad auténtica de la que tan buenos ejemplos nos han dejado autores como el ya mencionado Garcilaso, Francisco de Aldana o, más cercano a nosotros en el tiempo, Antonio Machado.

La proximidad a este último poeta es un elemento que Pablo Jauralde señala en su introducción a la antología, cuando con acierto explica que:

La cercanía con Antonio Machado es la obligatoria cercanía de todos los que adoptan un tono contenido y buscan a su alrededor en donde dejarlo, porque no quieren apabullar con una primera persona: que la emoción quede prendida de un paisaje, de una observación, de una escena, etc., y que el lector la encuentre y la devuelva a las resonancias de su propia emoción.

Esa introducción y la nota del autor dan paso a la antología cuyo umbral nos acoge bajo las palabras de Eliseo Diego: «Un poema no es más/ que una conversación en la penumbra». Y se abre con el soneto «El Tesoro», de cuyos versos nos hacíamos eco al principio de estas líneas y que a continuación recordamos:

No desprecies los días que parecen iguales/ mientras que sean el aire de quienes te han querido/ […] Acumula palabras en recuerdos de luna/ porque te servirán para pagar la barca/ cuando el mar se convierta en inmóvil laguna/ del olvido. Y comprueba que en el fondo del arca/ late ya el brillo oscuro de lo poco que esperas:/ el eco de unas cuantas palabras verdaderas//.

Esas palabras verdaderas se encuentran a lo largo de las diferentes secciones de la antología: «Las cosas naturales»; «La herida»; «Aulaga»; «Lo que vale una vida»; «Medio siglo»; «Poemas (2010-2013)». Estas secciones albergan poemas de distintos libros publicados por Rafael Juárez y a los que remiten con sus títulos, salvo el caso de la última sección que agrupa textos de composición más reciente. Tal disposición de los textos está estrechamente ligada, a mi modo de ver, con la concepción artesanal de Rafael Juárez sobre la escritura poética. Juárez se encuentra en el extremo opuesto al del escritor profesional. Nuestro autor no redacta libros sino que escribe poemas. Y estos poemas a veces terminan constituyendo unidades, casi antologías más que libros, que van tomando forma sin que exista un plan premeditado por parte del autor. De este modo, casi podríamos afirmar que Rafael Juárez es más un poeta de antologías que de libros cerrados, algo perfectamente acorde con su forma de concebir la escritura de la poesía, que entiende como mirada y como una forma de estar en el mundo, más que como una actividad de estudiada composición. El propio autor nos dice en uno de sus poemas incluido en esta antología: «Escribo mientras ando». Esta idea es desarrollada en la «Nota del autor» cuando Juárez afirma que

A partir de Fábula de fuentes comencé a escribir poemas al natural, donde me sorprendiese la oportunidad de hacerlo. Como tiendo a escribir de memoria, se acentuó en mí definitivamente la necesidad de utilizar formas poéticas cerradas, que unas veces por gusto y otras por falta de habilidad, he procurado hacer flexibles y variadas.

Por último, quizá unas breves coordenadas biográficas sirvan a los lectores para terminar de esbozar estas claves de lectura que hasta aquí he ido desgranando. Rafael Juárez nació en Estepa (Sevilla) en 1956. Vive en Granada desde 1972. Estudió Filología Hispánica y ha trabajado como librero y editor. En la actualidad es secretario de la Fundación Francisco Ayala. Juárez siempre ha estado en contacto con la literatura, pero nunca ha vivido de ella. Esa independencia lo ha alejado de la palabrería justo en una época histórica dominada por el ruido y por luces que deslumbran en su fugacidad. Frente a este horizonte, Juárez ha preferido la modestia de escuchar en silencio y en la penumbra de una tarde verdadera a otra persona y de hacernos partícipes de su curiosidad y de su pasión por la escritura. La siguiente entrevista es justamente el producto de ese intercambio que se produce «cuando hablamos» y que conforma uno de esos espacios esenciales que bien valen una vida. Como el propio Rafael Juárez escribió en uno de sus poemas: «Hablar es un camino».

