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EGM.
marzo 2009 /
Publicación semestral. ISSN: 1988-3927. Número 4, marzo de 2009.

El lince y el lobo: Montaigne releído por Lévi-Strauss

 

 

Juan Carlos Rodríguez [*]

I

Gracias por invitarme a intervenir en esta relectura de Lévi-Strauss y el horizonte de la antropología. Una intervención difícil, pues en general se ha considerado que la antropología se sostiene en el término Hombre y en la supuesta sustancialidad de la Naturaleza Humana, y yo soy un anti-humanista teórico. Mucho ojo: lo soy para conseguir algo de dignidad frente a la explotación de la vida y frente a las relaciones sociales que nos construyen.

Diré sólo que ha habido al menos tres imágenes históricas de la Naturaleza Humana en el mundo occidental (también en los otros mundos, pero los conozco menos).

Tres imágenes:

1.- La Naturaleza Humana del esclavismo. La ousía de los amos frente a los esclavos como animales (incluso las mujeres).

2.- La Naturaleza Humana del feudalismo sacralizado, la relación Señor/siervo. Los siervos (y las mujeres) tienen alma, pero en la práctica sólo sensitiva o vegetativa (como los árboles). ¿Por qué siempre el dominio sobre las mujeres? Lógicamente se trata de que quien controla la producción tiene que controlar sobre todo la reproducción de la vida.

3.- La Naturaleza Humana del capitalismo, desde el XIV-XXVI hasta hoy. Unas relaciones sociales distintas necesitaban producir una imagen distinta de la vida humana, un nuevo inconsciente histórico. Ese humus socio/ideológico fue sistematizado –genialmente– a través del invento filosófico de Kant y Hegel o de Locke y Hume, es decir, la relación Sujeto/sujeto (libres). También lógicamente se trataba de una lucha ideológica y teórica, tanto hacia el exterior como hacia el interior. Por eso Kant habló en sus tres Críticas de la Kampfplatz, es decir, la lucha por legitimar la nueva mentalidad y convertirla en algo natural, en la única Naturaleza Humana que hubiera existido nunca.

4.- Y así ha ocurrido: la Naturaleza Humana de la burguesía clásica se ha convertido hasta hoy en eso que nuestro lenguaje cotidiano atestigua, planteamientos tales como que la humanidad siempre ha existido, que el yo siempre ha existido, etc.

5.- Esto es falso. Lo que ha existido ha sido el yo libidinal y sus pulsiones: la sed, el hambre, los deseos, la sexualidad, el placer y el dolor, las pulsiones de vida o de muerte, etc.

Pero esas pulsiones están siempre vacías, hay que rellenarlas como se rellena un sueño o como se rellena un pavo. Y ese relleno, esa configuración del yo, sólo lo establece nuestro lenguaje familiar, nuestras relaciones sociales, nuestro inconsciente ideológico.

Es decir, si el yo es un hueco vacío, de hecho lo único que existe es el yo soy histórico. Y ahora comprenderán por qué digo que mis planteamientos suponen un antihumanismo teórico, puesto que el yo no existe sino que sólo existe el yo soy histórico.

Ahora bien: la historia que conocemos ha sido siempre la historia de la explotación de clases y del dominio patriarcal. Lamentablemente eso es comprobable en Grecia y en Roma, en China o en el México de Moctezuma y por supuesto siempre en el mundo europeo.

Entonces queda otra pregunta latiendo: ¿qué ocurre en las sociedades llamadas primitivas o tribales o sin historia (no entraré a discutir esto) donde la estructura no corresponde a la explotación de clases, aunque sí existan jerarquías de dominio y relaciones de transacción de objetos, de mujeres, etc.?

En realidad de eso se ha ocupado la Antropología en tanto que saber y la ideología antropologizante. Por ejemplo el Freud débil de Tótem y Tabú. Pero es que se trataba de cuestiones fascinantemente enigmáticas: el paso de la Naturaleza a la Cultura; la prohibición del incesto; el don; el intercambio de mujeres… A lo largo de su centenaria vida Lévi-Strauss ha ido recogiendo todos los elementos cartografiables en el mapa de “las estructuras elementales de parentesco”, “el pensamiento salvaje”, desde “el totemismo” a las “mitológicas” (la comida en especial: lo crudo o lo cocido; de la miel a las cenizas; los orígenes de las maneras de mesa; el hombre desnudo, o las mitológicas en pequeño, como la alfarera celosa, etc). Igualmente “el pueblo de arriba” y “el pueblo de abajo” entre los indios Nambrikwara o las narraciones sobre el desanidador de pájaros de los indios Bororo… una tarea inmensa que –sabemos– le llevó a la discusión con Propp o Derrida y, por supuesto, con la tradición anglosajona de Radcliffe-Brown o Evans-Pritchard, aunque fuera aceptado por Edmund Leach e incluso por los antropólogos más actuales, los recogidos por ejemplo en el libro compilado por James Clifford y George E. Marcus: Retóricas de la Antropología (ed. Jucar, Madrid, 1991). El ensayo de James Clifford (“Sobre la alegoría etnográfica”) termina incluso con una nota que alude directamente al libro autobiográfico por el que más se conoció a Lévi-Strauss: Tristes trópicos.

