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EGM.
marzo 2013 /
Publicación semestral. ISSN:1988-3927. Número 12, marzo 2013.

QUEVEDO ROJAS, Aleyda (2011). La otra, la misma de Dios, Prólogo de Soledad Álvarez, Epílogo de Yolanda Castaño, Quito: Ediciones de La línea imaginaria.

Juan Carlos Abril

 

La otra, la misma de Dios, de la ecuatoriana Aleyda Quevedo Rojas (Quito, 1972) sorprende por una densa y extensa discursividad donde se da paso al confesionalismo, el coloquialismo, la canción lírica (con estribillos propios del son), el poema en prosa y, por qué no, ciertos toques vanguardistas que van trufando —enriqueciendo— con distintos recursos los textos. El resultado es un libro compacto y una escritura madura que medita y reflexiona, que va y vuelve sobre el Eros (también por sus alrededores), en ocasiones en clave minimalista y otras torrencial. Así, las diferentes partes que constituyen el poemario se titulan «Del erotismo de los cuerpos», «Del erotismo de los corazones», «Del erotismo sagrado», y «Del erotismo de la contemplación», si bien la primera posee una sección final de poemas dedicados a Safo. Cada una de estas partes hace una cala en diferentes aspectos del erotismo, concibiéndose como maneras de profundizar en su universo, enfocadas hacia el conocimiento de la pasión y la reflexión amatoria sin olvidar que, tras el título La otra, la misma de Dios, hay un subtítulo entre paréntesis que reza (Tratado de erotismo). Nos encontramos, por tanto, ante una declaración de principios en una escritura que explicita su contenido desde el primer momento, sin hermetismos ni subterfugios retóricos, una escritura descarnada que hurga en una herida abierta en carne viva donde el lenguaje se acerca a veces a la visceralidad en el filo de las experiencias límite y las pulsiones erotanáticas: «BESAS MI SEXO / y reinventas en mi nuca / Inicio y escape. / Besas mi sexo / y te busco en las películas de amor / que retuve en la cabeza. / Besas mi sexo / concentrada, / amorosamente, / abstrayéndote del ruido. / Hasta que reviento. / Estallo de gozo. / Grito llamando a la muerte. / Me quedo en blanco / regreso a una escena / y arruino la armonía. / Besas mi sexo / cortado en dos.» (p. 27). Lenguaje sin alambicamientos que se aproxima a experiencias físicas, matéricas, alejadas de cualquier proceso de idealización, donde se suda y se sufre, se goza o se siente.