***

PABLO VALDIVIA. Tu poesía va, en cierto sentido, contracorriente. Mientras que la mayoría de los poetas españoles en los últimos cien años han concebido el libro de poemas como un objeto cerrado, tú te sitúas más bien en la línea de Juan Ramón Jiménez y Jorge Guillén que entendían la poesía como un objeto en permanente actualización. ¿Por qué siempre te has decantado por escribir poemas en vez de redactar libros con un plan previo muy cerrado y meditado?

RAFAEL JUÁREZ. Mis poemas han encontrado su contexto más adecuado entre otros pocos poemas que he escrito con la misma temperatura sentimental o inducido por la exploración de algunas formas poéticas. Es decir, siempre se escribe poema a poema —verso a verso—, pero los poemas con frecuencia se agrupan en conjuntos que los potencian y que no tienen que ser un libro; un libro es sobre todo un producto editorial con una extensión normalizada, cuyo sentido, por supuesto, también pesa sobre el de cada uno de los poemas que contiene. Comencé a publicar colecciones de no más de veinte poemas, creo que bastante homogéneas, como «Otra casa» o «Emblemas y conversaciones» o «Correspondencias», que después se agruparon en un primer libro de extensión convencional; mis libros posteriores con distribución comercial están compuestos también así. Se trata de buscar la concisión en el verso, en el poema, en las agrupaciones de poemas y en el conjunto de lo escrito; concisión por encima de la estabilidad de las agrupaciones, que en publicaciones sucesivas pueden ver reducido el número de poemas que las componen.

Tienes razón cuando afirmas que soy incapaz de escribir poemas sabiendo lo que pretendo que finalmente digan, o sea, que soy incapaz de redactar poemas. Los versos tiran uno de otro. Ahora bien, cábalas sobre la ordenación de los poemas, su número, y otros aspectos acaso poco útiles hago infinitas.

PV. En la nota de autor que precede a esta antología has señalado que sitúas el inicio de tu escritura poética en mayo de 1978 y mencionas que escribiste «un poema desengañado y doloroso, en el que mediante un episodio de la Guerra Civil narrado por Neruda en sus memorias, se traslucía oscuramente mi conciencia escindida». ¿A qué te referías exactamente con esas palabras «conciencia escindida»?

RJ. En mayo de 1978 tenía veintiún años, pero ya me había dado tiempo a vivir dos o tres descalabros íntimos de los que, al menos a esa edad, rompen el alma. El poema del que hablamos se titula «La casa de las flores» y tiene al fondo la visita que Pablo Neruda cuenta que hizo —con Miguel Hernández como chófer de una furgoneta— a la que había sido su casa —la Casa de las Flores, en Madrid—, para recoger lo que la guerra hubiese respetado de sus colecciones de máscaras y libros, ya que la casa —aún está habitada, en el barrio de Argüelles— formó parte del frente durante meses; la escena es amarga porque la casa había sido saqueada, reventada por la artillería y utilizada por los soldados para su vida elemental. Neruda se fue sin recoger ni un papel.

Estos meses estoy releyendo a César Vallejo y he recordado que antes de ese poema nerudiano escribí otro —preliminar suyo— basado en el mundo de Vallejo, que conservé durante bastante tiempo, que no publiqué y que, por fortuna, se ha perdido. Aquellos días en los que la democracia estaba arrancando se podían resumir para algunos de nosotros con el título de un libro recién aparecido entonces que leíamos mucho: Descrédito del héroe, de Caballero Bonald. Y no hablo de lo que se llamó el desencanto, que vino después, sino más bien del desengaño, del descubrimiento del engaño que nos habíamos fabricado.

PV. Tu poesía está intensamente ligada a la vida familiar. ¿Por qué te ha interesado siempre tanto explorar e indagar en esas relaciones familiares y hacer de ellas una experiencia poética?

RJ. Acabo de mencionar a Vallejo, y sus poemas más intensos se originan en el nido familiar y en un círculo apenas diferenciable, el del pueblo de su infancia. El poema que abre la obra de Antonio Machado comienza: «Está en la sala familiar, sombría,/ y entre nosotros, el querido hermano». Más próxima a nosotros en el tiempo, la poesía, por no decir toda la obra, de Justo Navarro tiene su núcleo en la exploración de los vínculos familiares. Por más que cambie con la edad, todo hombre es un niño viejo. Quizá, Pablo, no encontremos mejor respuesta a tu pregunta que la Metamorfosis de Kafka>.