Por supuesto que siempre se le ha achacado a Lévi-Strauss depender en exceso de Rousseau y de un estructuralismo demasiado estratificado “literariamente”, del mismo modo que siempre se le ha achacado a la antropología una impregnación directa o indirecta del colonialismo europeo (porque fue el primero) o del norteamericano hoy, en especial en los llamados estudios poscoloniales: que dicen americanizar América, pero en realidad actúan siempre en el patio trasero, con el gran bastón (y los “malos” de América latina serían los “conquistadores” españoles). La razón es obvia y la señalaron Rorty y los pragmatistas: si las cosas sólo existen si son “construidas lingüísticamente”, en Estados Unidos jamás ha existido una “construcción lingüística” de explotación sobre América latina. Al contrario: la habrían “americanizado”, que es lo que significaría el eslogan “América para los americanos”, o bien el “Destino Manifiesto”.

Por otro lado (como ocurre en filosofía) también se ha recalcado continuamente la diferencia entre la tradición de la antropología anglosajona y la tradición de la antropología continental, sobre todo la francesa. Es decir, lo empírico y concreto de los anglosajones frente a lo generalista o abstracto de los continentales, como Marcel Mauss, Dumèzil y por supuesto Lévi-Strauss. Claro que también existe la figura del antropólogo hippy, drogadicto o imbuido en un primitivismo falsamente natural, como ha ocurrido desde la burla de Castaneda hasta hoy.

Pero volviendo a la antropología en estricto, considero por mi parte, y sin entrar en un terreno que no es el mío, que la tradición anglosajona y la tradición continental siempre han estado enlazadas por una misma cuestión de base: su empeño en el estudio del lenguaje. ¿Por qué? Obviamente, y aparte de tratar de entender lo que a uno le dicen, porque se sigue creyendo que lo propiamente humano es el lenguaje y más en las sociedades más próximas a la naturaleza.

Y curiosamente lo mismo ocurrió con el estructuralismo francés. En el famoso dibujo donde se ven sentados, como en una isla desierta, a Barthes, Foucault, Lacan y Lévi-Strauss, vestidos de indígenas, uno se da cuenta de que lo único que los unía era la lingüisticidad. Otra vez el lenguaje como lo más propiamente humano, algo que parece decir mucho, pero que en realidad es como no decir nada, porque tener la capacidad de hablar o de reír no explica nada sobre las relaciones vitales concretas de cada formación social.

Pero la lingüisticidad se impuso en antropología, como el giro lingüístico se impuso en la teoría literaria o sociológica, etc. Hasta que el giro dejó de girar, y las ciencias humanas o sociales se convirtieron en una especie de mezcla de todo, una especie de bricolage, desde la Antropología a la Historia Literaria, etc. Curiosamente como esa imagen del bricoleur que Lévi-Strauss consideraba la imagen propia del antropólogo.

Pero si volvemos a ese dibujo de los cuatro sentados en la isla, uno se da cuenta además de que Lévi-Strauss fue en el fondo el único que de hecho modelizó o formalizó el estructuralismo a través del lenguaje. Por un lado fue decisivo el redescubrimiento de la lingüística general de Saussure y sus categorías binarias: lengua y habla; significante y significado, etc. (aunque esa fuera una cosa común para todos: con el estructuralismo murió la vieja gran cultura francesa). Pero por otro lado, y como se sabe, algo más importante sucedió en la formación definitiva de Lévi-Strauss: su amistad en Nueva York, a finales de la segunda guerra mundial, con el lingüista Roman Jakobson y sus categorías duales básicas: paradigma y sintagma, metáfora y metonimia, etc. Y por eso Jakobson y Lévi-Strauss escribieron su famoso análisis conjunto del poema “Los gatos” de Baudelaire (y lo curioso fue que cuando Derrida atacó tal juego de elementos binarios lo hizo sólo invirtiendo el rasgo de las marcas –lo escrito y lo oral, por ejemplo–, pero sin que ninguna de las dos marcas desapareciera nunca. También lo planteó Paul de Man acerca del juego retórico entre metáfora y metonimia, etc.)

