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EGM.
marzo 2012 /
Publicación semestral. ISSN: 1988-3927. Número 10, marzo 2012.

A propósito de Anteo, de J. M. Caballero Bonald

 

Juan Carlos Abril [*]

 

Resumen. Uno de los libros más interesantes de J. M. Caballero Bonald es Anteo, en el que el autor jerezano muestra su particular interés en conjuntar lírica de alta intensidad con folklore, el flamenco y el cante jondo, sin ejercer como andalucista. A través de una exégesis textual de las cuatro composiciones que integran el libro, y de ciertas claves extraídas de otras reflexiones teóricas, ya sean del propio autor o de otros ámbitos filosóficos o antropológicos, vamos desgranando un opúsculo considerado como libro en toda regla y que forma parte de nuestra Historia de la Literatura reciente con nombre propio.

Palabras clave: Caballero Bonald, Anteo, flamenco, cante jondo, reflexión, antropología

Abstract. One of the most interesting works by J. M. Caballero Bonald is Antaeus, in which the author from Jerez shows particular interest in combining high intensity poetry with folklore, flamenco and cante jondo, without behaving as a proper Andalusian. Through a textual exegesis of the four compositions that make up the book and certain keys taken from other theoretical considerations, either from the author or other philosophical or anthropological fields, we unravel a opuscle which is considered as a full-fledged book, and which is also a renown part of our History of recent Literature.

Keywords: Caballero Bonald, Anteo, flamenco, cante jondo, reflection, anthropology

In memoriam Enrique Morente

Entre todos los poemarios de José Manuel Caballero Bonald, Anteo merece lugar aparte. Consta sólo de cuatro poemas, calificados por la crítica como «extensos». Así lo manifiesta el propio autor: «libro breve compuesto de cuatro extensos poemas argumentalmente emparentados» [1]; o Luis García Jambrina: «Anteo es un libro unitario compuesto de cuatro extensos poemas» [2]. Concebido como libro más amplio en su día, seguramente el autor quiso escribir más poemas [3], aunque según nos confiesa, tenemos constancia de que su intención fue incluir seis composiciones [4]. Sea como fuere, al final, como sabemos, sólo dio a la imprenta estos cuatro poemas, y llama poderosamente la atención que más que a un libro nos estemos refiriendo a una plaquette [5]. Un detalle que no ha advertido la crítica es que en la primera edición de Anteo reza un subtítulo: (Selección). Es más que indicativo de que hubo otros poemas, o de que el proyecto constaba de miras más amplias y que esta «selección» iba a ser una primera entrega, breve, a modo de muestra para amigos.

Su publicación en edición no venal tiene como fecha exacta septiembre-diciembre de 1956; y el hecho de que sea un divertimento, en sentido lúdico, también demuestra que era una avanzadilla de una posible obra con mayores horizontes. Quién sabe. Lo que hoy llama de manera poderosa la atención de este opúsculo es que presente tal entidad, puesto que desde su aparición prácticamente se ha reseñado en todos los recuentos de los libros de nuestro autor con la categoría de «libro», aún constando sólo de cuatro composiciones. Debido a su importancia, Anteo ocupa un lugar «singular» [6] y merece nombre propio dentro de la trayectoria bibliográfica de nuestro autor. Aunque se trate de cuatro poemas forman un conjunto muy valorable. Y en el flamenco es una referencia imprescindible en la historiografía española de la segunda mitad del siglo XX.

Quizá por eso Anteo ha sido bastante estudiado, debido a sus conexiones con el folklore, y mejor encuadrado no sólo en la dilatada trayectoria bibliográfica del jerezano, sino en el marco de la literatura española de la segunda mitad del siglo XX. El hecho de que estos poemas se encuentren enraizados en la antropología ha posibilitado su estudio desde otros acercamientos menos tipificados, sobre todo respecto al resto de la obra de Caballero Bonald, pues transita por espacios que nadie antes había visitado. Anteo es

un islote, en su obra [la de nuestro autor] y en la poesía española de los cincuenta, de exuberancia lúdica y al mismo tiempo rotundamente lúcida y desgarradora, como el grito al que canta, esa palabra atormentada y en libertad […] Se tratará Anteo de un homenaje al cante que es ante todo un intento de acercamiento al sentido último de estas coplas, a su extraña y desgarrada belleza, a su origen y a su perseverancia y sentido dentro de la cultura moderna [7].

Porque el cante jondo pervive y posee su espacio cultural, hoy oficializado y lejano de aquel mundo clandestino que le vio nacer y en el que se desenvolvía Caballero Bonald. La fiesta hoy día posee otras claves [8]. Sus propias palabras nos dan una orientación:

Supongo que en principio lo que de veras pretendía era actuar un poco a contrapelo de la a trechos edulcorada poesía de García Lorca, enmarcada en el mundo de los gitanos y del cante jondo, toda esa faramalla expresiva que también contagió a rachas la propia vida del poeta. Era ésa una vertiente temática que me había seducido en parte durante mi noviciado poético y de la que cada vez me sentía más desentendido. En realidad, el conjunto de la poesía neopopularista, tan, tan consabidamente representada por Lorca y Alberti, se me acabó disecando en un soniquete unánime, constreñido por un modelo que ya sólo me atañía en cuanto ejercicio de actualización de los cancioneros tradicionales. […] Yo mismo cuidé la edición del librito con esmero, vigilando su composición a mano […] Se hizo una edición no venal de doscientos ejemplares [9] y los fui repartiendo entre amigos [10].

Al plantearse el tema con esos precedentes, más que un estímulo, supone la presunción de adentrarse en un mundo donde es muy difícil decir algo sin caer en tópicos y clichés, el andalucismo típico, el popularismo o neopopularismo, el requiebro y el donaire en algunos casos, lo hiperbólico, etc. «Caballero Bonald no ha temido al precedente, tan relevante en el caso de Lorca, y acomete el tema con personalidad y acierto» [11]. Es cierto que García Lorca había dejado mucha más huella que ningún otro (aunque no fue el único que se había atrevido a intelectualizar el mundo del flamenco). Su caso es evidente no sólo por la indiscutible valía de sus aproximaciones al referido mundo del flamenco —inscritas en un contexto deshumanizado al modo orteguiano—, sino también por la trascendencia de su figura en el contexto de su asesinato y su posterior elevación a categoría de mito, desde la inmediata posguerra hasta prácticamente hoy. Realizar, por tanto, un acercamiento a estos temas suponía un doble estímulo, por la magnitud de tal precedente. La crítica del momento se hizo eco de este libro y supo ver en él inoculadas ya la mayoría de las características formales del lenguaje de nuestro autor, en un estado algo más que avanzado:

El lenguaje tropológico, la riqueza verbal, sitúan al poeta en una sugestiva línea andaluza, donde la plasticidad de la palabra y sus irisados matices no son ajenos al mundo, fabuloso y como teñido de misterio, de su poesía. Imágenes barrocas […], frecuente empleo de la doble adjetivación, precediendo y siguiendo al sustantivo […], uso de voces escogidas por su belleza y eufonía […], dan idea de una poesía muy elaborada, que se alimenta de hondas esencias andaluzas y se alza en una atrayente forma expresiva [12].

Con los años, las reseñas y artículos no dejarían de destacar todos estos aspectos, aumentándolos. El propio autor se encargó de señalar la ascendencia irracional de algunas asociaciones: «Es un sistema que se depura, que tiende —por así decirlo— a una gustosa situación límite con Anteo» [13]. Así, observamos que aquí se hallan todos los caminos recién ensayados en sus libros anteriores, pero concentrados. Anteo supone el broche de sus dos primeros libros, Las adivinaciones [14] y Memorias de poco tiempo [15], aunque redireccionado: no será esta breve colección de poemas una cúspide de todo lo expresado anteriormente, ni la cima temática, sino una depuración estilística inserta en una exploración temática distinta. Por Anteo transita un sedimento que quedó tras la redacción de los otros poemarios, un jugo que estaba rezumando, o quizás un eco que resonaba tras haber alcanzado algún hallazgo expresivo. Podría ser, por ejemplo, este extracto del poema de Memorias de poco tiempo titulado «Los signos inmortales» [16], y después vuelto a titular «Signos favorables» [17]: «Alguien canta en lo hondo y me parece / que es mi olvido quien canta, que algo existe / en esa voz que es mío y me desprecia» [18]. En este extracto ya se puede entrever cómo se está preparando el terreno para ese nuevo opúsculo, Anteo ya está aquí fermentando. No en vano, Caballero Bonald había dispuesto ya El cante andaluz [19], una obra prácticamente desconocida y que merecería ser rescatada del olvido. Aunque se trata de un texto breve, sirvió de fondo y aprendizaje para sucesivas calas del autor. Recordemos que después presentó El baile andaluz [20], un libro mucho más elaborado del que se tuvieron que publicar hasta tres ediciones en el mismo año de su aparición, y que fue traducido a otros idiomas con notable éxito.

Pero el conocimiento de la tradición del flamenco le venía de una época anterior. Jerez de la Frontera era un excelente caldo de cultivo para que un joven interesado en las manifestaciones populares de la cultura recabara el conocimiento del cante jondo. La vida nocturna y perdularia, de borrachos y cantaores, era la única forma de divertirse en aquellos años de pobreza y señoritos, en la década del cuarenta. El cante flamenco, por entonces, todavía estaba recubierto de cierta clandestinidad, si bien cada vez se iba reconociendo más el interés colectivo por estas formas de expresión populares. Nuestro autor, amigo de bares nocturnos, de tabernas y ambientes de última y desaconsejable hora, amén de farras etílicas, no podía dejar de vivir aquel ambiente (seguramente como un privilegiado, por su posición social). En esos círculos no sólo aprendió de primera mano los diferentes cantes y conoció a míticos cantaores y famosos guitarristas, sino que extrajo experiencias que buscaban, al fin y al cabo, hacer de su propia vida una leyenda. «La búsqueda de experiencias y aventuras se convierte, entonces, en una condición sine qua non de la poesía»

Me metí entonces en bastantes laberintos porque sospechaba que la poesía tenía que ir precedida de la aventura, no de ninguna aventura de lenguaje ni zarandajas por el estilo, sino de aventura personal e intransferible [21].

Al respecto, nuestro autor ha afirmado en varias ocasiones que es partidario «“de la poética de Rilke”, [y] que consideraba necesario acumular una serie de vivencias previas “para concebir el primer verso de un poema”» [22]. Y había declarado:

Seguro que no era para tanto, pero yo suponía que todo ese escarceo me situaba en el núcleo de una vida intensísima donde habría de encontrar sustanciosos acicates literarios. Quizá leí por entonces los Cuadernos de Malte Laurids Brigge —traducidos por Francisco Ayala para Losada— y había acabado por asimilar sin reservas algunos epidérmicos enunciados del pensamiento estético de Rilke. O sea, que una vez aceptado que la poesía no consiste en sentimientos sino en experiencias, lo único importante era vivir [23].

Una especie del dictado le imponía conocer las cosas «desde dentro», aun exponiéndose a vivir los riesgos de todo lo que ello significaba: el coqueteo con las drogas, los horarios cambiados, la noche… [24] Y ciertamente tuvieron que ser muchas las noches. En otro escrito nos describe qué es necesario para llevar a cabo una fiesta flamenca:

La ceremonia flamenca tiene su protocolo preciso. Por lo común, gusta de la madrugada y necesita de ciertas previas incitaciones, que pueden resumirse en el vino, el estímulo tácito o expreso de los asistentes y la propia atmósfera de la reunión. La presencia de alguien cuya conducta pueda deteriorar esa atmósfera conduce indefectiblemente a la frustración del ceremonial. […]

Son muy diversos y complejos los factores que, con independencia de los puramente externos, intervienen en la fundamentación psicológica de toda «fiesta» flamenca [25].

Como es sabido, este conocimiento no sólo se traducirá a El cante andaluz, o Anteo, sino que arrojará otras publicaciones a lo largo de toda su vida, hasta consagrar a nuestro autor como autoridad, uno de los flamencólogos más doctos. Su obra más destacada y divulgativa es Luces y sombras del flamenco, un detallado compendio que nos acerca ese mundo, con una prosa exquisitamente explicativa. Unos cuantos años después dará a la luz, junto a un álbum o antología de seis discos de vinilo —ya míticos dentro de las grabaciones magnetofónicas de la historia del folklore español—, su Archivo del cante flamenco [26]. Era el año 1969, y de este modo realizaba otra cala en sus consabidos gustos por la cultura popular en un trabajo de campo que le otorgará no pocas satisfacciones. Hay que recordar aquí que en esta época realizó sin firmar, como trabajo de redactor de la discográfica, o a veces firmándolas, frecuentes colaboraciones para Ariola-Vergara, acompañando a las carátulas de los discos de vinilo e introduciendo las obras, a los autores, o simplemente aportando algunas observaciones o reflexiones. Este trabajo está por descubrir y estamos seguros de que se podría recopilar un libro atractivo con aquellas anotaciones, semblanzas, reflexiones… Pero es en el Archivo donde comienza una labor impagable, desde el punto de vista de la clasificación y grabación para la posteridad de cantaores y personas que de otro modo sólo habrían sido un recuerdo, sin que tuviéramos constancia de cómo se les oía:

Somos conscientes de que una empresa de estas características comporta toda una serie de obstáculos difícilmente franqueables […] El carácter de nuestro Archivo no podía soslayar, en modo alguno, ese fundamental capítulo de la localización de intérpretes anónimos o no profesionales. Una vez establecido el plan de trabajo general, se hizo obligatorio llevar a cabo una anticipada exploración del ambiente. Guiados por nuestras personales experiencias, recorrimos atenta y minuciosamente esa concreta franja geográfica [27].