Diario o dietario amoroso, la tradición de este poemario se remota a los tractatus amoris que, desde la Antigüedad, fueron esos manuales que han guiado a los amantes en el ordo amoris, es decir en el buen cumplimiento del amor, pero también han presentado comúnmente —aparejado a los textos, insertos de un modo u otro— un remedia amoris, o un de amoris remedio, ya que el mal de amor, o el daño que el amor puede procurar a los amantes, se halla tan cercano como el gozo, es inherente a él. En este sentido La otra, la misma de Dios (Tratado de erotismo) es un tratado y una cura, ya que a través de la experiencia catártica de la escritura se puede festejar y homenajear al ser amado, pero también curarse de una experiencia dolorosa, tal y como nos relata en «Tras un largo período de lluvias», cuando al final confiesa que «Aquí, en la región del olvido, / ni uno solo de esos versos / conmueve una pizca / de esa mujer que fui» (p. 59). Tras la experiencia dolorosa van surgiendo las superaciones y la superposiciones de nuestros yoes, siendo nuestro actual yo una acumulación —por estratos— de todo lo que nos ha ido nutriendo. Por eso se habla de «esa mujer que fui». El cambio existe, aunque nos cueste creerlo. Concebido, por tanto, como un tratado amoroso, y partiendo de esa premisa, asistimos al desdoblamiento del otro, tanto por necesidades internas de nuestra propia evolución personal, como por factores externos, en nuestro constante relacionarnos con los demás. De este modo el personaje poético —convengamos que es el mismo que escribe— sólo toma cuerpo en el otro, sólo se conforma en el otro, sólo posee plenitud en el otro. Y existe un diálogo que va desencadenando las reflexiones, auténtico motor de la escritura, al querer epatar al otro, acercarnos, aun a riesgo de que en muchas ocasiones el entendimiento no sea posible: «Excluida ya de tu corazón, / me obligo al páramo» (p. 68). Hay muchos versos y poemas que juegan a hablar del otro, en ese continuo tira y afloja, nombrando al otro para nombrarse a sí mismo. Porque a partir de la borradura de la propia identidad logramos apresar lo que el otro nos aporta. Nos encontramos entonces, según esta máxima del dialogismo bajtiniano, ante una poesía que se construye en el diálogo —diálogo intrasubjetivo también, en última instancia, de la propia conciencia— y en la cancelación de las marcas que nos definen no como esenciales (pues no existen como tales), sino como proceso, para poder después adentrarnos en el otro, entregándonos plenamente, como no puede ser menos en lo que significa el amor o la pasión que deambula por todas estas páginas. Y en la vida real. Pero, ojo, cuando el individuo se diluye en el otro corre el riesgo de perder su propia identidad, de borrarse definitivamente, de ser fagocitado. «[…] Cuando empezamos a amarnos / —tú rodeado de agua / yo de viento y bosques— / dijiste que lo realmente importante / era la intensidad del uno por el otro. / Después llegaron las noches / de los fantasmas que entibian la cama. / No digas que no te advertí: / donde vivo no se ve el agua, / solo permanece la fuerza de las emociones / como eficaz forma de entendimiento.» (p. 25). No somos ajenos a este peligro y cualquier amante experto sabe qué significa este vértigo, obstáculo en muchos casos, rémora y miedo.

Sea como fuere se trata de asumir estos riesgos y, desde este poema citado, que es el segundo del poemario, darnos por advertidos. Hace falta entendimiento, intentarlo: no ya dominar nuestros sentimientos y emociones sino al menos vivir con ellas, comprenderlas, saber por dónde nos llevan. La otra, la misma de Dios hace del amor y del pansexualismo un punto de apoyo, leyéndose algunos de sus poemas en clave homosexual o lésbica (no sólo la parte dedicada a Safo, también otros textos desperdigados), por ese escorzo femenino que se concibe no como marca o punto de llegada sino como punto de partida, referencia y origen. Saber quiénes somos —tal y como nos pedía la máxima délfica— es la clave para conocer al otro, no sin antes bucear en el otro para después poder reconocernos a nosotros mismos. En esa ida y vuelta, en ese diálogo inacabado e irresoluto, se halla esta poesía que otorga una dimensión trascendente, sagrada o divina al amor, en sentido secular y profano, gentil y panteísta de una deidad corporal, que no interviene. «Me arrodillo ante el rostro del amor / en el fondo del pozo, / justo en su vórtice / oliendo la oscuridad. / Lamiéndome como gacela perdida / que conoce el punto exacto del dolor. / No me he separado de mí misma, / estoy en el fondo del pozo, / conociendo las heridas de amor, / perfectamente adheridas al cuerpo» (p. 99). Trascendencia relativa en un continuo juego dialéctico, ya que se trata de un Dios carnal apegado a las pasiones, culmen del éxtasis en el que debemos adentrarnos, aunque luego nos alejemos, quemados por el sol.

Aleyda Quevedo Rojas (éste es su séptimo poemario) nos ha entregado una guía —recomendaciones, experiencias— y un testimonio. Para escarmentar en cabeza ajena, si es que eso es posible. A los lectores sólo nos queda disfrutarlo en el mejor de los sentidos, pues es en sí una poesía de los sentidos; aprender de estas sabias palabras y, a través de la experiencia amorosa que se relata y del conocimiento que implica, intentarnos conocernos, también, nosotros mismos.

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