Y aquí viene la ironía histórica: puesto que (y no sólo tras la de-construcción posmoderna) el formalismo lingüístico de Jakobson se iba a estrellar precisamente contra la poesía, por ejemplo en el análisis del slogan político de Eisenhower (I like Ike), que Jakobson concibió como un poema breve y que resultó a la larga un fracaso. Mientras que, por su parte, el formalismo estructural binario de Lévi-Strauss (también con sus metáforas y metonimias, con sus endogamias y sus exogamias, etc.) se estrelló muchas veces contra la Antropología: por ejemplo, en su artículo “El oso y el barbero” y su intento de analizar las interrelaciones correlativas entre la estructura de castas en la India y la estructura totémica de diversos pueblos aborígenes australianos. Así hay frases que hoy resultan ridículas. Y señalo sólo el momento en que Lévi-Strauss escribe que: “La relación entre el hechicero y las especies naturales que pretende controlar no es del mismo tipo que entre el artesano y su producto”.

Pues qué bien. Esto era así obviamente porque por muchos rasgos tribales o totémicos que puedan quedar en la India, ocurre que las castas (como los grupos religiosos o las nacionalidades hindúes) están incluidas en una sociedad de clases y por tanto en una organización del trabajo y de la vida completamente diferente a la de las tribus australianas. Ser antropólogo no significa ignorar la historia real tal como hace Lévi-Strauss aquí y en otros casos.

Ahora bien, ¿por qué Lévi-Strauss relee los ensayos de Montaigne? ¿y qué significa el ensayo como género que Montaigne se inventa? De esto es de lo que vamos a seguir hablando.

II

¿Qué significa el ensayo?

Quizá la clave del Ensayo se condense en una imagen que Borges dice haber tomado de De Quincey. En medio de una discusión un individuo arroja a su contrincante un vaso de vino a la cara. El otro, imperturbable, se limita a responder: “Esto, señor, es una digresión. Ahora espero su argumento”. Entre la fosforescencia de las digresiones y la realidad subyacente de los argumentos se ha movido siempre la escritura del Ensayo. Aunque lo importante sea la mezcla fascinadora de ambos términos. Siempre con el hallazgo de su “medida”.

En el viejo y querido diccionario de latín que suelo usar, la cuestión aparece nítida. Simplemente así: Exagium. El peso, la romana y el acto de pesar. No sé si hay alguien hoy en las ciudades que recuerde lo que era una “romana”: esa balanza con dos brazos muy desiguales, donde se colocaba en el más largo el peso y en el más corto las cosas que se querían pesar hasta “medirlas”. Pero Montaigne lo señala explícitamente: “De ahí mi retiro: creí fértil ocuparme sólo de mi pensamiento, pero ocioso se ha desbocado. Sólo crea quimeras y monstruos fantásticos. Los ordenaré, los pondré en regla y medida, para avergonzar con el tiempo a mi pensamiento, a mi espíritu”. Ése es el origen del ensayo y, quizá porque no sé muy bien si el ensayo actual “pesa y mide” tan exactamente las quimeras y monstruos que se nos ocurren, decidí incluir un capítulo sobre Montaigne en mi libro De qué hablamos cuando hablamos de literatura (2002). E igualmente José Miguel Marinas y Carlos Thiebaut prepararon una edición bilingüe del Viaje a Italia (2001), con un amplio prólogo/ensayo de estricta precisión. Releer a Montaigne es una práctica sugestiva para aprender de nuevo que no sólo las cosas que se pesan pueden estar “trucadas”, sino que sobre todo puede estar “trucado” el peso que se pone en el otro brazo de la balanza o romana: en suma, el propio “yo” que cree medir las cosas. Ese “yo” que es precisamente la materia del ensayo, como nos indicaba el mismo Montaigne desde el prólogo a su primer libro.