Tal y como hemos subrayado, nuestro autor se había sumergido desde finales de los cuarenta en el submundo de la noche, de los antros, etc., y de ahí ese «Guiados por nuestras personales experiencias», que sin duda da buena cuenta de que nos encontramos no sólo ante un teórico que sabe argumentar y racionalizar lo que habla, sino de alguien que para hablar de algo ha tenido que vivirlo en muchas noches dispersas por distintos puntos de la Baja Andalucía. No había otro modo de conocer el flamenco, sobre todo en aquella época en la que no eran frecuentes los festivales ni se daba un reconocimiento generalizado como hoy día a este arte. Además, en este sentido, nuestro autor ha compuesto muchas coplillas, seguiriyas, etc., que han sido cantadas por cantaores famosos. Por ejemplo este martinete:

Un palo detrás de otro
le fueron dando a mi cuerpo
pero no van a lograr
que diga lo que no siento [28].

Podríamos reproducir muchas más, pero baste solo ésta para constatar la valía de todas esas letras y letrillas que algún día deberían ser recogidas, junto con esos escritos y reflexiones en los vinilos citados. Tal material ofrecerá algún día un buen volumen de interés ciertamente inusitado para el público en general. Pero aunque este posible libro nos aportara datos, nombres y análisis que merecerían salir a la luz y ser recopilados, es Luces y sombras del flamenco la obra que le ha granjeado un alto prestigio como teórico de este arte, como experto, en suma, flamencólogo, ocupando el sexto lugar —por orden de ingreso— en la célebre Cátedra de Flamencología de Jerez, fundada en 1958, quizá la institución más importante relacionada con temas de flamenco, y en la que se encuentran los más acreditados investigadores [29]. En las primeras páginas de Luces y sombras del flamenco sitúa al cante flamenco en un cruce de caminos en el que se han enraizado diferentes culturas formando un crisol secular, las «primitivas huellas orientales», los «ascendientes árabes y hebreos», mezclados con los «ascendientes gitanos y moriscos» [30]. Se trata de un mestizaje secular que comenzó a configurar, años atrás, en El baile andaluz:

Las viejas y turbias fuentes de los bailes que se nombran jondos y flamencos […] no se dejan descubrir con suficiente claridad. Quizá sea preciso buscar su genealogía en las primitivas danzas domésticas orientales y, más concretamente, en las danzas sagradas de las bayaderas hindúes, cuyas mágicas y fastuosas herencias vinieran a fundar, hace más de veinte siglos, la legendaria estirpe de las bailarinas de Gadex. Todo hace suponer que estas danzas brahmánicas, convertidas ya en un mundano divertimiento, entraron en España después de pasar por el normativo y refinado tamiz de Grecia, primero, y por el lúbrico y más inconcreto de Roma, más tarde [31].

El análisis histórico-descriptivo sigue hasta hoy desarrollando los otros dos episodios o ascendentes fundamentales que forman el complejo entramado de raíces del flamenco, árabes y hebreos, por un lado, y gitanos y moriscos por otro [32]. En general, la tendencia al mestizaje de la que nos hablará la obra de nuestro autor con el tiempo ya se halla plasmada en sus raíces culturales, si no de ascendencia, sí de elección; sin olvidar que su ascendencia es mestiza, de padre cubano y de madre de orígenes franceses y que, aunque andaluz —y mucho—, nunca se sintió heredero de la tradición oficial de «nuestra» cultura:

En todo caso yo no me siento muy occidental, me siento mucho más árabe, me siento dentro de la cultura árabe […] Yo me siento siempre como un árabe, igual que muchos andaluces, como un árabe que lucha, sigue luchando todavía, contra el depredador cristiano. Me parece que cuando fue conquistada Andalucía por los Reyes Católicos, toda esa pujanza cultural andaluza, toda esa maravilla de tolerancia cultural, religiosa, cuando trabajaban judíos, moros y cristianos en una misma tentativa, científicos judíos al lado de árabes o cristianos respetándose mutuamente, todo eso se extinguió cuando llegaron los Reyes Católicos [33].

Por tanto podemos asegurar desde ya que nuestro autor es en sí un cruce de culturas, tanto por ascendencia familiar como por opción vital, y que esta particularidad irá marcando cada vez con más importancia toda su obra de madurez. Es curioso que en su elección de «sentirse como un árabe», se haga alusión al clima andalusí de los siglos X-XIV en el que floreció la cultura, las ciencias, etc. Por un lado, resaltar que ese saber humanista y pre-renacentista no existía sólo en la Europa occidental, antes bien, entró a través de la España musulmana; y por otro, la elección de un árabe frente a un cristiano no puede sino representar la tolerancia frente a la intolerancia, a pesar de todo y de que hoy en día el Islam posea esos sectores ultra-ortodoxos —que todos desgraciadamente conocemos— que podrían hacernos pensar lo contrario.

Más acá de las raíces que dan lugar al flamenco, y del trasfondo histórico y de carácter antropológico que demuestran la riqueza representada por una cultura tolerante, permeable y abierta, se encuentra el pueblo andaluz, que es el depositario de esa sabiduría transmitida de generación en generación, un pueblo, además, semióticamente enmarcado en el sur, con lo que eso significa de resonancias atávicas y ancestrales, e históricamente marginado [34]. Pero cuando decimos «andaluz» no aludimos a ningún ribete nacionalista, sino a un poso —a una construcción— cultural en donde se basan los pretendidos nacionalismos, a nuestro parecer injustificadamente, puesto que éstos dotan de esencias incalculables el valor de una tierra, o de unas gentes, invirtiendo la relación de las causas y las consecuencias en la idiosincrasia etnológica, con los consiguientes discursos, y con el fin evidente del beneficio económico y del control político por las clases hegemónicas. Todo esto formaría parte de una discusión amplia sobre las derivaciones sociológicas de Anteo.

Anteo es un trabajo de traslación en el que permanece lo más importante, a saber, la hermosura de unos cantes que reflejan el vivir y el sentir colectivo de un pueblo, el andaluz, sometido, subdesarrollado, y siempre por debajo de sus portentosas posibilidades [35].

Partiendo por tanto de esta matriz generadora de los textos, desde la plataforma colectiva del sentir de un pueblo —no desde las ondas de nacionalismo que han asolado a las diferentes regiones y comunidades españolas, zarandeando su identidad y conformándola a gusto de los intereses más flagrantes, en torno a unas características socio-culturales comunes— y en la expresión de ese sentir, tanto en el cante como en el baile.

En Andalucía, el baile y el cante llevan junta la memoria. Quizá esto no sea una verdad absoluta, pero sí puede ser una verdad sentimental. En todo caso, se hace difícil remontar las respectivas fuentes de ambas manifestaciones rítmicas sin descubrir a cada paso confluencias mutuas y cauces comunes. De sobra es conocida, por otra parte, la inseparable dependencia que existió siempre entre la música y la pantomima, entre la poesía cantada y la danza. No se pueden comprender, realmente, en toda su interior soberanía ninguno de estos dos fenómenos expresivos sin halla un contexto, siquiera sea aproximado, con el histórico devenir del otro [36].

En consecuencia, baile y cante unidos, el flamenco sería la expresión artística de un enclave en las propias raíces del autor. Las lecturas se disparan, por ejemplo, en lo que representa Anteo como abrazo solidario e identificación del autor con el pueblo oprimido, y con una mirada no exenta de un alto componente social de denuncia de fondo. No escatimamos esta lectura, puesto que la evolución de Caballero Bonald se desarrollará en esta dirección, explotando clamorosamente en las revueltas frente a la intolerancia del Régimen franquista. No olvidemos que, más allá de la acción directa emprendida durante la segunda mitad de la década de los cincuenta y gran parte de los sesenta, la mirada del autor ya poseía en sus primeras composiciones ese matiz solidario, quizá más eficaz incluso, al menos desde el punto de vista de la propia validez de la lírica como tal. Recordemos composiciones como «Mendigo» o «Domingo», de Las adivinaciones [37]. El poeta, sean los tiempos que sean y del signo político en el que se encuadren, es un ser solidario, así se define en el sentido clásico humanista, y hay que tener muy en cuenta esta consideración al margen de cualquier coyuntura o «necesidad» histórica. Esa misma mirada solidaria de Caballero Bonald le planteará el reto de intelectualizar una serie de temas que habían sido en cierto modo tratados bajo el filtro del popularismo, por el cliché lorquiano, el tipismo y la proverbial gracia andaluza, por su «forma de ser» [38]. Otros autores importantes habían abordado el mundo del flamenco y la cultura popular andaluza, pero

Pese a la coincidencia de intereses, es evidente la singularidad de Anteo, precisamente por su acercamiento formal y conceptual al tema, en el que el verso libre y el poema largo se alejan de los esquemas métricos «populares», mientras que su tratamiento culto, barroco y hasta irracional del mismo, muestran una indagación original y personalísima en el fascinante y tantas veces doloroso mundo del flamenco [39].

Respecto a la solidaridad de la que hablamos, no nos debemos confundir. Aunque de estos años arranque el compromiso político de nuestro autor [40] —y de casi toda su promoción literaria— que cuajará poéticamente en Pliegos de cordel [41], Anteo poco tiene que ver con erigirse como portal o altavoz de un pueblo perseguido: ése será el trasfondo, una lectura colateral pero, por supuesto, no la central.

Así, el irracionalismo había calado en su modus facendi, en su anterior entrega de poemas, mezclado con ribetes surrealistas que siempre le resultaron un estímulo para hacer más hincapié en tal ascendente irracional: «En todo caso, yo me considero un hijo, o un nieto descarriado, del surrealismo, sobre todo en el sentido de andar husmeando por detrás de la realidad» [42]. Y existen otros testimonios en los que emparenta su gusto personal por las lecturas barrocas con las del surrealismo español de finales de los años 20 y la década de los 30 [43]. Este ascendente se había configurando de algún modo en Memorias de poco tiempo, alcanzando corporeidad en Anteo, aunque por su brevedad no da pie a demasiadas certezas al respecto. El irracionalismo, sin embargo, era el marbete de moda de la época y, desde que Carlos Bousoño publicara en 1952 su Teoría de la expresión poética [44], las búsquedas de la ilogicidad estaban servidas en el capítulo de los ascendentes no sólo de la poesía, sino del arte en general, a la vez que la recuperación de los espacios del inconsciente, aquellas zonas opacas a las que no podemos acceder, comenzó a desplazar al pensamiento racional y formalista. El irracionalismo es la forma o estructura con la que se enmascaró en la poesía toda esa filosofía vitalista —en sentido cósmico— y esas nociones heideggerianas en torno a la no-razón, nociones que al fin y al cabo hicieron posible que pudiéramos sobrevivir a Auschwitz. Sus presupuestos clásicos —simplificando— son: el hombre racional es aquel que se adapta al mundo que le rodea y a sus necesidades, mientras que el hombre irracional se obstina en que el mundo se adapte a él, siendo incapaz de gestionar sus necesidades. Es por esto por lo que el irracionalismo, en tal sentido, ha sido siempre definido como lo no racional, pero hoy en día —afortunadamente— la dialéctica racionalismo / irracionalismo está superada, como pone de manifiesto el pensamiento de Deleuze y Guattari en Rizoma [45]. El rizoma abarcaría al irracionalismo — ¿el irracionalismo es sólo una deformación del racionalismo?— y aboliría esa simple oposición formal. No obstante, la importancia histórica del debate que supuso la introducción de estas ideas en la España de finales de los años cuarenta y principios de los cincuenta es fundamental, y durante muchas décadas —e incluso hasta hoy— se ha argumentado y tildado cualquier discurso poético no perteneciente al realismo o a una lógica discursiva hecha cliché, transitada ya antes o incardinada en los ejes del figurativismo, como «irracional»: a cualquier conducta no racional y moderna se le ha venido también denominando así [46]. Y de hecho nuestro autor no podrá substraerse a estas ideas, que se encuentran estructuradas no sólo en su poética sino, como decimos, en toda la poesía de carácter no-racional de la segunda mitad del siglo XX. Así lo confesaba, desde presupuestos bien asumidos:

Mi producción poética de estos años con la que me siento hoy más conforme es, efectivamente, la que se organiza a partir de ciertos irracionalismos de fondo en los atributos expresivos. De ahí arranca —creo yo— la más recurrente conducta de toda mi poesía: convertir una experiencia vivida en una experiencia lingüística, usando para ello de esas asociaciones ilógicas que coinciden con lo que se entiende por irracionalismo [47].

Y: «Yo creo que la poesía tiene muy poco de racional, al menos en lo que podría entenderse como una consecuencia lógica» [48]. A pesar de su manifiesta madurez literaria, estos años todavía se consideran como de «tanteo» e indagación en la búsqueda de la propia voz (si bien —obviamente— ya existía una configuración previa que puede apreciarse en sus dos poemarios anteriores, nos referimos a que son indagaciones en tanto no se ha alcanzado la palabra más personal), ligando esa fuerza expresiva apasionada e incontrolable del flamenco a las teorías poéticas asociadas a lo que se denominaba entonces irracionalismo:

El flamenco es un arte donde la quejumbre, el grito, es la fórmula expresiva fundamental. Los temas son monocordes, lógicos: el hambre, la madre, la cárcel, la libertad. Pero el hecho de que el grito, el quejido libre y espontáneo, sea la forma de manifestación de la intimidad, también puede tener su equivalente en la poesía, donde la carga emotiva va por debajo de las palabras, por las manipulaciones irracionales de las palabras. La razón no tiene nada que ver con eso [49].