PV. Tus poemas están relacionados siempre con una experiencia concreta: un paisaje, un gesto, una palabra, un espacio, un fenómeno de la naturaleza, etc. ¿Hasta qué punto existe en ti una necesidad personal, más allá de la poesía, de encapsular el instante?

RJ. Más que de una necesidad se trata de una consecuencia inevitable de mi memoria emocional, que no he explorado suficientemente. Hay poemas que afloran desde la reminiscencia de lo que se vivió y otros —quizá la mayoría en mi caso— que, como tú dices, encapsulan el instante, la emoción del instante, convirtiéndolo en recuerdo. Durante mucho tiempo me he aplicado una norma para medir la fiabilidad de lo que escribía: tenía que recordar sin esfuerzo el momento en el que se había escrito el poema, no ya el cuerpo del poema, sino las circunstancias de su escritura.

PV. En tu poesía hay muchas imágenes e ideas que exploran el sentimiento de pérdida, de naufragio, de desolación. Te pongo algunos ejemplos: «Recuerdo con piedad lo que he soñado/ y no quiero decirlo»; «Como la niebla al valle/ bajaré por la noche./ Preferiría no hacerlo/»; «La luz a las espaldas,/ camino de las cumbres,/ sabiendo que no hay nada/»; «Por eso entre nosotros/ pasa un río infinito:/ lo que tú no me dices,/ lo que yo no te digo».

RJ. La decepción, la conciencia de la pérdida, es una forma más de vivir la vida. En los cuatros poemas que has citado, hay piedad, en el primero; una elección implícita de permanecer lejos del valle, en el segundo; la voluntad de seguir caminando hasta las cumbres en el tercero, aun sabiendo que nada espera allí al caminante; y el enunciado de la imposibilidad de establecer una comunicación satisfactoria en el cuarto, algo que por cierto también sucede en el primer ejemplo: no se puede o no se quiere decir, pero se dice que no se quiere o no se puede decir. Espero no verme convertido en lo que hoy, como si fuera una alabanza, se llama «un perdedor».

PV. El lector a veces tiene la sensación de que la voz poética de tus textos se encuentra en el filo de una contradicción, en el fragor de una indecisión que en ocasiones lo paraliza o en el remordimiento por algo que pudo ser y no será. ¿Por qué te ha interesado explorar las posibilidades poéticas de estos estados emocionales en penumbra y claroscuros?

RJ. Vamos a intentar interpretar los términos «penumbra» y «claroscuro» con un sentido simbólico. En el claroscuro se contrastan la luz y la tiniebla, mientras que en la penumbra se confunden, se diluyen una en otra. He vivido la mayor parte de mis días en claroscuro, aunque si pienso en los poemas, solo veo reflejada esa experiencia extremosa en «Otra casa» y en algunos sonetos de «La herida» y sobre todo de «La ausencia». Incluso podría decir que mis demás poemas se adelantaron a mi evolución personal y nacieron en la penumbra, que es mi estado actual, mi aspiración: eliminar de la vida el sentimiento trágico, que diría aquel. La poesía ha sido mi penumbra, un lugar donde no romperme en las contradicciones ni paralizarme: un poema es un acto.

PV. Otro elemento interesante en tu poesía lo constituye la difícil naturalidad en el lenguaje. ¿Sientes que esa tensión provocada por la búsqueda de la mayor naturalidad posible, pero sin ceder ante al prosaísmo ramplón, tiene una dimensión creativa importante en tu poesía?

RJ. Me interesó hace muchos años el problema de la relación entre el lenguaje poético (o más bien, del lenguaje literario) y el cotidiano. Lo que pienso ahora, cuando hablamos, es que la existencia del poema depende del logro estético, de que el texto llamado poema muestre una gracia en cualquiera de sus niveles, lo que incluye un uso adecuado de los prosaísmos. Lo dices bien: es la tensión entre la aspiración estética y la eficacia conversacional la que puede dar lugar al lenguaje del poema, porque —aquí sí hay que invocar a Jorge Guillén—, no hay un lenguaje de la poesía sino de cada uno de los poemas.