Quizá por eso cada vez que se habla del ensayo haya que hacer hincapié en tres pequeños matices: 1) El ensayo es siempre plural. Eso fue al menos lo que atisbó Montaigne al pluralizar el propio título que se había inventado: Essais. Y Descartes concibió su Discurso del método como una especie de prólogo a sus Essais “cientifistas”. Que Locke y Hume lo utilizaran luego en singular (Hume a su Treatise se pasó años llamándolo Essay) no significa acaso sino que el yo de la escritura “libre y laica” estaba ya más afianzado en la Inglaterra de la revolución burguesa. No significaba, por el contrario, que ese “yo” no pluralizara su mirada en torno a todos los sentidos del mundo que lo rodeaba, incluyéndose por supuesto a sí mismo. 2) Este incluirse a sí mismo nos lleva directamente al segundo matiz clave del ensayo: la objetivación del yo. Ésa es la dialéctica máxima –y básica– del ensayo: en el ensayo se supone que el yo habla subjetivizándose al máximo pero tratándose a sí mismo, a su vez, como punto de referencia. Es decir, objetivando el yo. Ya he señalado en otra parte hasta qué punto ese “yo objetivado” permite el desarrollo de toda la lógica experimental de la obras de Borges y su obsesión por el yo como espejo. En este sentido podemos decir que el ensayo se parece también mucho a la práctica del psicoanálisis: el yo habla desde sí mismo para tratarse como un objeto ajeno, uno más entre los demás objetos. Los ensayos de Montaigne nacieron pues como una consolidación del yo y a la vez como una amenaza contra ese yo, puesto que lo objetiva. Junto a la pluralidad del ensayo tenemos que anotar este segundo matiz: el ensayo como amenaza. 3) El ensayo como amenaza implica a su vez un último matiz obvio: la experimentación. Ensayar es experimentar y viceversa. Como el ensayo nació junto con la división privado/público de las nueva política y del primer mercado capitalista de los siglos XIV-XVI, los tres matices del ensayo (pluralidad, amenaza y experimentación) caminaron siempre como sobre un finísimo hilo sin red en torno a los límites de la subjetividad y la objetividad. Y me explico enseguida: si analizamos el espacio cronológico 2001-2002 el verdadero ensayo de amenaza/experimentación (de convulsión subjetiva y objetiva) lo constituyó sin duda el ataque a las Torres Gemelas el 11 de septiembre del año 2001. La contrarréplica del ensayo como amenaza/experimentación estuvo configurada por la guerra contra Irak y la continua convulsión (subjetiva-objetiva) no sólo en Oriente Medio sino en el interior mismo de la fortaleza occidental.

Lógicamente el ensayismo literario o filosófico (y político-económico) de USA, Europa y España estuvo marcado por las huellas sangrientas y luego desequilibradas de ese doble ensayismo trágicamente mortal que marcó una coyuntura que aún persiste.

Nuestro bello jardín de sueños se había roto y con él el plácido estanque de los cisnes en que parecíamos vivir. El yo del ensayo subjetivo se sintió vacío ante el “yo colectivo” del suicidio mortal terrorista y de una guerra que en el fondo siempre ha tenido un sabor agridulce porque desnuda la realidad: cuando se quita la piel a las cosas uno se da cuenta de que no es nadie –ni pinta nada– entre esas cosas que viven y matan. Uno sospecha inevitablemente así que la propia piel cotidiana está corrompida (amenazada o experimentada) en el ensayo del sobrevivir hora a hora. De modo que ese ensayismo brutal (terrorismo/guerra) nos ha convertido en lo que realmente somos: nadie.

Claro que con ese término –nadie– logró escapar Ulises, y quizá uno recuerde así lo que el propio Montaigne señalaba: incluso “en el trono más alto del mundo, todos estamos sentados sobre nuestro culo”. Ésa es una buena manera de objetivar al yo –que nadie deje de dudar sobre sí mismo– y en consecuencia una buena brecha abierta para hablar, como ejemplo, sobre el ensayismo literario en la España de 2001-2002. A fin de cuentas el propio padre del asunto ocultó incluso sus apellidos (Eychem Lopez) para llamarse solamente “Señor de Montaigne” (o señor de Montaña, como lo llamó Quevedo y también el primer traductor de los Ensayos al español, Diego de Cisneros en 1637).

Y sin embargo, en la realidad desnuda de nuestro mundo, en esos dos años en que uno tuvo que recordar que estaba sentado sobre su culo intentando recuperar el vacío del yo, sucedió una paradoja bastante explicable: seguíamos expresándonos como si nada estuviera pasando. Levi-Strauss fue de los pocos que habló contra el Mercado-mundo (y contra la imagen de la Naturaleza Humana que lo sustentaba ideológicamente). Y ello a partir de su “relectura de Montaigne” y antes desde luego de la gran “debacle” actual.