Por tanto, la unión de ambos mundos latía en la cultura popular de nuestro autor, que tan de cerca había vivido desde bien joven por afición, pero también en la denominada alta cultura, la poesía y la literatura en general, al ocurrírsele entretejer ambas nociones y crear ese gigante que es Anteo. Anteo no es un caso de divulgación folklorista sino una intelectualización o poetización del tema del flamenco, pero no al modo de lo que ya se había realizado —y con tanto éxito, por parte de García Lorca y en menor escala por Manuel Machado, o el propio Antonio Machado—, sino un ensayo desde otras perspectivas radicalmente distintas y antes no tratadas [50]. La elección del nombre no es casual y he aquí el por qué [51]: Poseidón y a Gea, símbolos del mar y de la tierra, se resumen como las dos grandes pasiones de nuestro autor y así su mundo se tematiza en este mito. Aunque tengamos que simplificar, el propio Caballero Bonald, sin querer darle demasiado trasfondo biográfico, se encarna tras estos poemas, haciendo de esta manera un signo de sí mismo, indicando que él, como un gigante invencible —en aquellos años de juventud que se sentía como un dios, tal y como se puede leer en sus libros anteriores, lleno de fuerza metafísica y voluntad— amaba estar en el agua (su vocación de navegante, y más aún: «navegante solitario» [52]; sin confundirlo con las marinerías de Alberti), pero debía estar en la tierra porque necesitaba su contacto, porque si no moría: una auténtica ananké —como Necesidad del Ser— que personifica la inevitabilidad de tener que estar en la tierra debida a su otra vocación, la literaria y a la ineludible decisión de dedicarse a las letras, que más que una decisión es una disposición, una dedicación vivida como compulsión. No una elección sino un ser elegido, al modo del célebre poema latino de Arthur Rimbaud [53].

El mito de Anteo hace referencia a lo atávico, a las raíces, a la tierra como elemento primordial y generador de vida, y lo podemos poner en contacto con otras composiciones de nuestro autor [54]. Y no son pocas las referencias hasta ahora en sus dos poemarios anteriores en que se citaba la tierra o se explicitaba alguna relación con ella. Si enumeráramos todas las veces que aparece nos sorprendería, pero no nos parece importante realizar esa tarea rastreadora, ya que sólo lo que vamos a señalar es suficientemente elocuente. «Las órbitas bellas» (luego «Órbita de la palabra»), de Las adivinaciones:

Pero me llamo hombre. Mi memoria está viva,
está al borde del tiempo, de jornales gastados
a fuerza de renuncias, de míseras cautelas
para andar y morirse y andar después aún.
Pero me llamo tierra. Mis efímeros sueños
no pueden sostener esa luz o milagro
que mi pecho recibe, que mis manos soportan,
y más y más traduzco cuando más me aniquila [55].

Bastarían pues sólo algunos de los ejemplos aquí escogidos. La referida estrofa no puede ser más indicativa de esta peculiar relación de la tierra —como elemento, como sustancia primigenia—: se puede observar el paralelismo entre «Pero me llamo hombre» y «Pero me llamo tierra» [56], como términos equivalentes. La identificación con la tierra hace que el hombre deje de elevarse hacia la metafísica, reteniéndolo en el suelo. Asimismo podemos encontrarla en el díptico «Las adivinaciones», donde la tierra se muestra como arcilla:

Esta palabra de hoy, esta llaga inicial de cada día,
que va depositando en mi memoria
su virus penetrante, su estrato corrosivo,
venida desde el mundo a fuerza de infligirla,
de irla haciendo mollar,
dúctil como una arcilla con mis lágrimas,
pierde pie poco a poco hacia un fragor de olvido,
hacia sombras inicuas donde es número el hombre,
donde amar es morirse entre brazos anónimos [57].

O, en «Nombre entregado», donde los amantes encuentran otra tierra, y el poeta no tendrá más necesidad de nombrar a la amada, que es la personificación de la poesía: el personaje Carmen, que es el «nombre entregado»: « […] yo pienso que quizá sea posible / que estemos ya los dos en otra tierra / donde no me haga falta en un nombre reunirte» [58]. La tierra es sinónimo de libertad, una patria que buscar, un lugar hacia el que ir, porque siempre ofrecerá seguridad. En este recorrido somero por Las adivinaciones, concluimos con este fragmento del poema «La casa»:

Entre sus dimensiones como miembros,
entre sus galerías de familiares sombras trémulas,
tuve un día en mis brazos el candor de una insólita dicha,
vida que acaba cuando nunca,
y allí supe tocar la verdad de la tierra,
los sueños colectivos de la tierra
y allí alcé mi ignorancia a un destino de luz [59].

«Tocar la verdad de la tierra», casi como un hecho sagrado, un acercamiento feliz, de pureza o experiencia mística en la que el hombre se reencuentra con lo primigenio, se reúne con él y por el tacto alcanza una comunión, «los sueños colectivos de la tierra»; por el que el poeta conecta con el mundo en tanto que visión rehumanizadora de la sociedad que marcha por un camino colectivo de —o hacia la— felicidad. La palabra «tierra» aparece en muchísimas ocasiones, no sólo como nombre sino en todas sus variedades, como adjetivo, o en todas sus acepciones léxicas, como planeta, como elemento físico, o como en algún derivado, barro, arcilla… Un cotejo más minucioso nos ofrecería ricos índices en la misma línea que venimos exponiendo. Pero para terminar de sostener nuestra tesis acerca de Anteo, pasemos ahora a realizar algunas búsquedas en Memorias de poco tiempo, volumen que se abre con una cita donde ya aparece la tierra, como en el primer poema, «Cuando estas palabras escribo» [60], en el que no nos detenemos por ahora, aunque sí en «Vengo de ser un cuerpo por el mundo» [61], que comienza así: «Vengo de ser un cuerpo más / entre los instrumentos de la tierra» [62]. El cuerpo se ha instrumentalizado como un apéndice de la tierra, como una herramienta, y la tierra es ese ente superior que aglutina las fuerzas que nos rigen, que nos dirigen. Estamos ante la tierra o Gran Madre, llamada también Cibeles —que es el equivalente de Gea—, y que como se sabe es un culto arcaico de los más antiguos que existen, remontándose al Neolítico [63].

En fin, pocas dudas nos quedan de la elección de Anteo por su carga sígnica, al margen de las referencias mitológicas y atávicas a las que hace alusión; está más que reforzada por las constantes de la tierra en la poesía de nuestro autor. Al final de la primera estrofa de «Siempre se vuelve a lo perdido» dice así: «y en soledad estuve, sin poderme valer / del detrimento funeral del tiempo, / también sin atender a los avisos / de la diaria persuasión terrestre» [64]. No lograríamos realizar un detallado recuento de todas las referencias explícitas sin tener en cuenta las indirectas, que serían a veces incluso más estimulantes para la hermeneusis, y basten estas muestras para dejar claramente acotado que la elección de Anteo como título no es casual. Así lo señala M. J. Flores: «La tierra será pues el elemento que da coherencia al título y cohesión a los distintos textos, pues en los cuatro poemas se hará clara referencia a ésta como madre mítica y nutricia» [65].

Pero Anteo no es sólo la recreación de un mito, al modo de una mímesis plana o florida, pues ya lo hemos leído sobradamente en los clásicos, sino la utilización de unas resonancias y conexiones semiológicas para elaborar un texto de creación que aspira desde su concepción a ser algo por completo distinto a su referencia de origen, y lo refrenda el hecho de unir nociones y vertientes totalmente diversas como son mitología, tradición culta (barroco), temas populares: una suerte de fusión desde el inicio, anticipando lo que en el futuro se constituirá en la poética del mestizaje que tanto defenderá nuestro autor [66]. En Anteo no asistimos a más referencias que la aparición del nombre en el título y en el verso final de «La soleá»: «[…] ¿tú también?, como Anteo», dirá. Lo que interesará destacar no es el mito en sí, sino la función que cumple: el valor fabuloso de una escritura que se forma en un entramado apegado a ciertas y escogidas explicaciones de lo cotidiano, en este caso al sentir de ese pueblo que celebra durante la primavera los días de la pasión de Cristo y de la humanidad en general, conmemorando de igual modo la aparición de los renovadores ritos vegetales. La primavera mueve entonces una pasión telúrica incontenible, porta una fuerza ancestral que nos arrastra —una corriente subterránea—, y que trae la vida incluso la resurrección, entendida aquí como la renovación de los ciclos de la naturaleza [67].

Es inevitable relacionar el sentido último de este proceso emocional con el de los antiguos ritos dionisíacos o, en todo caso, con el de las ceremonias sagradas de ciertos pueblos primitivos. La vecindad del éxtasis y las apariencias de delirio —a las que tanto ayuda el compás— pueden obedecer, y obedecen de hecho, a razones psicológicas o religiosas muy parecidas. El intérprete penetra de improviso en el territorio de una clarividencia o de una capacidad de plenitud, que no reside ni en la significación del tema ni en los artísticos alardes de la música o la plástica —ni mucho menos en el virtuosismo de la voz o del gesto—, sino en ese trasfondo expresivo —el «duende»— de donde mana la inenarrable revelación artística del flamenco, la cumbre de su difícil belleza [68].

Homenaje al mundo del flamenco, pero también recuperación intelectual —o intelectualización— de ese poso último y prehistórico humano, ese grito primitivo, en una suerte de indagación actualizada y lingüística en las identidades culturales del hombre, con un sesgo marcadamente filosófico-antropológico, quizás a la búsqueda de una condición humana que resuelva el conflicto último de universales como la tragedia, la incomunicación, la soledad o la muerte, etc. Podríamos ver un manifiesto carácter ilustrado, cercano a la arqueología foucaultiana de las ciencias humanas [69]. Y pasaríamos de la antropología a la lingüística, porque los poemas son lenguaje y porque el lenguaje responde a unas exigencias que nos vienen asignadas: no controlamos nuestro lenguaje. Así la introspección lingüística que supondrá Anteo entronca con lo que se ha venido entendiendo por irracionalismo, aquí presente «como gran libertad creativa y autogeneración del lenguaje poético», pues «adquiere una intensidad y un valor amplísimos.» [70]

La condensación del lenguaje y la tensión sintáctica de las frases, viene dada porque «en Anteo hay un empeño en utilizar la palabra con un sentido crítico. Pero el elemento conceptual es muy fuerte, acaso en exceso» [71]. Este «exceso» aludido que se está apuntando no es ningún defecto, sino precisamente su cualidad: será lo que comience a conformar la escritura más destacada de nuestro autor, su marca genuina [72]. Un exceso expresado en la riqueza de las mezclas, el mestizaje y la integración de diferentes culturas, anticipándose en cierto modo a una lectura interdisciplinar de la tradición, a una lectura en la que se conjuguen diferentes espacios interpretativos, estímulos, etc. No es el «todo vale», o una adición de elementos heteróclitos sin base alguna, sino una selección de los mecanismos —siempre hablamos en términos de proceso— disponibles de ese todo para redireccionar semánticamente el significado ya gastado del signo lingüístico. Y sobre todo para la creación de una realidad autónoma, el poema en sí como artilugio capaz de explicarse a sí mismo, con sus propios mecanismos de referencialidad y autorreferencialidad insertos. Pero para síntesis de todo lo que estamos desarrollando, habría que acudir, una vez más y como venimos haciendo, a los lúcidos comentarios de nuestro autor sobre su propia obra:

[En Anteo] el barroquismo configura un método de indagación léxica en ese maremágnum que suele llamarse realidad. En el aspecto metafórico acaso sea un libro excesivo, suprimiblemente lujoso a veces, algo enfático, pero que a mí me sigue pareciendo infrecuente —entre nosotros y en 1956— desde un punto de vista lingüístico. Para bien o para mal, ahí se inicia, sin duda, otra de mis mas asiduas tentaciones poéticas: la de pretender sustituir una historia por sus presuntas equivalencias mitológicas, referidas en este caso concreto al enigmático mundo del cante gitano-andaluz. Quizá por eso —aunque no sólo por eso— todavía me resulte Anteo un librito bastante atractivo [73].

No es por tanto una complicación de las frases, la sintaxis, o un asunto de decoración recargada, sino la creación de un mundo propio que, en cualquier caso, indaga en las partes menos visibles de la realidad, aunque habría que definir qué es la realidad…

Barroquismo unido a irracionalismo que, sobre todo en la obra de madurez de nuestro autor, cobrará capital importancia. Así, Caballero Bonald se hace eco de las resonancias de esos «excesos» aludidos, claves para entender lo barroco como categoría aplicada, apuntando al núcleo generatriz de este libro hacia su escritura más madura, en una especie de noble precedente. Además, la conexión mítico-alegórica de los poemas se va trasladando hacia ese universo paralelo, textual, creado y verosímil que desarrollará profusamente en lo que algunos han llamado, aludiendo a una misma marca textual en la discurso escritural de nuestro autor, «el universo literario de Caballero Bonald» y estamos haciendo alusión al libro homónimo de Juan José Yborra Aznar [74]. Se trata de un universo que trasciende la propia marca poesía / prosa y que posee un conjunto de afinidades discursivas y temáticas que se pueden detectar, sobre todo, a partir de finales de los años setenta. Todo esto se encuentra ahora germinando. En los primeros años cincuenta, sin embargo, se encontraba sólo en potencia, prometía rasgos aquí y allá y comenzaba a ordenarse según unos impulsos e intuiciones latentes. El broche que significa Anteo en la trayectoria de estos años, supone una configuración determinada de ese lenguaje y esas disposiciones.

