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EGM.
marzo 2012 /
Publicación semestral. ISSN: 1988-3927. Número 10, marzo 2012.

Sólo el amor se mueve

A propósito del último poemario de José Carlos Rosales
Antonio Muñoz Palomares

 

«Poemas a Milena» es el último libro que ha publicado el poeta granadino José Carlos Rosales, y que ha obtenido el Premio Internacional de Poesía Gerardo Diego, 2010. Ya el título es significativo no sólo por las resonancias literarias, sino también por las biográficas. Kafka y sus cartas a Milena. El yo poético y su historia de amor. Y es llamativo que sea éste el primer libro en que el autor experimenta la primera persona y sea éste su primer poemario amoroso (aunque no es sólo un libro de amor). Y le ha costado, rompiendo así su alergia al uso del yo y a hablar de amor en sus poemas, porque, según él, ya se ha dicho todo sobre este tema.

Hasta este momento sus libros («El buzo incorregible», «El precio de los días», «La nieva blanca», «El horizonte», «El desierto, la arena»…) han sido la crónica de la desolación, un empeño constante en encontrar algo de luz en la conciencia deslucida y, también, un orden en las cosas fragmentadas, efímeras, engañosas y caóticas de nuestra cotidianidad, en un intento de llenar un vacío existencial. Esa vivencia intimista del desgarro, contenida, refrenada, busca un despliegue, un horizonte algo más amplio que ilumine el desolado escenario de la soledad. El miedo, el paso del tiempo, el vacío, el olvido, la huida, desiertos y arenas, vientos inestables, vestigios de nieve dormida de la que nadie sabe, tiempos estancados, la travesía de la vida, el dolor…, temas eternos que alcanzan en José Carlos Rosales una desnudez y naturalidad emocional y expresiva, exentas de tragedia pero no de intensidad y emoción. Todo en un tono mesurado y tranquilo, natural, entendido este término como “aquello que está libre de afectación o hipocresía”, porque, como llegó a decir Auden, “el poeta contemporáneo que alce la voz será falso”.

Este nuevo libro de «Poemas a Milena», sin romper totalmente con los anteriores, introduce la primicia del tema amoroso, como eje fundamental de todo el conjunto. Y también, como sus libros previos, está perfectamente, rigurosamente, organizado: consta de cinco apartados, sin título, salvo el tercero (“Sintonía fantástica”), anclado en el centro, como una sinfonía ensoñadora. El poemario, en su conjunto, y cada sección en particular, vienen precedidos por una cita de Kafka, conscientemente elegida y adecuada al contenido de cada una de las partes. Hallo en el libro una confrontación de dos mundos que buscan su punto de encuentro: el yo y el tú, el aquí y el allí, el antes y el ahora, presencia y ausencia. Estos pares van apareciendo y enredándose, confinándose, buscando la identidad y al mismo tiempo creando un mundo algo borroso donde el yo no tiene ya sentido sin el tú, el antes parece no existir, el aquí era un ansia de huida al otro lado, y la ausencia es un deseo dolido de su contrario. Sólo la presencia de todas las partes, del yo y del tú, del antes y del ahora, del aquí y del allá, del mundo propio y el del otro, para fundirse en uno nuevo, puede asegurar la certeza de la emoción sentida.

El primer apartado del libro viene a constituir lo que se podría llamar el feliz hallazgo. Y desde el primer verso está explícito el yo, que se abre a una reflexión, que quiere ser diálogo con la amada. El punto de partida es el miedo al vacío y a la soledad, a la monotonía, reforzada en esa estructura paralelística con que se inician las dos partes del primer poema: “Si te fueras / yo sé lo que sería”; “Si te quedas / no sé lo que será”. Irse es tristeza, falta, repetición monótona, vaciedad (“la mañana del domingo vacía; cada lunes, igual que cada jueves”); en la segunda, la propuesta de permanencia, aunque engendra incertidumbre y titubeo, es un riesgo que vale la pena correr; la presencia de la amada conllevará desorden, pero también el placer de encontrarse cada día, “la sorpresa metódica de verte”.