III

A) De cualquier modo el problema de la Antropología de Lévi-Strauss es sin duda peliagudo y más de lo que pudiera parecer en primera instancia. Como digo, lo muestra el propio Lévi-Strauss en su extraordinario artículo “Releyendo a Montaigne”, incluido en el libro Historia de Lince (ed. Anagrama, Barcelona, 1991), que en el fondo no es más que una respuesta al libro de Marcel Conche Montaigne et la philosophie (Ed. de Megare, 1987). Por mi parte, me he tomado la licencia de sustituir la dicotomía Lince/Coyote, que es la que analiza Lévi-Staruss en las mitologías amerindias, por la dicotomía Lince/Lobo, puesto que el lobo “depredador” desde Hobbes (o la loba fundadora de Roma) es una imagen más contrastadamente europea, una imagen que “historiza” más en concreto nuestra idea capitalista de la Naturaleza Humana (Coyote siempre salva al “héroe”, etc.).

Pero esto es lo de menos. Lo que habría que preguntarse de entrada es por qué en este análisis de las mitologías amerindias Lévi-Strauss “relee” a Montaigne a partir de una de esas últimas relecturas, la de Conche.

Y deberíamos ir por partes. El artículo de Lévi-Strauss tiene un eje central definitivo: lo que podríamos llamar el “relativismo” de la racionalidad de las diversas culturas. No existe pues el mito de la Razón (burguesa) en tanto que Razón humana universal. Existe, en todo caso, la racionalidad de las diversas mitologías o ideologías culturales (la racionalidad científica es otra cuestión) dependiendo cada racionalidad de la infraestructura socio-cultural en que se desarrolla –y a la que impregna [1].

Decir esto hoy es un lugar común. O, mejor, debería serlo. Pues si Lévi-Strauss tiene que recurrir de nuevo a Montaigne es porque las cosas no están ni muchísimo menos tan claras como parecen. Y en este sentido el esfuerzo de Lévi-Strauss es de agradecer. Quiero decir, sencillamente: Lévi-Strauss niega de una manera drástica que la Razón exista en Montaigne. Y su argumentación es inapelable:

1.º) Está claro que Montaigne fue casi el primero de los “intelectuales” de la época que se dio cuenta de la importancia de la aparición de un Mundo Nuevo, el descubrimiento de América. Siguiendo a Lucien Febvre, Lévi-Strauss recuerda un hecho bien conocido: el descubrimiento del Nuevo Mundo no causó de entrada, y en contra de lo que podría pensarse, apenas ninguna alteración en el orden mental establecido.

Sí en Montaigne: De los caníbales (I, XXX); en la “Apología” de Raymonde Sabonde (II, XII); De los coches (III, VI), e incluso en De la costumbre (I, XXII). Con una matización de entrada: la referencia a las “altas” y las “bajas” culturas de América. Referido a las “altas” (México y Perú) se encontraría el capítulo dedicado a los coches (último por su fecha, pues sólo aparece en la edición de 1588 del Libro Tercero), en donde se habla de la desgracia de que las diversas culturas no fuesen entreveradas (“encontradas”), en vez de la aniquilación; respecto a las “culturas bajas”, la lástima es que no hubieran sido encontradas antes por los antiguos, por los clásicos paganos. Así caníbales y paganos se hubieran co-realizado mutuamente, puesto que los griegos y los indios estaban más cerca a nivel histórico. El planteamiento es asombroso sin duda, en un momento en que los griegos eran la clave del Renacimiento (¿de qué?), pero Montaigne lo hacía con una alusión a la ley natural: los griegos y los caníbales estaban más cerca de la ley natural que nosotros, que todo se lo debemos a lo artificial.

2.º) Lévi-Strauss hila bien la trama: Montaigne es grandioso. Dobla su discurso para reírse de la ley natural y por tanto para legitimarnos sólo en lo artificial.

Y aquí el relativismo radical que Lévi-Strauss arguye muy sabiamente: todo debe juzgarse por la razón, aparentemente, pero “la razón es un arma de doble filo”. O más aún: “toda sociedad aparece como salvaje o bárbara cuando se juzgan sus costumbres siguiendo el criterio de la Razón”. Pero ¿de qué razón?