El flamenco es, en cualquier caso, una representación. Una fiesta, con todo el sentido lúdico, una «función». Pero a este respecto, el propio Caballero Bonald se pregunta:

¿Cómo podemos, en primer lugar, llamar «fiesta» a la representación íntima de una historia popular sustentada por las más patéticas experiencias? ¿Es que un cantaor puede realmente «divertir» a un auditorio usando de una temática basada casi primordialmente en unos dolorosos socavones morales? [75]

Ahí adquiere todo el valor dramático —trágico— que nos conmueve, su valor estético anclado en el pathos colectivo. Es importante destacar que el flamenco, como representación trágica que es, ofrece una catarsis renovadora, purificadora. Y hay que subrayar que en su duración asistimos a un acontecer y no tanto a una acción, en lo que tendría ésta de conciencia, como escribió Nietzsche [76]. Ésa es la raíz etimológica de la palabra «drama». Las fuerzas báquicas u ocultas se desvelan durante el acto del cante, desvelándonos también a nosotros la realidad, una realidad siempre más compleja y rica de lo que antes podíamos haber percibido. Porque el dinamismo del flamenco es capaz de trasladarnos, como todo buen arte, hacia otra realidad, sobre todo en su dimensión emocional. Resulta decisiva su estructura musical, el verdadero ámbito de capacidad sugestiva (por lo diáfano de su pureza en el más estricto sentido kantiano). El discurso se articula por una fuerza o empuje de base unitaria que acepta variaciones dialécticas. Este tipo de fenómeno artístico —no escrito, abstracto— desata una indagación en las nociones más arraigadas de nuestra cultura y de la condición humana, comenzando por las identidades de los propios sujetos, pero también las pulsiones erotanáticas. Y por eso la duda sobre las relaciones de lo lúdico en el flamenco con la auténtica tragedia que se relata, también asalta a Caballero Bonald, quien respondiéndose a las preguntas formuladas, propone: «¿No sería más correcto hablar de una comunicación afectiva que la propia naturaleza del cante eleva a un tortuoso rango estético?» [77]. Podría ser más correcto, por supuesto, pero habría que entender esa comunicación siempre desde la transculturalidad y, al mismo tiempo, desde unas coordenadas pactadas de antemano, una indagación de carácter antropológico que escarba en los comportamientos artísticos, en la relación con el medio que nos rodea, con lo que todavía sobrevive de «animal» e incontrolable en nosotros, en esa dimensión oculta en lo cotidiano que sólo aparece en determinados momentos de intensa emoción o extrañeza. Deberíamos tener en cuenta qué hay de común en otras culturas, específico de la especie humana, que sobrevive desde los ritos ancestrales, y cómo se identifica con el objeto de nuestra comparación, el flamenco: ya sea como representación simbólica, a través de esa liturgia establecida en la que bien se conjuga lo sagrado y lo pagano, de aquellas formas de expresión que no afloran en la vida rutinaria y que nos purifican, ya sea en su función lúdico-festiva, celebratoria. No hay ningún dato que atestigüe que no puedan unirse, por diferentes combinaciones e intereses, conveniencias del calendario, o también casualidades, estas dos vías.

Los títulos de las cuatro composiciones representan los tres estilos «primitivos» del flamenco, atendiendo a la clasificación que el propio autor realiza: seguiriya, toná y saeta, esta última considerada un tipo especial de toná. Caballero Bonald escribe: «En la elección de los estilos más genuinos —llamados indistintamente “básicos”, “matrices”, “jondos”, “grandes”, etc.— no se han puesto muy de acuerdo los diferentes autores, que han dado soluciones para todos los gustos» [78]. Y ofreciendo una mesurada crítica —al modo kantiano, de nuevo, recurriendo al proverbial sensus comunis—, [79] realiza una clasificación sencilla, que luego se irá ramificando y enriqueciéndose, con matices.

Atendiendo a los concretos datos que poseemos sobre la historia del flamenco, vamos a intentar poner un poco de orden en toda esa maraña. El mejor método de trabajo es en este caso el sentido común. Como primera medida, hay que partir del supuesto de que todo el arte gitano-andaluz cabe en la sinónima denominación de flamenco, pero no todos los cantes que hoy se llaman flamencos pueden ser considerados estrictamente gitano-andaluces. Con esta base, se pueden establecer dos grandes grupos distintivos: «cantes flamencos primitivos» (todos ellos gitano-andaluces) y «cantes flamencos derivados» (de los que sólo los más directamente vinculados con los primitivos son también gitano-andaluces) [80].

La argumentación entronca estos «cantes flamencos derivados» con los cancioneros populares andaluces explicando que, aunque los cancioneros son de mayor difusión y con más arraigo, fueron absorbidos por ese «monstruo» del flamenco, musicalmente mucho más potente, con la contrapartida de que aquellos estilos primitivos dejaron de ser en esencia gitano-andaluces, extendiéndose a la mayoría de la cultura popular andaluza, a un heteróclito público —español, pero también internacional— cada vez más atraído por el folklore y el multiculturalismo (sobre todo en las últimas décadas), lo que podría considerarse como un efecto de una real fusión [81]. Se concluye con la clasificación de los «cantes flamencos primitivos», que se reducen a tres: seguiriyas, soleares y tonás [82], aunque de esta última pueden derivarse otros estilos. Ocurre con el martinete [83]:

Las tonás son como las íntimas y patéticas crónicas salmodiadas de un pueblo cautivo […] Se ha dicho que las tonás, más que una modalidad concreta de cante, fue un nombre genérico dado a todos los estilos gitanos que no se acompasaban al baile, es decir que no eran «festeros». A algunas de ellas se las ha bautizado también, desde el punto de vista laboral, con el apelativo de cantes «fragüeros». Es posible que ciertas tonás —las hoy llamadas martinetes— se interpretaran efectivamente, aunque de un modo ocasional, en las fraguas [84.]

Y también con la saeta:

Dentro de esta última filiación de toná de tema religioso, hay que situar las antiguas formas de saetas —de las que se ramificaron, más o menos confusamente, las actuales— […] Las saetas son, sin duda, las tonás que han experimentado una más difusa y acelerada evolución con el paso de los años. Aun conservándose ciertos estilos primitivos, se han llegado a producir muy artificiosas combinaciones flamencas […] El hecho de que comenzaran a cantarse en la Semana Santa, al paso de las procesiones, no está claro del todo. Se ha hecho más literatura que investigación en este sentido [85].

Partiendo de la base de que los títulos de los poemas que acompañan a cada uno de los estilos son la circunstancia matriz de ese género [86], vamos a analizar los aspectos más destacados de cada una de las composiciones de la edición princeps de Anteo, aunque todo aquél que pretenda hacerse una idea global del texto, como ya hemos expuesto repetidas veces, debería comparar ambas versiones y, en cualquier caso, acudir al citado texto de Flores [87] donde se da un detallado repaso a la particular «evolución» de los poemas. Pero antes de verlos, y comenzando por el primero, «La soleá», iremos ofreciendo a modo de introducción a cada uno de ellos las definiciones que nos da el propio autor en su sorprendente (y nunca antes citado por nadie) Diccionario del cante jondo [88].

SOLEÁ: Es una de las más representativas vertientes del actual repertorio flamenco. Como muchos otros cantes, nació para acompañar al baile de su nombre. La soleá o soleares bailables proceden del jaleo, antigua danza de la provincia de Cádiz, emparentada muy de cerca con los primitivos aires moriscos. Del cante que complementaba este baile surgieron, por sucesivos contactos con el flamenco, los iniciales estilos de soleares. Sus letras se componen de tres versos de ocho sílabas; cuando el primero de ellos se reduce a tres o cuatro sílabas, se llama soleá corta o soleariya, que es también de más liviana ejecución. Los más jondos y memorables estilos de soleares son los de Triana, Jerez y Córdoba y los definidos por Antonio Frijones, la Sarneta, Enrique el Mellizo y Joaquín el de la Paula.

Escrita por la misma mano, qué mejor que esta síntesis «científica» o académica previa para acercarnos posteriormente a su «consecuencia» poética:

LA SOLEÁ

Me fui acercando hasta la lúgubre
frontera de la llama, reciente
todavía el maleficio. Dioses
en vez de hombres arrancaban
a la terrestre boca sus rescoldos
de ungida potestad. Ebria
mejor que loca era la sed,
mientras las devorantes llaves
del amor, la roja flor del vino,
el nudoso gemir de la madera
laceraban el mundo de un tangible
fragor de anunciación.

Nunca fue
la omnipotencia concebida
con más proscritos fueros
de humildad. Aquí moría el tiempo
retumbando entre las sometidas
deserciones, fugaz la orilla alígera
del alma, inmortal su corriente.

Pero la mordedura de lo negro,
¿tú también?, le decía; toca
mis desolados centros balbucidos,
muerde el hirviente horno del relámpago,
ciega tu nombre en la lujuria
de la estación del sueño, en la nociva
voluta sanguinaria, entre las crueles
angosturas del grito. Allí verás
cómo se enclaustra sucesoramente
tu propia solitud. Bebe conmigo
el cuenco de la música, la líquida
cantera del lamento, pérfido
amor erguido en el vitral
lunático, menguando el caudaloso
martirio de la luz.

Pero la mordedura
de lo negro, ¿tú también?, le decía;
hija serás de nadie, dentellada
del turbio trueno huérfano, hija
serás de nadie, soleá tan gloriosa
que nace de un conjuro, alimentada
de tierra, engendrada en la tierra,
tanto más firme cuanto más
postrada, ¿tú también?, como Anteo [89].

Una de las frases que más llama la atención es «la mordedura de lo negro», que hace alusión —consciente o no— a los «sonidos negros» del cantaor Manuel Torre, y de los que hablara Federico García Lorca en su famosa conferencia «Juego y teoría del duende» [90]. Pero será en la próxima composición, «La seguiriya», donde desarrollaremos este tema con profundidad. No obstante hay que relacionar la soleá con un tema mistérico asociado a una enfermedad, la melancolía, pues tradicionalmente están unidas. Así llegamos a la tierra, como elemento geológico, necesitado de riego para ser fertilizada, y llegamos también a la sequedad, a la frialdad, y a la bilis negra que segrega el cuerpo frío y seco como la tierra, bilis que segrega la melancolía. Es sabido que el planeta que representa esto, por continuar con las referencias mitológicas, en su catasterización, es Saturno. Las continuas llamadas a la sed y a la bebida enfatizan esta relación de la soleá con la melancolía, con la necesidad de beber para morigerar el dolor de estar solo o, lo que es lo mismo, y continuando con la alegoría, para regar la sequedad de la tierra, y fertilizarla. Y es que históricamente

La melancolía fue considerada por la Iglesia un mal que podía atacar en especial a los monjes […] asociada a «la sequedad del alma» y a la soledad, y «fue combatida con las armas de la oración y la confesión frecuentes». Sus efectos debieron ser muy similares a los de la terapia psicoanalítica de hoy día [91].

He ahí también —como hipótesis, pero no sin cierta base— que uno de estos cantes primitivos, llamados «soleá», esté asociado a una patología más o menos visible y claramente detectable hoy día, al menos desde el punto de vista filosófico-literario. No estamos, sin embargo, afirmando que el cantaor sea un melancólico —eso depende de cada caso— sino que el tema que se reproduce en el estilo de las soleares es la melancolía, en todas sus extensas formas. La bibliografía acerca de la melancolía es muy abundante y no podemos detenernos más aquí, aunque es un asunto que nos apasiona. Habría que subrayar que el cantaor, aunque está rodeado de gente, vive un sentimiento de soledad y su única vía de comunicación con los demás es su arte. Igualmente aquí Manuel Torre se nos propone como modelo de ese cantaor que podía estar varias horas en el bar solo, callado, bebiendo aguardiente sin decir ni una palabra, sin escuchar a los otros cantaores, sin mirar a las bailaoras, sin atender a nadie y sin actuar hasta que le llega su turno, absorbido. Huraño —o «lúgubre», como empieza diciendo el poema—, Manuel Torre se erige en el prototipo de melancólico aplicado al cante flamenco del siglo XX. Recordemos que de nadie se han proclamado las genialidades que se han dicho —y escrito— sobre él.

El poema, por lo demás, y sin tantas especulaciones, realiza una enumeración descriptiva de los elementos de los que consta la representación. Quizás el centro del poema, al menos en su primera parte, sea esa preparación de la atmósfera apropiada para que se lleve a cabo «la anunciación», esto es, la manifestación del pathos colectivo, la purificación a través del cante, de la música, de la emoción. Esta anunciación, sin embargo, se presenta como un hecho trascendental, antecedido por la idea de la llama —que no se refiere a que hubiera una vela, sino a su simbología lumínica— y de los dioses que se acercan al mundo terrestre para hablar por boca de los humanos. La omnipotencia de la que se habla en la segunda estrofa, viene dada por la humildad, como si hubiera un momento de éxtasis en el que todos los asistentes se reconfortan, una lucidez y sabiduría sin ambages, seas quien seas y vengas de donde vengas: lucidez. Es ese momento en que el tiempo desaparece y se vive un clímax de gravitación «alígera», y cuando se acude a la «idea» del alma para expresar lo intangible y la capacidad que poseemos de sentirnos conmovidos.

En la segunda parte aparece ese grito lastimero —que no busca consuelo, sino sólo expresarse—, esa especie de herida y fruto humano que recorremos «entre las crueles / angosturas del grito». El grito no sólo del cantaor, sino el grito colectivo de la soledad humana. Por un lado, la refutación del silencio, la búsqueda de la identidad subjetiva, de una voz con sus propias heridas y, por otro, una cicatriz sin nombre. Porque la soledad pertenece a todos, en esta soledad compartida, en medio de la multitud en la que vivimos, pero no posee del todo a ninguno, y nadie asume con total coherencia (de lo contrario lo sumiría muy cerca del precipicio del suicidio).

«Hija serás de nadie» la titula el poeta, y con ello alude al destino anónimo de este poema, de la pena que es de todos y es de nadie al mismo tiempo, pena aceptada como un tributo de dolor por el pueblo, que no se siente capaz de rebelarse […] sin la paternidad de ninguna persona en concreto, hija anónima de nadie y expresión colectiva de algo muy concreto, el desamparo [92].