Producido el hallazgo, sigue la vacilación, qué hacer; es el encuentro de dos distancias y de dos tiempos (“tú vienes de otra parte; yo vivo en otra época”, “tú quisieras quedarte, yo pensaba emigrar”); de nuevo esa confrontación organizada en torno al tú y al yo, al aquí y allá, en dos versos de estructura paralela con los que se inician las dos primeras estrofas. La resolución viene dada en la tercera estrofa, mediante una paradoja; “me sentaré a tu lado…, pues quedarse contigo es marcharse muy lejos”. Pero nada está aún definido: el yo murmura en su inconciencia los deseos, los sueños de volar, de buscar otros paraísos antes de que apareciera ella; pero nunca se decidió. Ahora, su llegada ha abierto las compuertas del mundo y el horizonte se ha hecho más grande; la presencia del tú ha cumplido esos sueños sin necesidad de salir fuera. Mas el tiempo del amor es tiempo largo, lento, minucioso, escudriñador, que busca la certeza y seguridad de lo que se desea. El hallazgo con el amor es también el encuentro con la palabra nueva, traída como un regalo, mutuamente ofrecida, ágil, voladora, cálida, que posará en el seno certero del encuentro, porque, como dirá más tarde en otro guiño literario, “no hace falta más ropa que tu libro y el mío”.

La segunda sección, que se podría calificar como del asentamiento del amor, se inicia con un poema cuyo punto de arranque es una mera anécdota, una piedra inmóvil en el agua fugitiva del río, pero que motiva una reflexión con implicaciones filosóficas y literarias; en él está aludido el pensamiento de Heráclito sobre el cambio incesante, y resuena en nuestros oídos Jorge Manrique o Machado. La insistencia en el detalle de la piedra que parece querer moverse no es meramente una recreación de ese detalle por sí mismo, sino en función de un mensaje más complejo; es lucha, implicación, compromiso dialéctico que no se remansa en el artificio de la palabra ni su valor simbólico. Y en versos que también evocan ahora a Bécquer, el yo encuentra en el amor la fuga de lo que fue tiempo vacío y tristeza, en la certeza de que eso ya no volverá.

El amor se puebla asimismo de ausencias, de desplazamientos físicos y emocionales, en que, sin ella, “el silencio se vuelve / impenetrable y duro, / pegajoso, insufrible”, o la vida pierde su sentido porque ha perdido la luz iluminadora de sus ojos (“¿quién sabe / dónde se encuentra ahora / el sentido del mundo?”). Sólo las dos presencias del yo y del tú pueden constituir el pequeño paraíso de los dos, “ese dulce refugio a donde nunca llegan / sospechas o amenazas, comandantes, obispos”. Tan siquiera la ausencia desbarata incluso el mismo sentido de la existencia en un tiempo lejano en que ella aún no “existía”; el yo era entonces “un hombre que esperaba, sin saberlo, tu nombre”, una foto de un pasado sin vida, un hombre que tenía la misma voz, el mismo nombre, que “era yo, pero aquel hombre era otro”.

Y no faltan los versos donde corre un fino sensualismo, una insinuación, “Yo también tengo hambre, te susurro al oído / mientras bajan mis manos por tu espalda despacio”, en dos inusuales alejandrinos.

La tercera sección está constituida por siete poemas; cada uno consta de nueve versos, todos heptasílabos. Tiene una dinámica diferente: es más chispeante, más ligero, algo más críptico, pero sugerente y traspasado por un suave y delicado erotismo (“mecánica celeste: / en busca de una boca / otra boca se mueve”). Esta parte, que en una primera impresión podría parecer desconectada del resto, la unen a él diversos mecanismos: en primer lugar, un desarrollo de la sensualidad erótica insinuada en el último verso del último poema de la sección anterior (“mientras bajan mis manos por tu espalda despacio”) y una continuación de la dinámica de diálogo que mantiene con el tú; asimismo la idea de constante movimiento ya expresado en el poema Hablando en el río Aguas Blancas anticipa (“todo está, todo vuelve”) el último verso del poemario, “todo está, todo fluye”. La cita que introduce esta sección (como todas las citas del libro) es altamente significativa y enlaza con el título, Sintonía fantástica, que rememora la Sinfonía fantástica de Berlioz. Y en las dos hay un componente amoroso y una recreación onírica, que evoca una vivencia ensoñada, aquello que ocurrió después de que las manos se deslizaran despacio por la espalda abajo, creando un ambiente relativamente borroso e incitante. Y aquí funciona, como en, prácticamente, toda la poesía de José Carlos Rosales, el lema arquitectónico de Mies van der Rohe, “less is more”.