El argumento se convierte de inmediato en inverso: “ninguna sociedad debiera aparecer salvaje o bárbara puesto que un discurso bien conducido deberá encontrar un fundamento para cualquier costumbre devuelta a su contexto” (p. 270). De ahí las Luces en sus dos filos: la Razón a) como “fantasma” legitimador, o b) como “fantasma” reformador de las costumbres.

B) El problema empieza a chirriar en la “Apología” de Sabonde, cuando Montaigne convierte tal Apología en Demolición: no es ahí la Razón la que instruye el proceso sino que se instruye un proceso sobre (contra) la Razón. Es un proceso por la Fe.

Y esto sí que cambia determinantemente todas las perspectivas. Ahí Montaigne, añade Lévi-Strauss, decide “negarle todo poder a la Razón” (pp. 271-272). No remitiéndose a la autoridad de los antiguos, sino mezclando lo verosímil con lo verdadero. Son indisociables: “O podemos juzgar todo en absoluto o en absoluto lo podemos”, dice Montaigne. Y añade Lévi-Strauss, en plena sílaba del no: “¿Cómo podríamos apoyarnos incluso en nuestras facultades naturales cuando nuestra percepción de las cosas varía en cada sujeto en función de sus estados, y cambia de un sujeto a otro?”… O más duramente aún: “Para oponerle a la Razón su carácter de inaceptable” (p. 172)… ¡Su carácter de inaceptable! ¿Por qué la Razón es inaceptable? Porque, dice Montaigne: “gran creador de milagros es el espíritu humano” (y en esto se parece, como una gota de agua a otra, a la imagen de ilusión de Spinoza) [2], o de otro modo, puesto que no hay leyes naturales universales no hay una Naturaleza Humana universal y naturalizada: ése sería el verdadero descubrimiento de Montaigne. Pues añade Montaigne, en la Apología, que es imposible hablar de que puedan existir ciertas leyes “firmes, perpetuas e inmutables… impresas en el humano género por la condición de su propia esencia; tres o cuatro leyes… de las que no hay una sola que no sea contradicha o devaluada no por una nación sino por varias… Si es que no (II, VIII) puede afirmarse taxativamente que en absoluto existe alguna ley verdaderamente natural”.

C) Lévi-Strauss trata en fin de reseñar aquí lo obvio: que la secularización implícita en Montaigne no supone la trascendentalización de la Razón universal burguesa. Incluso se remite a una tergiversación básica que Montaigne realiza. Algo decisivo: la traducción de Amyot de un pasaje de Plutarco (“no tenemos participación alguna del verdadero ser”) es modificada por Montaigne de una manera decisiva: Montaigne desontologiza radicalmente la proposición, la muda para decir sencillamente: “no tenemos ninguna comunicación con el ser”. Esta sí que es la designación de la mirada literal y la relativización total de la Razón Universal

No se trata, en efecto, de preguntarse sobre el escepticismo religioso de Montaigne, su sinceridad religiosa o no; se trata sencillamente de un escepticismo absoluto respecto a la Razón Universal burguesa (¡que en ese momento se estaba creando como norma hegemónica!). Montaigne rechaza para la Razón todo poder, y Lévi-Strauss acierta al pleno en este sentido en su polémica (que resume en este artículo) con Marcel Conche. Conche había admitido el escepticismo de Montaigne, excepto para la moral, a la que Montaigne sí que le habría dado un sustrato filosófico. Lévi-Strauss es mucho más implacable: como el escepticismo radical es imposible para la propia vida, Montaigne, que dobla siempre el discurso (entre lo dicho y la ironía que lo corroe por debajo), aceptaría en todo caso una unidad dual sólo para la propia vida individual. Los placeres son también dobles: “intelectualmente sensibles, sensiblemente intelectuales” (De la experiencia, III, XIII). Es absolutamente grandioso: es una manera de anular todas las diferencias categoriales con que las primeras ideologías burguesas estaban intentando sustituir el inmenso edificio, románico y gótico, de la clarísima noche categorial de la escolástica del feudalismo.

D) Claro que Montaigne pertenece al primer horizonte ideológico burgués: pero entre lo silvaticus (de la selva: salvajes) y lo paganus (campesino, de los “humanistas”) dibuja una tachadura mortal: no hay diferencia. Por eso hace la primera lista de homologías y diferencias entre “lo nuestro” y “lo otro”, no para establecer un primer catálogo taxonómico de la Antropología sino, como señala con certeza fría el propio Lévi-Strauss (p. 275), para establecer una “crítica devastadora” (y por supuesto anticipatoria) tanto del universalismo de las Luces como de sus prolongaciones en la Fenomenología del siglo XX.