Esa soledad toca «mis desolados centro balbucidos», y nos desgarra interiormente. Apenas podemos expresar lo que sentimos en el momento jondo en que aparece el pathos, el aislamiento más absoluto de las verdades interiores de cada uno, cuando realizamos un examen de conciencia. En esa «dentellada», sin embargo, que debemos interiorizar a la fuerza cada uno, se siente que a pesar de todo debemos seguir adelante, no alejarnos de nuestros objetivos, querer volar y querer navegar, sí, pero saber que no podemos realizarnos porque debemos mantener los pies constantemente tocando el suelo. Un destino o fatum, con ciertas ventajas pero también con algunas contrapartidas.

Quizá la explicación verso a verso de este poema siempre se quede incompleta y no podamos llegar más que a una especulación sucesiva en la que deberíamos ir conectando muchos aspectos que aparecen, frases sueltas, en una suerte de red de significaciones rica y bien encadenada, que nos sugiere muchísimo más de lo que aparece en el texto. Pero nos parece bastante ya por el momento.

Pasemos ahora a analizar el siguiente poema, «La seguiriya» [93], de la que nuestro autor dice en su breve pero utilísimo Diccionario del cante jondo [94]:

SIGUIRIYA: Es posible que la siguiriya —el cante de más genuina expresión jonda dentro de todo el flamenco— provenga de una apropiación por parte de los gitanos de las primitivas lamentaciones fúnebres de las plañideras. El hecho de que a la siguiriya también se la conozca con el nombre de playera (corrupción fonética de «plañidera», plañiera) da pie para suponer esta ascendencia, aparte —claro está— de sus evidentes contactos rítmicos y melódicos con toda una serie de tonadas de raíz oriental. La siguiriya gitana no tiene relación alguna con la seguidilla tradicional española. La única coincidencia posible pudiera encontrarse en ciertas formas de su métrica primitiva. Entre los grandes estilos de siguiriyas hay que citar los de Manuel Torre y el Marruro.

Una vez que poseemos esta sucinta pero enjundiosa información, que atañe tanto a los alrededores del poema como a la dirección de sus significaciones, pasamos al texto:

LA SEGURIYA

La terrible veta colérica,
fauce voraz que bebe
en nuestro propio pecho su veneno,
es ya un sagrado ímpetu, un gustoso
cultivo de dolor, un hechizado límite
de lo que está detrás de la mirada.

Ah belleza, imposible luna
matinal, que sólo enciende un ascua
gris en el azul libérrimo. Pero
un grito, quizá la contención
más perentoria del espanto,
un hondo, umbrío estertor humanísimo,
vierte en su monarquía todo el clamor
del mundo y somos ya lo mismo
que el revés de ese grito,
la terminal conciencia de ese grito,
germen de luz amortiguada
entre súbitas zonas de patética bruma.
Ah belleza, espejo desterrado
en la tiniebla, que sólo deja ver
la adivinada pauta de lo negro.

Como un votivo llanto, la palabra
se arropa entre las redes
de una ronca garganta demoníaca,
caldeada de yelo alevoso,
y chorreando su impiedad férvida,
derrama a golpes insondables
su cargamento de lágrimas, tránsito
hacia una queja ya feliz,
pórtico turbador de una espesura
falaz, donde la esquiva carne
inasible, el vaticinio
de las luciérnagas del alma,
la tumultuaria confesión del sueño,
rigen, conforman, entretejen
la antigüedad con la inminencia,
juntan el heroísmo a la renuncia.

Tierra en la entraña y en la boca
fuego, la seguiriya, hunde
su volcánico imperio en lo profundo,
fronda abisal de temple milenario,
y allí desata el poderío augusto
de sus acuchilladas iracundias,
lava profética, intemperie diáfana
de la más desbordante imprecación.

La quebradiza pena surca
el proceloso tiempo
pulsado de temibles tiranías,
el hechizo vibrante de lo inmóvil,
el embriagado azar melódico del ángel
del silencio, hasta que la rompiente
musical de la voz, estacionándose
en lo más irreal de la armonía, hiende
la materia del hombre, revertiendo
más allá del oído y de los labios,
más allá del acorde y de las sílabas,
mundo sin nadie ya donde enmudecen
las fatídicas fugas del sollozo.

Canto no, tierra sobre tierra,
tiempo en el tiempo, augurio
de la sabiduría más primera, infusa
clarividencia germinal del alma,
civilizada seguiriya recóndita [95].

Como ya hemos adelantado en la anterior composición, que parecía escrita adrede, es ahora, en torno al estilo de la seguiriya, donde Manuel Torre cobra su protagonismo como figura simbólica que representaría el prototipo de cantaor de todos los tiempos: huraño, genial, pasional, absolutamente inculto pero cultísimo de sabiduría popular… [96] Manuel Torre, junto a Antonio Chacón y la Niña de los Peines, son las tres figuras más emblemáticas del flamenco, según un consenso generalizado. Y en lo que respecta a Manuel Torre, el más destacado cantaor de seguiriyas de siempre.

La primera estrofa de «La seguiriya» comienza desde una enigmática «veta colérica» que a la vez que tiene repercusiones individuales —de quien canta, nunca descrito como emisor, sino más bien como acción emisora— se hace altavoz colectivo volviéndose, al tiempo, paulatinamente en una abstracción: la impresión es que se pasa de manera indistinta de la descripción del cantaor a la del estilo en sí, y que se va alternando esta referencialidad, yendo y viniendo. Lo «sagrado», ya presente en la anterior composición, volverá a aparecer, siempre en contraposición a lo pagano, puesto que al margen del valor religioso que pueda adquirir el texto —como en «La saeta»— a lo que de verdad alude es a la palabra como elemento sagrado en su evolución esencialista, al encontrarse el poeta sacralizado como consecuencia de los diferentes procesos de subjetivización en los que se vio envuelto el hombre, la conditio humanae, desde el abandono del teocentrismo bajomedieval y todo lo que supuso aquel traslado de las esencias divinas hacia lo humano.

La segunda estrofa posee varios momentos sumamente importantes, desde las caricias a una belleza siempre esquiva, hasta la búsqueda —o el hallazgo, tanto da— del grito humano, el cual ya había aparecido esbozado en la primera estrofa pero que se presenta ahora con toda su tragedia. Es un «grito» lleno de «espanto», como un «umbrío estertor», injusto e impuesto como las monarquías que nos recorren abiertamente, que nos riega como si fuera sangre por las venas y que en sus extremos está rodeado de «patética bruma». El énfasis que se consigue a través de la repetición de la palabra «grito», que es al fin y al cabo el centro-motor del cante en tanto que expresión vital del que canta, conecta con las teorías más vanguardistas del siglo XX. Recordemos sólo de pasada El grito, de Munch, el de Ginsberg, el de Lorca hacia Roma, o el de Cernuda en su poema «¿Son todos felices?»:

Gritemos sólo,
Gritemos a un ala enteramente,
Para hundir tantos cielos,
Tocando entonces soledades con mano disecada [97].

Nos encontramos, por tanto, y casi sin darnos cuenta, en medio del contexto más contemporáneo de las vanguardias y las corrientes literarias y artísticas europeas del siglo XX. Un grito estético, que sobrepasa los límites textuales de donde proviene y que expresa la vacuidad del ser, la ruptura de la identidad subjetiva en la que tanto se había sostenido la ideología burguesa, y un grito también cultural, que habla de una tradición. Al encontrarnos no sólo con un reajuste sui generis, muy personal, de un tema heredado del folklore o de ciertas culturas populares, sino con la actualidad teórica más rabiosa, reconocemos la grandeza estética de estos poemas. El grito da miedo, y su significación última estará siempre encubierta por una belleza imposible y un espejo lejano que nunca nos devolverá nuestra imagen y que «sólo deja ver / la adivinada pauta de lo negro». Así apreciamos que el poema «La seguiriya», en tanto que artificio textual, está construido como un grito, llegando a ese momento que adelantábamos como «sonidos negros», atribuido al cante de Manuel Torre, con una rica sinestesia que mezcla dos sensaciones imposibles de soldar pero que explican, en el intríngulis de su unión, la complejidad emocional del grito, ese momento de temblor.

Sonidos negros que entroncan con la definición antes apuntada en la tradición de los plantos medievales pero, sobre todo, a una propia tradición, la del luto de una existencia poco dada a celebraciones festivas, la gravedad de saber que sólo hay una vida y que no nos ha tocado vivirla desde el mejor lado, que somos los parias. En general, es cierto que la interpretación «social» del flamenco es interesante, y que en concreto la seguiriya es

uno de los cantes más ancestrales de la historia flamenca […] y así es, desde sus comienzos artísticos a finales del siglo XVIII, la seguiriya gitana ha sido un profundo, y a la vez delicado, gemido telúrico de un pueblo marginado que canta su pena [98].

Nos equivocaríamos si desde aquí nos ciñésemos a una interpretación sesgada; hay que apostar por una visión mucho más amplia del flamenco, una lectura en sentido vital porque, de hecho, es indisoluble el grito de esperanza social y colectiva con su vertiente individual y el drama existencial. La tercera estrofa comienza hablando del «llanto», haciéndonos partícipes de la escena en la que el cantaor se expresa a través de la ya clásica dialéctica frío / calor, con resonancias petrarquescas asociadas a la teoría de los humores, y poniendo en contacto dos sensaciones contradictorias y antitéticas. Existe un clímax, un instante de eclosión interior que se expande por la sala hacia todos los que escuchan. En ese momentum de éxtasis, pero a la vez catarsis, aparecen verbos como «chorrear», «derramar», en un trasvase de jugos séricos que nos remueven el interior y que crean, ante todo, una corriente telúrica interna en el poema, una fuerza líquida —vital— que se mueve por dentro del hombre, también en sentido colectivo, y que es reflejo de las fuerzas subterráneas, como las del planeta, que nos gobiernan sin que lo sepamos. Aparece entonces la paradoja, «queja ya feliz», y la mezcla de sensaciones y las sinestesias que se muestran como realidades inteligibles a través de «las luciérnagas del alma». Como una especie de anulación de las contradicciones y de iluminación interior, llegamos al instantaneísmo y al simultaneísmo [99], donde se entretejen «la antigüedad con la inminencia».

A partir de la cuarta estrofa comienza a asociarse a la seguiriya con la tierra, «Tierra en la entraña» o, más adelante, con el posterior título que adquirirá, «Tierra sobre tierra». Una tierra que, sin embargo, se vuelve lava, al provenir de su centro mismo, y que es un símil de la realidad quemante que emana de la garganta del cantaor, «infusa / clarividencia germinal del alma», una suerte de «lava profética», adquiriendo este palo ese luto humano y ese desgarro, y todas esas connotaciones oraculares que tanto gustan a nuestro autor [100]. Si atendemos a esa lectura vital y global que antes reivindicábamos, es la pena —también sería calificada por Lorca como «negra»— la que surca el tiempo o el sueño, en ese río humano que todos desgraciadamente conocemos. El verso final, sin duda, «civilizada seguiriya recóndita», viene a recordarnos ese abrazo solidario que mezcla reivindicaciones individualistas, misteriosas o subrepticias dentro del sujeto pero que, a la vez, busca al otro como referencia social, tanto para comunicarse y establecer vínculos como para identificarse y sentirse correspondido.

Continuamos leyendo la composición, pero para presentarnos «El martinete» nos encontramos con otra estupenda y clarificadora definición:

MARTINETE: Es, sin duda, el cante jondo por antonomasia. Creado por los gitanos de las fraguas, el martinete nació primero como una canción de trabajo, para asimilar después los más nobles elementos de la genealogía flamenca. El compás del martillo —de ahí su nombre— con que se suele acompañar es una clara reminiscencia de su origen. El martinete fue un poco el crisol de los otros cantes sin guitarra, más o menos ligados al grupo fragüero. Sus dos formas principales son el natural y el redoblao, según su mayor o menor amplitud de tercios.

EL MARTINETE

Trémulo son como el de cáñamo
bajo la lluvia, el martinete
se golpea a sí mismo, se entrechoca
como el mar con el mar, tiende
su desnudez como un oráculo
sobre el marjal estéril de la noche,
esclavo y errabundo al mismo tiempo
entre la destronada furia de las lágrimas.

Hierro y cristal, la voz se quiebra
sacrificada al fuego litúrgico
del gemido, con sus despedazados
vidrios ardientes resecos
sobre la tierra lívida. Oh vida
junta, temple de la desolación,
ráfaga del delirio más pródigo,
allí las férreas fibras ateridas
se desbordan clamando contra nada,
nieve febril agonizante.

Verbo
lacrado, idioma ya sin letras,
torvo fanal de lo inefable, el grito
se bifurca en lamentos, grietas, garfios
de modulada tortura. Y es en vano
que quiera la palabra ser apenas
la transfiguración de sus entrañas,
muda verdad que se rehúsa
a quien con más codicia la desea.

Turbión de sueño, doctrinaria sima,
vibra el ornato cruel de su quejumbre,
unce su yugo de cauterio y llaga
sobre un sonoro pecho amortecido
y allí golpea con compás metálico
y allí se ensaña con sombrío fuego
la sed del martinete, tenebrosa
región premonitoria de la pena,
angélico recinto, macilenta
raíz del corazón que va entreabriendo
los deleitosos bordes de su herida.

Martillo corporal, su misma fuerza
lacra la vida sobre un yunque lóbrego,
rapto de esclavitud por ser más libre,
donde la voz, igual que la mandrágora,
finge la imagen del espanto
en la raíz sepulta y luego crece
buscando la clemencia, el compasivo
aire, la garganta agolpada,
reuniendo y disgregando en torno suyo
los mágicos imperios de la vida.