PV. En alguna ocasión has explicado que para ti no es sólo importante el texto que escribes tú sino también versos y poemas de otros autores que se incrustan en tus poemas. ¿De dónde nace esta hospitalidad a los versos ajenos que brindas en tu propia poesía? Entiendo que no se trata tan sólo del mero homenaje…

RJ. No hace mucho he tenido que reflexionar sobre ese asunto, para una lectura de mis poemas en un ciclo titulado «Poesía que quise escribir». No hallé un solo procedimiento ni una razón única; lo cierto es que me formé como poeta leyendo a otros que lo utilizaban sabia y profusamente, como Blas de Otero. Mario Hernández y Pablo Jauralde han escrito prólogos a ediciones recientes de la poesía de Blas de Otero en los que desentrañan el empleo de préstamos procedentes de la tradición, vivificados por el diálogo que mantiene con ellos el poeta de Hojas de Madrid. Y ya Antonio Machado escribió que amaba la poesía de Virgilio, entre otras razones, porque había incorporado numerosos versos de otros poetas sin tomarse la molestia de mencionarlos. En cualquier caso, todo menos la parodia; no se trata de un juego frívolo, como algunos autores se atreven a justificar.

PV. Hay un aspecto importante en tu propia concepción de la escritura y que consiste en cómo diferencias entre lo que llamas poemas de «estudio» y poemas «al natural». ¿Podrías elaborar más para los lectores estos dos conceptos tan interesantes?

RJ. Seguramente todos estos conceptos están más que desarrollados y bien estudiados en otros autores; en mi caso provienen de la observación de mi propia experiencia. Por eso, quizá un ejemplo lo explica todo mejor que cualquier elaboración. En el verano de 1997 escribí «Lo que vale una vida», un soneto meditativo en versos alejandrinos; pudiera parecer que nació el poema después de una larga reflexión, en un espacio de aislamiento. Sin embargo, fue escrito una tarde del mes de julio, en una piscina comunitaria, entrando y saliendo del agua, conforme los versos se presentaban. La actividad física estimula determinada actividad mental, igual que la ósmosis con la realidad puede convertir una situación de apariencia anodina en una experiencia perdurable.

PV. Hay otro concepto fértil en tu poesía: el del doble, en la línea que enunciara Juan Ramón Jiménez cuando escribió los versos que comenzaban «Yo no soy yo». En uno de tus poemas leemos: «Tras del cristal te parece/ ver a un hombre que sería/ tu amigo aquel, ya más viejo./ Si fuera sólo un reflejo,/ él también te miraría». ¿Es la escritura de poesía un ejercicio de desdoblamiento?

RJ. ¿Qué acto lingüístico no lo es? Mucho más el poema, que aspira a la permanencia, que como si fuese una foto nos devuelve la imagen de un fantasma y ancla nuestro rostro en un espejo que también desaparecerá, pero más lentamente.

PV. Vivir el anhelo y la desesperanza al mismo tiempo en permanente contradicción parece que es otro de los temas vehiculares de tu experiencia poética. Esto es algo que se puede percibir especialmente en varios momentos de tu poesía, entre otros en el siguiente poema:

A un tiempo ser isla y puente/ en medio de la corriente/ del río. Isla cortada/ del mundo inverso que rueda;/ puente que no dura, queda,/ la soledad de su arcada/ no busca alguna ribera/ ni se repite alcanzada./ Es como no querer nada/ alguien que todo lo espera./

¿Podrías explicarnos por qué en la poesía te interesan tanto estos desplazamientos contrarios?

RJ. Esa décima evoca el ponte rotto en medio del río Tiber, a su paso por Roma. Escribimos poemas para revelar situaciones o reacciones que nos piden una explicación que no alcanza a dar la lengua de cada día o los conceptos psicológicos o científicos. Soy un nudo de contradicciones: puedo decirlo así o con los viejos símbolos, pletóricos de significado. Un puente roto es algo perfectamente serio.

PV. Pasemos ahora a comentar ciertos aspectos sobre el concepto de «Tiempo» en tu poesía. Este concepto es especialmente complejo y rico. Por un lado hay esa conciencia machadiana del tiempo que se deshace como la espuma del mar, pero también un abrazo lúcido del presente y a la vez, en otros textos, una cierta fatalidad en torno al futuro que además converge en el presente. Esto está bien ilustrado en una imagen que resumen los siguientes versos de «De un hombre cualquiera»: «Uno que mira y olvida/ y no sospecha siquiera/ que su pasado le espera/ y su futuro le embrida». Ese último verbo, «embridar», produce una imagen muy poderosa. ¿Sientes que de alguna manera las previsiones del futuro van embridando nuestras ilusiones y esperanzas?