Montaigne y Hume fueron, sí, los grandes escépticos de la Razón burguesa. Maquiavelo y Spinoza fueron los grandes materialistas de la Razón burguesa. Alguien ha dicho que el escepticismo de Montaigne y Hume era inocente e inocuo, porque hubo una época en que triunfó la Razón y un siglo en que triunfó la Filosofía. Supongo que esa frase lírica hay que tomarla como tal, como puro lirismo. También se ha dicho que el materialismo de Maquiavelo y Spinoza es muy dudoso, e incluso ni siquiera filosófico. Afortunadamente [3].

Lo que así se plantea es otra cuestión completamente distinta. ¿Cómo los propios tematizadores de una ideología inconsciente (que nacía de allí abajo, del humus de las relaciones sociales) pudieron poner en duda la clave de todo el argumento de su legitimación? Y lo que es más asombroso incluso: ¿cómo Lévi-Strauss no antropologiza sino que historiza los planteamientos fácilmente antropologizables de Montaigne?

Pero aún hay más: Montaigne no es sólo visto como la duda de la razón sino como la duda por excelencia, previo a Descartes. Así lo vio Alain -y así es como queremos continuar.

IV

Montaigne, como Hume, decimos, no son en absoluto inocentes: inventan su propio yo para destruirlo; inventan la naturaleza humana para destruirla; inventan el ensayo para decir quizás: acaso haya algo que nos constituya a nosotros mismos y que, precisamente por eso, podemos cambiar (al cambiarnos a nosotros mismos). O sea: la historia, la estructura de las relaciones socio-ideológicas. O, mejor: el principio de la Historia –la nuestra–, es decir, el principio de la sílaba del no –o del quizá. Ese quizá es la clave del ensayo, la clave de nuestra historia: quizá la sílaba del no. Todo un programa de secularización y de transformación real.

Sólo que hay que tener mucho cuidado con ese quizá. El filósofo francés Alain (tan olvidado hoy) escribió en 1912 un texto titulado precisamente La duda (que aparece como prólogo a la edición del volumen III de los Essais, Gallimard, Paris, 1965; los otros dos prólogos pertenecen a Thibaudet y a Gide) donde precisamente se pone “en duda la duda” concebida como un mero juego sofístico, incluso un rasgo de debilidad (el que-sais-je?) o un obstáculo (como parecería deducirse de otra frase mal entendida de Montaigne: “la duda sería un mal sombrero para una cabeza bien hecha”). Alain concluye sin embargo: hace falta tanta fuerza humana para dudar, como para forjar (en el sentido del herrero).

El loco no duda; en sueños no dudamos. ¿Qué es despertar, entonces? Y Alain añade: “Es rechazar las creencias. Es decir no. Es pensar contra la idea que se presenta. Es dudar.”

La duda sólo es débil para el que tiene miedo a pensar o para la seriedad del asno. Ahora bien: este planteamiento, de clara laminación cartesiana, conlleva un problema sinuoso y oscuro a través del fuego de su brillantez. Para toda la filosofía clásica (condensada ya en el cogito cartesiano) la duda sobre el objeto no hace más que reforzar al sujeto. La certidumbre del sujeto es lo que le permite dudar. Cuanto más se duda sobre el objeto, obviamente, más firme es el sujeto. Y aquí la ruptura de Montaigne es obvia. Puesto que, en efecto, la duda sobre el objeto implica la firmeza del sujeto, pero hay que tener en cuenta una cuestión decisiva: en Montaigne el objeto es el sujeto mismo, el sujeto –el yo– es el verdadero tema del libro. Aquel: “yo soy quien me pinta”. Con lo que las cosas se complican muchísimo más.

Tres cuestiones básicas pues:

a) La duda no se refiere tanto al objeto como al propio yo.

b) La duda no se refiere tanto al yo como a la Naturaleza Humana en que el yo se sustenta.

c) La duda se transfiere pues al yo como efecto histórico, lo que Montaigne llama el yo prisionero.

Y así concluye, prácticamente, el tercer libro de sus Ensayos, con el lema básico que hemos venido señalando: “Incluso en el trono más alto del mundo todos estamos sentados sobre nuestro culo”.