Solitario está el mundo. Oh misteriosa
contrición, primaria herrumbre pura
de la tierra, cobre y cuarzo
fundidos, el son del martinete
fragua su cetro en la postrer vigilia
nocturnal, cuando el aciago cuerpo
de la tribulación rompe su entraña
contra el cantil del mundo, ebria
la madrugada entre los astros. Más
que el sueño se parece a la vida. Nadie
podrá saber jamás cuál es su nombre [101].

Este cante se asocia al mundo del trabajo y, muy en concreto, dentro del mundo laboral, a la atmósfera que se crea en las fraguas. Históricamente el trabajo de las fraguas, las herrerías, estaba destinado casi por completo a los gitanos. El contacto esencial con el hierro, mineral en estado puro, nos remonta a una suerte de reminiscencias ancestrales y casi primitivas, o al menos prehistóricas. El primer verso de la segunda estrofa equipara el hierro al cristal, para después desplazar sus posibles significaciones, chocantes, hacia la voz quebradiza del cantaor. El martinete, pues, posee unas estribaciones mitológicas únicas, reflejadas en la historia del arte de todos los tiempos y culturas, a través del filtro de la fragua. Pero no pensemos que el poema está estructurado como una descripción de la fragua, ni como una coreografía donde aparecen figuras mitológicas o trabajadores afanándose en el duro oficio. En general, y esto vale para el conjunto que forma Anteo, los cuatro poemas tienen la cualidad de no ser descripciones del cantaor, del ambiente o la elaboración de una trama argumental, de un escenario, sino que los estilos señalados por los títulos se constituyen de por sí en materia poemática, bordeando un abstracto límite entre lo reconocible —esas anécdotas descriptivas aludidas, ese material que el poeta dispone como fuentes poliédricas de inspiración— y lo que es la prosopopeya del estilo en sí. La interpretación estética no puede ser más radical o extrema y, como lejano precedente, estos poemas entroncan con las abstracciones de los autos sacramentales del XVII.

La composición interna de «El martinete» se imbrica en referencias ligeramente unidas por analogía o que comparten un mismo espacio semántico. Así, la ambientación en la que se recrea la primera estrofa pretende presentarnos desde el inicio un sonido hecho compás, no un soniquete, sino un «trémulo son» el cual posee una correspondencia clara con el repiqueteo de la lluvia o el rumor del mar. Es la soledad primera o primigenia, una soledad creadora donde nace el hierro en un dinámico mundo laborioso. La fragua se convierte en el taller del mundo y de todas las cosas posibles, como un sinónimo de la creación, pero a través del esfuerzo y del trabajo. El martinete aparece como «un oráculo» en la noche y es un signo de tensión que nos acompañará durante todo el poema, creando ese sonido aislado en medio de la noche una inquietud que va contaminando al resto del texto.

La segunda estrofa emplea las alusiones al hierro y al cristal unidos a la voz quebrada y sacrificada en el crisol de la fragua, donde se funden los sentimientos y las experiencias: «Oh vida / junta […]». Volvemos al grito que resume la desesperación de la tragedia de la vida, y en la tercera estrofa se ve reforzado por un componente que antes no había aparecido: la crítica a las palabras, la certeza o conciencia de saber que las palabras a veces no valen nada, que no pueden alcanzar a expresar todo lo que somos capaces de sentir: «Verbo / lacrado, idioma ya sin letras, / torvo fanal de lo inefable, el grito / se bifurca en lamentos, grietas […]». Estas alusiones nos abocan al silencio o al grito, como vías de conocimiento, que nos arrojan a los dos extremos del mismo abismo, la incomunicación. «Y es en vano / que quiera la palabra ser apenas / la transfiguración de sus entrañas, / muda verdad que se rehúsa / a quien con más codicia la desea». La incomunicación y la histeria que conlleva la obsesión por querer atrapar la palabra justa, y el grito, son expresión pura y no representan nada descriptiva o narrativamente. Cante frente a palabras que quieren y no pueden llegar, eso resume también otro de los grandes espacios discursivos de estos poemas; pues la problemática de la comunicación salpica la mayoría de las estrofas… El ritmo dinámico del martilleo y del compás resuena como un eco nítido en el silencio. El golpeteo crea una llaga necesaria para forjar, y por eso se insiste al final de la cuarta estrofa al enfatizar «los deleitosos bordes de su herida», porque es doloroso pero da placer, nos renueva: el hierro al rojo vivo es una suerte de tensión-dolor de la materia, una liberación de su forma anterior en beneficio de otra nueva. Existe una conjunción rizomática entre el hombre que golpea y el yunque, a través del martillo y del hierro forjado, porque no son hechos aislados que se puedan racionalizar parcialmente, ordenar y clasificar, sino que forman una unidad fragmentada. No es un martillo que golpea, sino un hombre, un cuerpo, he ahí que se diga «martillo corporal», porque lo que refleja el martillo es la vida de una persona, y porque el cuerpo, como acción que ejecuta, se ha convertido en martillo que va acercándose al cante y a esa voz donde se encuentran las más patéticas emociones, a veces muy contradictorias entre sí. El espanto desde sus raíces sepultas crece en busca de clemencia, hasta agolparse en la garganta del cantaor. Hay que recordar que

«Oficio del hierro» es la expresión poética feliz con la que Caballero Bonald bautiza su poema sobre el martinete. Porque es claro que el martinete pertenece a una vieja tradición local de fragua; su desgarrado grito ha nacido al amparo de esos golpes de martillo sobre el yunque, que aún en algunos cantes de este estilo sirven para medir el compás de cada tercio.

El martinete es el cante de la pobreza, de los desamparados herreros de Utrera o Alcalá de Guadaira, del jerezano barrio de Santiago […]

Se trata de una verdad vociferante que no se dirige a nadie, es un monólogo interno, un flujo de la mente apenada que se resuelve a gritos sistemáticos que se desbordan «clamando contra nada», pero acusando de manera indirecta a los responsables [102].

La última estrofa se recrea en la soledad primigenia que ya citamos, confiriendo un sentido circular que puede encontrarse en relación con su propio son repetitivo. La visión cosmogónica de algunos versos finales reforzaría la idea de creación en sentido amplio, divino, pero siempre a través del esfuerzo y del trabajo, ya que la entraña del martinete se halla cerca de esa ebriedad de «la madrugada entre los astros.» Pero no es un estado de embriaguez que nos depare hasta algún espacio trascendental o inalcanzable, alejado de la realidad, sino que «Más / que el sueño se parece a la vida». Vemos entonces cómo el poeta «sujeta» todas sus ambiciones metafísicas hacia lo más palpable, acercándonos sin altos vuelos abstrusos el mundo del martinete, que es el trabajo y el cante jondo unidos.

«La saeta» es el poema con el que concluye Anteo. La aproximación que nos ofrece el Diccionario de cante jondo es la siguiente:

SAETA: Primitiva canción popular religiosa, derivada posiblemente de las antiguas endechas moriscas y cuya interpretación está reservada en la actualidad al paso de las procesiones de Semana Santa. Las saetas se desarrollaron dentro de la ilustre pauta de la siguiriya, de quien dependen en sus más características formas de expresión. La tradicional ausencia de guitarra y el mismo arranque de sus tercios, relacionan íntimamente a la saeta con el mejor reducto del cante jondo. Sus estilos son muy numerosos y los más auténticos se ciñen a los moldes de la siguiriya, el martinete, la toná y la carcelera [103].

Sin ser esta definición tan precisa como las anteriores, o como lo que ya hemos expuesto a propósito de lo que escribe en Luces y sombras del flamenco, nos parece que completa en algún modo, con distintos puntos de vista, todo esto que pretendemos ilustrar en tanto que expresión artística pero también como manifestación de la cultura popular:

LA SAETA

La cruenta memoria donde el sueño
busca su alivio en vano, el pedestal
sangriento de la noche, boca
de los dormidos, calla no más
al borde del sollozo, resonando
como el agua en el odre, ¿quién
despierta?, mientras va la anarquía
del corazón vertiendo su agobiante
razón santificada.

Aquí se agrieta
el mundo, aquí la carne, aquí
el demonio. Lucha, alma mía,
cuerpo mío, demonio mío, lucha,
liberto y solo, tú, mi esclavizado
sueño, reliquia funeral
del enemigo, tal la aciaga tormenta
en la noche beatífica, cuando
el relámpago profana
el cauteloso atrio de los templos.

Batallas son de fe mientras
blasfeman en las calles, allí los santuarios
portátiles, los cirios, el capuz
fementido, el rezo entre requiebros.
¿Cómo huir del ludibrio, en las barandas
nocturnas, debajo del pretorio
de las tulipas y los estandartes?
¿Cómo escapar de todos, regresar
a todos y decir ante ellos
la lágrima, su alfabeto lustral,
dardo propiciatorio que flagela
el hueco donde se hunde?

En otro tiempo
viví yo mismo aquella idolatrada
condición del olvido, cuando
sólo la voz de un hombre era
tomada como agravio y las hogueras
que mantienen la fe se propagaban
hasta la misma libertad del justo,
restaurando en sus hijos
el castigo que nunca merecieran.
Pero las noches, el cándido cordero
del holocausto, en mercenarias
andas de impiedad, fueron testigos
del inocente sacrificio unánime.
Y el ebrio aroma céreo, la alquilada
carga del penitente, el metálico chorro
de las candelerías, los grumos
del olíbano falazmente incensado,
la tiniebla del coro, iban teniendo
la fuerza de una patria migratoria
y la celeste púrpura intocable
aún trazaba la órbita del sueño
sobre el civilizado rostro de la noche.

Así la voz volvía a guarecerse
en la querella, única habitación
del milagro labio alucinado,
y mientras las antorchas
daban al oro sus crespones lívidos,
la palabra gemía enmascarándose
con el suplicio de lo oscuro, ¿quién
despierta?, haciendo más humana
su sagrada quejumbre, ya triunfante
de la solemnidad de las diademas.

Setenta veces siete, entre sedientos
vítores, inválidas culturas, fue la pompa
rindiendo pleitesía al enterizo
bastión de la saeta, suntuario
reducto invulnerable, urna
de encristalada estirpe melodiosa,
desde donde la tierra va gestando
la purificación de sus plegarias [104].

«La saeta» es la composición más larga. En los anteriores poemas se aludía de vez en cuando al sueño, tanto en el sentido colectivo como a la ensoñación, y al no distinguir qué es o no vigilia. Ahora comienza un sueño que «busca su alivio en vano». La saeta es el canto del dolor que se siente porque Cristo ha muerto y porque la humanidad, por tanto, debe encontrarse de luto, «al borde del sollozo». La pregunta: «¿quién despierta?», se repite en la penúltima estrofa y nos introduce en esa conciencia de un pueblo que sufre y que, en este caso, refleja en sí el dolor del Cristo. Pero la Semana Santa responde en su fondo a un rito pagano y no olvidamos que en la primavera, en Andalucía, apetece salir a la calle y que más que unas noches de luto son una salutación a la llegada del buen tiempo y que la Pasión de Cristo está íntimamente relacionada con las pasiones más viscerales humanas, incluso el acto de morir para luego resucitar si atendemos a la idea de «pequeña muerte» que supone el orgasmo y los rituales de apareamiento que comienzan con la bonanza, pues invita a ello. Las relaciones de la Semana Santa con los ritos paganos están muy bien explicadas en La rama dorada (passim), como ya dijimos más atrás. El poeta realiza, frente al sentimiento y a la significación histórico-religiosa de la Semana Santa, una crítica de ese mundo —o submundo— profano donde se blasfema, se bebe o se come abundantemente, donde existe un «capuz fementido» y donde una representación religiosa acaba convirtiéndose en un ludibrio, un espectáculo para entretenerse. Nuestro autor se adelantaba como un faro de su tiempo, viendo el folklorismo hueco de nuestras últimas décadas, criticando las contradicciones ya presentes en la España y Andalucía de mediados de siglo. «La saeta» es una mezcla de dolor embadurnado con afeites de primavera y, lejos de querer ser sólo una crítica de las costumbres, es una constatación de una forma de vida.

La única vez en todos poemas en los que aparece la primera persona es en esta cuarta estrofa: «En otro tiempo / viví yo mismo aquella idolatrada / condición del olvido», con lo que el poeta nos acerca a sus años de infancia o juventud más crédula, más creyente, cuando vivía la Semana Santa desde dentro de la religión y cuando poseía la fe. Testimonio de evolución personal y al mismo tiempo catalizador de ese cambio, el poema resulta un resumen ejemplar de lo que significa la tan cacareada religiosidad española o andaluza. Ya no existe justicia ni piedad, y el cristianismo, desde sus bases ideológicas, es un lenguaje cándido. Tras la enumeración de ciertos instrumentos que crean ambiente en la liturgia católica, pues a eso se han reducido tantas buenas palabras e intenciones cristianas, pasamos a la penúltima estrofa en la que retomamos la idea de esa voz que nace como «querella» del «labio alucinado». Aquí se insiste en la toma de conciencia para que despertemos del sueño de la religiosidad vacua y de la trascendencia, para que hagamos «más humana / su sagrada quejumbre». Este fragmento sirve como base interpretativa:

El poema es un reflejo de cómo las gentes han calado el espíritu de conmemoración pascual, han plasmado su fe de forma totalmente primitiva y contradictoria, luchando entre lo atávico de un sentimiento pagano, que reclama goces carnales y a la vez se alza puro para proclamar la victoria del redento por el género humano, apenas éste sale procesionalmente de su templo [105].