RJ. Hablábamos antes de la inconveniencia de redactar poemas. «Embridar» aparece en el poema —yo lo sé— porque lo impone la lengua, porque en el momento de escribir el poema es la palabra del repertorio léxico que me ofrece la memoria más propia de mi conciencia; de niño vi a diario bridas y caballos. Quizá pensaba cuando escribí el poema que ese sometimiento al jinete del Tiempo era doloroso; hoy no lo pienso; hoy no estoy muy de acuerdo con ese poema, aunque lo he mantenido en la antología porque tiene algunos logros expresivos, o sea por coquetería.

PV. ¿Hasta qué punto el siguiente poema retrata, de alguna manera, a ese lector al que tú siempre has querido llegar? ¿Entiendes la poesía como una «huida»?

A quien no me conoce// Si sumas los secretos de tu vida,/ lo que no saben quienes que más te importan,/ qué has hecho que no sea huir,/ enterrar cada paso en una sombra./ Caminar por el campo cuando llega la noche,/ o imaginar despierto, mientras que vuelve el día,/ que descubres tu vida a quien no te conoce,/ o escribir, son maneras de asegurar la huida/.

RJ. Entiendo la poesía como una ilusión de veracidad, quizá se puede decir también que como una huida hacia una realidad imaginada en la que dos desconocidos hablan bajo el pacto de que se van a desvelar secretos que ya comparten. La lengua es poderosa. Mi madre decía «anda y que te compre quien no te conozca». No estamos tan lejos del lector semejante e hipócrita de Baudelaire. Me gustaría llegar a cualquier lector: si nadie se conoce a sí mismo, nadie conoce a nadie.

PV. En la línea de lo que íbamos observando sobre las tensiones y las contradicciones como elementos de creación en tu escritura, ¿qué lugar han ocupado en esas tensiones la lectura de otros libros? Trabajaste en una librería durante mucho tiempo y escribiste un poema que termina diciendo «Vuelvo a la inútil condición esclava/ de organizar en cada estantería/ mi ausencia plena y su presencia hueca». Esa dialéctica entre la ausencia y la presencia va mostrando el paso del tiempo, como si se hubiera producido un trasvase de vida.

RJ. Escribí ese poema después de la última mudanza, mientras volvía a colocar los libros; cualquier lector sabe lo que ocurre con los libros: siempre son demasiados y siempre nos faltan. En aquella oportunidad me deshice de dos terceras partes de los que había ido juntando: entregué a una biblioteca pública todos los libros que tenía sobre autores, digamos: la literatura secundaria, y todas las obras de referencia, excepto algunos diccionarios como el Covarrubias, que consulto con frecuencia. Me deshice también de otros libros de estudio y de muchos libros de poesía que no había ni abierto. Otra parte la trasladamos a Madrid. Hasta ahora no he echado en falta ninguno de los libros que ya no tengo; en ocasiones noto cuántos me faltan, antes de concluir que no importa, que ya los buscaré si de verdad voy a leerlos. Ahora mi biblioteca ocupa solo un frontal de la habitación en la que leo. Puedo ver todos los libros a la vez y eso me reconcilia con mi vida, con la vida.

PV. Siempre has escrito desde la libertad que ostenta aquél cuyo trabajo no depende de la poesía o aquél cuyas ideas no están hipotecadas con ninguna moda. ¿En qué ideas, espacios y poemas te gustaría seguir habitando en el futuro? ¿Hacia qué tipo de experiencia poética te gustaría que se encaminara tu poesía?

RJ. Al organizar «Una conversación en la penumbra», al elegir sus poemas, me he dado cuenta de que mi poesía no había experimentado cambios sustanciales desde mitad de la década de los ochenta, desde hace treinta años, en realidad solo el primer libro, «Otra casa», me ha parecido extraño en el conjunto, por eso no he incluido ninguno de sus poemas. Eso me ha hecho ver más claro lo que quisiera hacer en el futuro: no cambiar, escribir como hasta ahora, escribir como cuando escribí «Fábula de fuentes» en mayo de 1987.

Notas

[*] Universidad de Amsterdam.

Contacto con el autor: pvaldiviamartin@uva.nl

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