En este tercer volumen de sus Ensayos (que se publicó más distanciado de los otros dos) la escritura de Montaigne no ha cambiado sin embargo en su fondo, sólo acaso en su “tono”. El propósito es siempre el mismo: “Tengo un vocabulario muy mío: paso el tiempo, cuando es malo e incómodo; cuando es bueno, no quiero pasarlo, lo palpo, lo retengo”.

Ésta ha sido siempre la escritura de Montaigne: palpar el tiempo, retenerlo, como si la escritura tuviera dedos. Pero ¿puede palparse el tiempo? O más aún: ¿no se pierde el yo al objetivarlo, al convertirlo en tema/objeto del libro? De ese yo objetivado (y en gran parte “perdido” por ello) ya hemos hablado anteriormente. Esa es quizá la maldición (y el valor) de los Ensayos (y del Ensayo a partir de aquí): partiendo de la supuesta seguridad del yo, al “experimentar” con él, el yo comienza a diluirse, a difuminarse, a volverse tan incierto como en la línea que va de Montaigne a Hume. Quizás por eso hemos dicho que el “Ensayo” (en tanto que “experimentación” con el yo) es la forma clave generadora de todos los discursos “modernos” desde el XVI.

Ya que la duda se traslada al sujeto mismo: Montaigne duda sobre el objeto (sujeto: él mismo) para sostener (a través del no) no al sujeto cierto sino al sujeto roto: desde el que se arranca y al que se arriba finalmente, a través de lo opaco de la objetividad, de su mirada y su análisis. Pero el sujeto al que se vuelve no es ya aquél del que se partió: es un yo objetivado [4], diríamos, que continuamente tiene que reiniciar el viaje: de ahí el carácter fragmentario de los ensayos, y de ahí, de su reinicio continuo, el verdadero sentido del quizá –desde Montaigne a Hume.

Montaigne no sabía, al morirse, que aunque Descartes asumiera, como él, que el buen sentido es la cosa mejor repartida del mundo (lo que era mucho suponer), en realidad hoy nosotros lo íbamos a leer a través de la inesperada línea primera de las “Reglas fundamentales del método” cartesianas. Una línea sin método. Recordémosla: “Como un hombre que viaja solo y a oscuras”.

Así Montaigne. Así la Historia. Así nosotros.

Notas

[*] Este texto se corresponde con la intervención realizada en el marco de las jornadas, organizadas por El Genio Maligno, 100 años de Lévi-Strauss en el centenario de su nacimiento.

[1] Por supuesto que no estoy introduciéndome en el túnel que algunos consideran oscurísimo, el túnel entre “relativismo” y “universalismo” etc. La cuestión es por un lado muy complicada y por otro lado muy fácil. Se “debería” estar en contra de la pena de muerte, de la mutilación y la tortura, de la guerra y la violencia; se “debería” estar a favor de los Derechos Humanos hasta el extremo. Hasta aquí lo complicado. Ahora vendría lo fácil: sin estar en contra de la explotación socio-económica en las relaciones de clase; sin estar en contra del “dominio vital” en las relaciones de etnia y género, jamás se podrá hablar en serio de “Derechos Humanos”, etc. Si no se está en contra de la “explotación” y del “dominio”, no se puede estar “a favor” de nada.

[2] La imaginación es ilusión (diría la crítica “libertina” a la religión) pero la ilusión no es mera “alienación”, la “ilusión” es absolutamente real, remacha una y otra vez Spinoza. De ahí el pilar clave que muchos han visto en el espinozismo para una auténtica teoría de la ideología a nivel social (y no precisamente contra la mera superstición religiosa como sugerían los “libertinos” burgueses). Cfr. al respecto el exhaustivo trabajo de NEGRI, A.: La Anomalía salvaje. Ensayo sobre Poder y Potencia en B. Spinoza, Anthropos, Barcelona, 1993, en especial pp. 170 y ss.

[3] En efecto, no se es reaccionario por no creer en la Naturaleza Humana sustancial. Pienso, muy al contrario, que lo que suele ser reaccionario es precisamente creer en la Naturaleza Humana. Nos lo demuestra claramente el argot del lenguaje popular: los hombres siempre serán iguales, la naturaleza humana nunca cambiará, es inútil por tanto cualquier intento de transformación social, etc. Éstas son las bases que sostienen, en efecto, cualquier discurso conservador.

[4] Ese “yo objetivado” que es la clave de los ensayos/relatos de Borges: así en “El Zahir”, en “Enma Zunz”, etc. Cfr. las “Variaciones sobre Borges”, en J.C.R.: De qué hablamos cuando hablamos de literatura, Comares, Granada, 2002.

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