Para acabar, y haciendo alusión a la referencia del perdón expresado en «Setenta veces siete» [106], no sólo se hace relación al perdón de Cristo hacia quienes lo mataron, a la comprensión última del Redentor, «porque no saben lo que hacen», sino al propio perdón, por un lado, del poeta hacia el pueblo, que ve cómo vive frívolamente —«inválidas culturas»— una celebración de carácter grave, y a la vez un perdón personal, hacia sí mismo, por participar de algún modo él también en todo eso. El cargo de conciencia va diluyéndose en una mirada que no interviene en lo que sucede, simplemente representa lo que hay. En conclusión, «La saeta», como abstracción personificada, reúne todo lo que hemos expuesto y por eso se convierte en un «bastión» o «suntuario / reducto invulnerable» y, lo que es más aún, «urna / de encristalada estirpe melodiosa»: la saeta, como expresión popular y mirada antropológica de un pueblo hacia sus propias costumbres y creencias, acaba siendo adorada igual que los cristos que aparecen en procesión en urnas, listos para rendirles pleitesía. El pueblo mira en la urna su propio dolor, representado por el Cristo muerto, y el estremecimiento que nos traslada la saeta, en ese instante «va gestando / la purificación de sus plegarias». Catarsis en sentido colectivo, necesario para que las raíces de la comunidad cristiana sigan trasmitiéndose de generación en generación, a pesar de toda la desnaturalización a la que nuestras costumbres se han venido sometiendo.

Notas

[*] Universidad de Granada

Contacto con el autor: jca@ugr.es

[1] José Manuel Caballero Bonald, «Introducción», en Selección natural, Edición e introducción del autor, Madrid: Cátedra, pág. 23.

[2] Véase Luis García Jambrina, «Los años y los libros de José Manuel Caballero Bonald (Una introducción a su laberinto poético y vital)», en José Manuel Caballero Bonald, Años y libros, Edición e introducción de Luis García Jambrina, Selección de J. Ramis Cabot y J. M. Caballero Bonald, Salamanca: Universidad, XIII Premio Reina Sofía de Poesía Iberoamericana, 2004, pág. 33. Y véase también María José Flores, La obra poética de Caballero Bonald y sus variantes, Mérida: Extremadura, Editora Regional-Universidad, 1999, pág. 54n: «Con el siguiente número de versos: “La soleá” (cuarenta y tres), “La seguiriya” (sesenta y tres), “El martinete” (cincuenta y nueve), “La saeta” (setenta y uno)», lo que en total hace doscientos treinta y seis versos, un número ciertamente muy escaso para ser considerada la obra como libro.

[3]

Al parecer, los cuatro poemas que forman Anteo no eran, en principio, más que un anticipo de un libro más extenso que sobre la temática del cante flamenco pensaba escribir el autor. El proyecto no fue adelante, pero lo que de él quedó es importante en sí mismo y como anticipo de posteriores inquietudes del poeta que habrían de plasmarse en [diferentes] ensayos sobre el tema […] así como en el Archivo del cante flamenco […] (véase María Payeras Grau, Memorias y suplantaciones. La obra poética de José Manuel Caballero Bonald, Palma de Mallorca: Universitat de les Illes Balears, Prensa Universitaria, 1997, pág. 41).

[4]

Debido seguramente a alguna confrontación de índole emocional empecé a escribir entonces, no sin cautelas y con bastantes prevenciones imaginativas, una serie de poemas sobre el cante jondo. El primer borrador, la primera escritura de esas composiciones —iban a ser en principio seis y se quedaron en cuatro— tuvo un arranque demasiado febril, si es que puede hablarse de fiebre en este caso, cosa que dudo, y al final resultó excesivamente tenso (José Manuel Caballero Bonald, La costumbre de vivir. La novela de la memoria, II, Madrid: Alfaguara, 2001, pág. 128).

[5] En Papeles de Son Armadans, n. 6, II, Madrid-Palma de Mallorca: 1956, págs. 285-295.

[6] Véase María Payeras Grau, «Entrevista con J. M. Caballero Bonald», Caligrama, vol. 2, t. 2, Palma de Mallorca: Facultad de Filosofía y Letras, Universitat de les Illes Balears, 1987, pág. 243.

[7] Véase M. J. Flores, op. cit., págs. 54-55.

[8] Véase el diálogo «Ya no hay patios, ya no hay fiesta. Una conversación sobre el flamenco entre José Manuel Caballero Bonald y Enrique Morente», La Fábrica del Sur, n. 3, Granada: octubre, 1990, pp. 73-80.

[9] Como ya advertimos en su momento, la memoria del autor estará siempre supeditada a imprecisiones, muchas veces deliberadas, como por ejemplo el hecho de que declare en una entrevista que la edición constó de cien ejemplares, véase M. Payeras Grau, op. cit., 1987, pág. 243.

[10] Véase J. M. Caballero Bonald, op. cit., 2001, pág. 129.

[11] Así lo señala Leopoldo de Luis en «Anteo, de José Manuel Caballero Bonald», Poesía española, n. 59, Madrid: noviembre, 1956, pág. 27; reimpr. apud Antonio Jiménez Millán, ed., José Manuel Caballero Bonald. Navegante solitario, en Litoral, n. 242, Málaga: noviembre, 2006, pág. 157. Por otro lado, también Philip W. Silver plantean tesis similares cuando asocia y desarrolla el tema de Anteo respecto a la tradición de la poesía española contemporánea, véase La casa de Anteo. Estudios de Poética Hispánica (De Antonio Machado a Claudio Rodríguez), Madrid: Taurus, 1985.

[12] Véase L. de Luis, art. cit., pág. 27.

[13] Cf. J. M. Caballero Bonald, op. cit., 1983, pág. 23.

[14] José Manuel Caballero Bonald, Las adivinaciones, Madrid: Rialp, 1952, Accésit del Premio Adonáis 1951.

[15] José Manuel Caballero Bonald, Memorias de poco tiempo, Ilustraciones de José Caballero, Madrid: Ed. de Cultura Hispánica, 1954.

[16] Cf. J. M. Caballero Bonald, loc. cit., págs. 65-66.

[17] Reproducido —curiosamente— sin variantes en la edición de la obra poética completa, cf. José Manuel Caballero Bonald, Somos el tiempo que nos queda. Obra poética completa 1952-2009, Barcelona: Seix Barral, colección Austral, 2011, págs. 91-92. Cf. también M. Payeras Grau, op. cit., 1997, pág. 36.

[18] J. M. Caballero Bonald, op. cit., 1954, pág. 66, vv. 23-25; cf. J. M. Caballero Bonald, op. cit., 2011, pág. 92.

[19] Cf. José Manuel Caballero Bonald, El cante andaluz, Madrid: Publicaciones Españolas, 1953.

[20] Cf. José Manuel Caballero Bonald, El baile andaluz, Barcelona: Editorial Noguer, 1957.

[21] En la entrevista a Jesús Fernández Palacios, «Con los ojos de ahora», Fin de siglo, n. 9-10, Primera época, Jerez de la Frontera: 1985, pág. 55 apud L. García Jambrina, op. cit., pág. 11.

[22] J. M. Caballero Bonald, op. cit., 2001, págs. 415-416 apud L. García Jambrina, op. cit., pág. 11.

[23] Véase José Manuel Caballero Bonald, Tiempo de guerras perdidas. La novela de la memoria, I, Barcelona: Anagrama, 1995, págs. 242-243.

[24] Se pueden leer muchas peripecias en los dos volúmenes de sus memorias, como la que se nos ofrece junto a Fernando Quiñones (véase J. M. Caballero Bonald, op. cit., 1995, págs. 229-231), pero hay más, todas envueltas en ambientes «de medio pelo», prostíbulos, gañanes, peleas, chulos, alcohol y borracheras, gentes de malvivir y del mundo del hampa, etc. En esos ambientes y en aquella época, no podían faltar los cantaores de flamenco, gitanos o no, que amenizaban las noches y las madrugadas, pagados por los señoritos.

[25] Cf. José Manuel Caballero Bonald, Luces y sombras del flamenco, Sevilla: Algaida, Nueva edición revisada, 1988, pág. 74.

[26] José Manuel Caballero Bonald, Archivo del cante flamenco, Barcelona: Ariola-Vergara, 1969. Álbum de seis discos de vinilo acompañados de un estudio preliminar del autor; reeditado en bajo el título Medio siglo de cante flamenco, Barcelona: Ariola-Vergara, cuatro cedés, 1988, Premio Nacional del Ministerio de Cultura 1987.

[27] Cf. J. M. Caballero Bonald, op. cit., 1969, pág. 7.

[28] Véase José Luis Buendía, Análisis de la obra literaria de J. M. Caballero Bonald [tesis doctoral], Granada: Universidad, 2 vols., 1978, pág. 108.

[29] No podemos olvidar, en este recorrido por las obras del Caballero Bonald folklorista, su Diccionario de cante jondo, patrocinado por Coca-Cola, que aparece sin fechas en la edición original pero que, con la ayuda del propio autor, hemos podido calcular que se editó en Málaga hacia 1965, y del cual extraeremos aquí algunas definiciones o entradas, muy oportunas por su síntesis descriptiva.

[30] Cf. J. M. Caballero Bonald, op. cit., 1988, págs. 13-25.

[31] Cf. J. M. Caballero Bonald, op. cit., 1957, pág. 54.

[32] J. M. Caballero Bonald, loc. cit., p. 54 y ss.

[33] Declaraciones realizadas a Harold Alvarado Tenorio en «Con J. M. Caballero Bonald», Cinco poetas de la generación del 50: González, Caballero Bonald, Barral, Gil de Biedma, Brines, Bogotá: Ed. Oveja Negra, 1980, págs. 91-92, también reproducidas por María Payeras Grau en «Anteo de Caballero Bonald», Annals, n. 1 (separata), Palma de Mallorca: Universitat de les Illes Balears, 1985, pág. 1.

[34] Ya lo señaló en su día el profesor J. L. Buendía en su tesis doctoral, en la que dedica un estimulante capítulo a describir Anteo (Buendía, op. cit., 1978, págs. 101-112), completado con una suerte de abigarrado recorrido literario (J. L. Buendía, loc. cit., págs. 112-138) por el mundo que rodea el flamenco, sus significaciones, conexiones sociales, etc. También en aquellas páginas se daba cabida a ese sinnúmero de ramificaciones que se extienden por los textos de nuestro autor, así como por las obras que han dejado huella en la historia reciente de nuestra literatura española, tanto en su vertiente culta como popular. El capítulo dedicado a Anteo será el que después reprodujo, ampliado y revisado, en José Luis Buendía, «La poesía de inspiración flamenca: Anteo, de Caballero Bonald», Candil, n. 19, Jaén: enero-febrero, 1982, pp. 27-29, y del que iremos extrayendo y citando algunas interesantes aportaciones.

[35] En J. L. Buendía, op. cit., 1982, pág. 27. La cursiva es nuestra.

[36] J. M. Caballero Bonald, op. cit., 1957, pág. 53.

[37] Cf. J. M. Caballero Bonald, op. cit., 2011, págs. 25-26 y págs. 38-39, respectivamente.

[38] Cf. M. Payeras Grau, op. cit., 1997, pág. 39: «De hecho, Caballero Bonald prefiere sortear el riesgo de un popularismo impostado, que en su extremo más penoso conduciría al “pastiche” y que en su extremo más noble contaba con los precedentes demasiado inmediatos y condicionantes de Lorca y Alberti.»

[39] Véase M. J. Flores, op. cit., pág. 58.

[40] La época verdaderamente comprometida podría decirse que comienza en febrero de 1956, cuando nuestro autor vuelve a Madrid, tras un viaje de varios meses a París (cf. J. M. Caballero Bonald, op. cit., 2001, págs. 34-54), y en la capital de España han surgido las primeras huelgas estudiantiles. El Régimen, que se había abierto políticamente un poco hacia el exterior, y se había flexibilizado algo en el interior, para entrar en las Naciones Unidas, se cierra en banda —replegándose— de nuevo y se destituyen a varios catedráticos (cf. Juan Carlos Abril, «Fondo ético, conciencia histórica (Introducción)», en José Manuel Caballero Bonald, Copias rescatadas del natural, Edición de Juan Carlos Abril, Granada: Atrio, 2006, pág. 30.

[41] José Manuel Caballero Bonald, Pliegos de cordel, Barcelona: Colliure, 1963.

[42] Declaraciones de nuestro autor a Luis Martínez de Mingo en «Fabular nuestras carencias. Entrevista con Caballero Bonald», Quimera, n. 28, Barcelona: febrero, 1983, pág. 28; reimpr. bajo el título «Caballero Bonald: fabulador de nuestras carencias», en VV. AA., Entre la cruz y la espada: en torno a la España de posguerra. Homenaje a Eugenio de Nora, Madrid: Gredos, 1984, págs. 265-272.

[43] Véase J. M. Caballero Bonald, op. cit., 1995, págs. 199-200 apud M. J. Flores, op. cit., 58-59.

[44] Véase Genara Pulido Tirado, La teoría poética de Carlos Bousoño: un estudio de la Teoría de la expresión poética (1952), Granada: Universidad, 1992 passim.

[45] Véase Gilles Deleuze y Félix Guattari, Rizoma (introducción) [1976], Traducción de José Vázquez Pérez y Umbelina Larraleceta, Valencia: Pre-Textos, 2003.

[46] Véase Michel Foucault, Vigilar y castigar. Nacimiento de la prisión [2002], Traducción de Aurelio Garzón del Camino, Buenos Aires: Siglo XXI, 3ª reimpr., 2004. También se podrían rastrear algunos de estos asuntos de manera colateral en el primer capítulo, «Stultifera navis», de su Historia de la locura en la época clásica [1976], Historia de la locura en la época clásica, I, Madrid, Traducción de Juan José Utrilla, Madrid: Fondo de Cultura Económica, 4ª reimpr., 1997.

[47] J. M. Caballero Bonald, op. cit., 1983, págs. 22-23 apud M. J. Flores, op. cit., 57.

[48] L. Martínez de Mingo, op. cit., pág. 30.

[49] L. Martínez de Mingo, loc. cit.