La siguiente parte del poemario tiene que ver con el viaje, porque el libro no es sólo un libro de amor: es un viaje por el mundo y por el interior del mundo y de los protagonistas. Y en esos viajes no falta la fina mirada crítica y social de paisajes externos (La Habana, un espacio física y moralmente desolado, en abandono; “un mundo clausurado, perdido”, ante cuya contemplación sólo sirven las lágrimas; el puente de Brooklyn, cargado de vida, de trabajo y de sueños, donde se comprende que el mundo “es un milagro frágil…, como todos los puentes que en la vida hemos hecho”), o la mirada contemplativa e inquieta de las piedras desnudas, sin estuco, de las pirámides mexicanas, que provocan un cierto temor a que el tiempo transforme a los amantes en un mausoleo sin vida, frío, silencioso, poblado de maleza; o una comunicación especial con ellos (“contigo me dice lo que a nadie le ha dicho”).

Otras veces, el viaje es un recuerdo evocado a través de unas sandalias guardadas con el deseo permanente de volver a escapar, “que tus pasos nos lleven lejos de aquí mañana”, o una ausencia demasiado presente que deja un vacío (“si te ausentas se nota demasiado”) porque su presencia llena todas las cosas, hasta las más triviales; sin ella, “nada ocurre como suele ocurrir”. Por eso, cuando ella está en otro sitio (“la distancia solo la sabe el que se queda”, dice en su primer poemario, El buzo incorregible), cuando se marcha a otra ciudad, a otro continente, “yo ya no estoy aquí” y, entonces, adelanta su vuelo imaginario para pasear a su lado invisible. Por eso también, el viaje, la ausencia, conlleva vivir dos vidas “paralelas”, separadas en dos mundos distintos en los que no coinciden las cosas (“tú estarás levantándote, / yo regreso a la casa”), y se fracturan y desencajan porque nada es como era. Pero todo eso es circunstancial, pasajero, porque el tú y el yo, procedentes de dos mundos lejanos, se han encontrado y han construido un país sin fronteras, libre, sin embajadas: “donde estemos nosotros está nuestro país”. El último poema de la sección es un “balance de resultados”, un resumen de todos los poemas anteriores, donde la “sorpresa metódica de verte” del primer poema del libro se convierte ahora en la “sorpresa oceánica de verte” y donde formula un deseo: “que el mundo no se cierre y que nunca / se pierdan los poderes que trajiste contigo”.

La última parte que cierra el libro la constituyen tres poemas epílogos: se podrían entender como reflexiones teóricas sobre el amor, cuya idea esencial es que el amor todo lo transforma, agita lo que está en calma, remueve demasiadas cosas, pero, una vez removidas, las deja tranquilas. En cambio, la soledad (el vacío, lo que no está) se queda quieta, pegajosamente quieta; sólo el amor puede conjurar ese maleficio. Todo está, todo fluye. Sólo el amor se mueve.

El libro se cierra, de forma inusual, con lo que podríamos llamar los títulos de crédito, como los que aparecen al final de una película. El autor, no sin cierta ironía y humor, agradece la colaboración de ciertas entidades y personas, de una u otra manera, partícipes o inspiradoras en la elaboración del poemario. Bien mirado, no parece sino que estuviéramos ante una recreación actualizada (¿irónica?) del clásico locus amoenus, donde el marco esencial de los amores lo componen tiendas y peluquerías, bares y cafés, aviones y hoteles, librerías, tintorerías… y teléfonos móviles. Espacios urbanos bulliciosos, apretados, de trajín, lejos de aquel armonioso lugar garcilasiano.

En suma, el yo ha alzado su voz y nos ha contado lo que sabe, tal vez, lo que ha soñado, sin duda lo que ha sentido. Podríamos decir con Hölderlin que el sentimiento es la mejor sobriedad del poeta, donde el tema del amor y el del paso del tiempo se entrecruzan formando una perfecta lógica necesaria y suficiente. Pero, además, esa sobriedad viene expresada en la propia palabra, en la claridad de estilo de José Carlos Rosales, en su lenguaje muy cercano al cotidiano, contenido, mesurado, sentencioso; la poesía, como expresión sincera del sentimiento es un camino para un posible conocimiento propio y del mundo, que pueda explicar los grandes temas, que no por repetidos, sobrecogen y conmocionan al lector. En los poemas, como el mismo autor ha escrito en alguna de sus poéticas, se cobijan los afanes dormidos de la gente, los más naturales, los más nobles. Tal vez ésta podría ser la respuesta a la pregunta de Hilde Domin, para qué la lírica hoy: la lírica nos invita al encuentro más sencillo y al mismo tiempo más difícil, el encuentro con nosotros mismos.

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