[50] Cf. J. L. Buendía, op. cit., 1982, págs. 27n y ss. Además, Guillermo Díaz-Plaja, refiriéndose a la geografía de Anteo, lo confirma: «La Andalucía del poeta no es folklórica, ni en lo cromático, ni en lo musical. Es una visión enfurecida ante el estatismo social, ante la repetición de la estampa injusta, de la miseria decorada con unos tintineantes cascabeles de engaño», en «Vivir para contarlo», ABC, Madrid, 16 de octubre de 1969, p. 124; reimpr. en Cien libros españoles, Salamanca: Anaya, 1971, pp. 141-145.

[51]

Antée est un géant, fils de Poséidon et de Gaia. Il habitait en Lybie (non loin d’Utique, selon Lucain, au Maroc, selon la plupart des auteurs) et contraignait tous les voyageurs à lutter contre lui. Puis, quand il les avait vaincus et tués, il ornait de leurs dépouilles le temple de son père. Antée était invulnérable tant qu’il touchait sa mère (c’est-à-dire le sol). Mais Héraclès, lors de son passage en Libye, à la recherche des pommes d’or, lutta contre lui et l’étouffa, en le soulevant sur les épaules (Pierre Grimal, Dictionnaire de la mythologie grecque et romaine [1951], Prefacio de Charles Picard, París: Presses Universitaires de France, 14ª ed., 1999, pág. 37).

[52] Extraído del poema homónimo (cf. José Manuel Caballero Bonald, Descrédito del héroe, Nota introductoria de Martín Vilumara, Barcelona: Lumen, colección El Bardo, 1977, Premio Nacional de la Crítica 1977, pág. 51; cf. J. M. Caballero Bonald, op. cit., 2011, págs. 311-312), José Manuel Caballero Bonald. Navegante solitario será el título con el que la revista Litoral le homenajeará en un volumen imprescindible para quien quiera conocer la obra, la trayectoria, etc., de nuestro autor… Allí se encontrará igualmente una pequeña antología de cinco poemas en torno al tema del mar, los naufragios y los barcos titulada «Cicatrices en la cara del mar» (véase A. Jiménez Millán, ed., op. cit., págs. 146-151).

[53] Véase Arthur Rimbaud, «El sueño del escolar», Poesías completas, Edición bilingüe de Javier del Prado, Traducción de Javier del Prado, Madrid: Cátedra, 1996, págs. 127-133.

[54] Podríamos elaborar algunas teorías o conclusiones muy sugerentes a la luz de los análisis sobre la simbología de la tierra de Gaston Bachelard, La tierra y los ensueños de la voluntad [1994], Traducción Beatriz Murillo Rosas, México D. F.: Fondo de Cultura Económica, 2ª reimpr., 1996.

[55] J. M. Caballero Bonald, op. cit., 1952, pág. 14, vv. 13-20; cf. J. M. Caballero Bonald, op. cit., 2011, pág. 28.

[56] Con los cambios, este poema es prácticamente otro texto, pero el paralelismo se mantiene, con lo que el autor posee conciencia de las referencias simbólicas a las que estamos aludiendo.

[57] J. M. Caballero Bonald, op. cit., 1952, pág. 25, vv. 1-9. Las cursivas son nuestras. Cf. J. M. Caballero Bonald, op. cit., 2011, pág. 43.

[58] J. M. Caballero Bonald, loc. cit., pág. 47, vv. 44-46.

[59] J. M. Caballero Bonald, loc. cit., pág. 54, vv. 38-44. Estos versos desaparecerán de la versión final de «Casa junto al mar», pues así se titulará después, cf. J. M. Caballero Bonald, op. cit., 2011, págs. 54-56, lo cual no deja de ser significativo para la poética de Anteo y la relación de nuestro autor con la tierra.

[60] J. M. Caballero Bonald, op. cit., 1954, págs. 15-16; cf. J. M. Caballero Bonald, op. cit., 2011, págs. 71-72.

[61] J. M. Caballero Bonald, loc. cit., págs. 21-22; cf. J. M. Caballero Bonald, op. cit., 2011, págs. 94-95.

[62] J. M. Caballero Bonald, loc. cit., pág. 21, vv. 1-2.

[63] No olvidemos tampoco que el protagonista, como un actante, de muchas de las novelas de nuestro autor, sobre todo en Ágata ojo de gato, será la madre tierra. Cf. José Manuel Caballero Bonald, Ágata ojo de gato, Barcelona: Barral editores, 1974, Premio Nacional de la Crítica 1975.

[64] Cf. J. M. Caballero Bonald, op. cit., 1954, pág. 27, vv. 11-14; cf. J. M. Caballero Bonald, op. cit., 2011, pág. 81. A pesar de las variantes de este poema, muy cambiado en la versión actual, la palabra «terrestre» sobrevive al expurgo o remodelación.

[65] op. cit., pág. 56. Y un poco más abajo, M. J. Flores continúa (loc. cit.): «Y lo mítico será de capital importancia, como demuestra el hecho de que algunas de las variantes que afectan a estos versos insistan en subrayar tal elemento […]».

[66] Véase a propósito de este asunto el artículo de José Manuel Caballero Bonald, en Relecturas. Prosas reunidas (1956-2005), Edición de Jesús Fernández Palacios, Cádiz: Diputación, págs. 289-388.

[67] Es imprescindible la obra de James George Frazer, La rama dorada. Magia y religión [1944], Versión española de Elizabeth y Tadeo I. Campuzano, México: Fondo de Cultura Económica, 4ª reimpr., 1969.

[68] J. M. Caballero Bonald, op. cit., 1988, pág. 75.

[69] Cf. Michel Foucault, Las palabras y las cosas. Una arqueología de las ciencias humanas [1966], Traducción de Elsa Cecilia Frost, Madrid: Siglo XXI, 1997. Esa antropología de las ciencias humanas o sociales estaría refrendada con la grabación del Archivo del cante flamenco, mucho más que una simple intelectualización o poetización del mundo del flamenco.

[70] M. J. Flores, op. cit., pág. 57.

[71] Aurora de Albornoz, «La vida contada de Caballero Bonald», Revista de Occidente, n. 87, Madrid: junio, pág. 331; reimpr. bajo el título «José Manuel Caballero Bonald: La palabra como alucinógeno», en Hacia la realidad creada, Barcelona: Península, 1979, pp. 129-151.

[72] A. de Albornoz no vio en estos textos cómo se enredaba una concepción irracionalista del lenguaje y del imaginario, que seguiría latiendo vivamente en Las horas muertas (aunque el «lapsus» de Pliegos de cordel podría indicar otros rumbos, ciertamente). Para ella, será años después, al aparecer los poemas de «Nuevas situaciones», aquel adelanto de Descrédito del héroe en Vivir para contarlo [Barcelona: Seix Barral, 1969], cuando se advertirá con más claridad que se ha inaugurado «cierta veta irracionalista» (A. de Albornoz, art. cit., pág. 335) en nuestro autor. Es evidente que en «Nuevas situaciones» son innegables los rasgos irracionalistas señalados, pero Albornoz incide en el hecho de la «palabra» como motor de la poesía de nuestro autor, sin atender a sus conexiones menos formales y a lo que se escapa del control de la razón, en tanto que los textos están formados por un lenguaje que se va generando a sí mismo, conforme son escritos (y conforme son leídos se podría argüir también). Contra la opinión de A. de Albornoz y sin paliativos, se sitúa M. J. Flores, op. cit., 57n.

[73] J. M. Caballero Bonald, op. cit., 1983, pág. 23.

[74] Juan José Yborra Aznar, El universo narrativo de Caballero Bonald, Cádiz: Diputación, 1998.

[75] J. M. Caballero Bonald, op. cit., 1988, pág. 74.

[76] Friedrich Nietzsche, El nacimiento de la tragedia [1973], Introducción, traducción y notas de Andrés Sánchez Pascual, Madrid: Alianza, 3ª reimpr., 2001, págs. 117n; cf. también 287n.

[77] J. M. Caballero Bonald, op. cit., 1988, págs. 74-75.

[78] J. M. Caballero Bonald, loc. cit., pág. 97.

[79] Gilles Deleuze, Filosofía crítica de Kant, Traducción de Marco Aurelio Galmarini, Madrid: Cátedra, 1997, págs. 86 y ss. Entre otras cosas, y como es bien sabido, en la Crítica del Juicio Kant desarrolla la noción del sensus comunis estético. Según el filósofo alemán, el juicio estético se educa, de ahí sus conocidas pretensiones de universalidad que, a pesar de que siguen siendo discutidas, pueden resultarnos muy útiles para explicar el horizonte epistemológico en el que estamos insertos.

[80] J. M. Caballero Bonald, op. cit., 1988, pág. 98.

[81] No es éste el lugar para hablar de otras mezclas como el flamenquito-jazz, rock, rap, etc., pero todas son realidades existentes hoy día. La reciente declaración del flamenco como Patrimonio de la Humanidad puede ser la culminación de todos estos procesos.

[82] J. M. Caballero Bonald, op. cit., 1988, pág. 99.

[83] Aunque desarrollaremos algo más estos dos estilos, o cantes primitivos, en relación a cada poema, se puede realizar una interesante cala o recorrido a propósito de las soleares y las seguiriyas en J. M. Caballero Bonald, loc. cit., págs. 104-106 y págs. 107-109, respectivamente, para una información detallada y ordenada de cada uno.

[84] J. M. Caballero Bonald, loc. cit., pág. 101.

[85] J. M. Caballero Bonald, loc. cit., pág. 103.

[86] Cf. J. L. Buendía, op. cit., 1982, pág. 27.

[87] M. J. Flores, op. cit., págs. 54-62.

[88] J. M. Caballero Bonald, op. cit., 1965, págs. 32-33.

[89] J. M. Caballero Bonald, op. cit., 1956, págs. 285-286. No vamos a señalar las variantes, pero sí nos parecen significativos los cambios de títulos de los poemas, y algún desplazamiento de su orden interno. En concreto, «La soleá» posteriormente pasará a denominarse «Hija serás de nadie» (véase J. M. Caballero Bonald, op. cit., 2011, págs. 129-130) con el título originario como subtítulo, entre paréntesis, al final.

[90] Véase Federico García Lorca, Obras, VI. Prosa, 1 [1994], Edición de Miguel García-Posada, Madrid: Akal, págs. 328-329.

[91] Véase José Antonio González Alcantud, «Las obras de la melancolía», El fingidor: revista de cultura, n. 27-28, Granada: enero-junio, Universidad, 2006, pág. 8.

[92] J. L. Buendía, op. cit., 1982, pág. 29.

[93] Ver J. M. Caballero Bonald, op. cit., 1956, págs. 287-289. Por otro lado, la oscilación vocálica entre «seguiriya» y «siguiriya» es muy común en Andalucía y, por lo tanto, en el mundo del flamenco.

[94] J. M. Caballero Bonald, op. cit., 1965, pág. 31.

[95] Posteriormente se titulará «Tierra sobre la tierra» (véase J. M. Caballero Bonald, op. cit., 2011, págs. 137-139) y ocupará el último lugar de las cuatro composiciones, intercambiándose internamente con «La saeta»; y con el título originario como subtítulo, entre paréntesis, al final. Al desplazar esta composición al final, se pretende dar un sentido más unitario y circular a este opúsculo, pues se comienza con el poema que da título, Anteo (recordemos el último verso), y se acaba con un significativo «Tierra sobre la tierra».

[96]

Manuel Torre, gitano de Jerez muerto en 1933, puede hacer las veces de nudo de enlace entre el apogeo del cante flamenco en la segunda mitad del XIX y su brillante —a pesar de todo— situación contemporánea, saltando discretamente sobre ese corrosivo período de decadencia centrado en los años 20. Las enseñanzas de Manuel Torre —el de los “sonidos negros” glosados por García Lorca y Alberti— no se olvidaron jamás en el ámbito gitano-andaluz. Sus repentinos y enigmáticos relumbres creadores, los imprevisibles arañazos de su «duende», cimentaron una imborrable y paradigmática manera de sentir y vivir el flamenco (véase J. M. Caballero Bonald, op. cit., 1988, pág. 137).

[97] Véase Luis Cernuda, Poesía completa [1993], Edición a cargo de Derek Harris y Luis Maristany, Madrid: Siruela, vol. I, 3ª ed., 1999, pág. 166.

[98] J. L. Buendía, op. cit., 1982, pág. 28.

[99] A propósito de las vanguardias y de las repercusiones que poseyeron sus presupuestos teóricos, luego absorbidos por todas las corrientes estéticas y usados a lo largo de todo el siglo XX, como el instantaneísmo y el simultaneísmo, dice Octavio Paz en Los hijos del limo de La casa de la presencia. Poesía e historia. Obras completas I [1999], Barcelona: Galaxia Gutenberg / Círculo de lectores, págs. 533 y ss.

[100] A propósito del componente oracular bonaldiano, véase Miguel García-Posada, «Caballero Bonald, la palabra suficiente», en VV. AA., El grupo poético del 50: 50 años después. Actas del congreso 99, Jerez de la Frontera: Fundación Caballero Bonald, 2000, págs. 87-94.

[101] En J. M. Caballero Bonald, op. cit., 1956, págs. 290-292. Luego se titulará «Oficio del hierro» (ver J. M. Caballero Bonald, op. cit., 2011, págs. 134-136) con el título originario como subtítulo, entre paréntesis, al final.

[102] J. L. Buendía, op. cit., 1982, pág. 29.

[103] J. M. Caballero Bonald, op. cit., 1965, págs. 30-31.

[104] Ver J. M. Caballero Bonald, op. cit., 1956, págs. 293-295. Posteriormente se titulará «Semana Santa» (ver J. M. Caballero Bonald, op. cit., 2011, págs. 131-132) y ocupará el segundo lugar de las cuatro composiciones, al haber sido cambiado con «La seguiriya»; y con el título originario como subtítulo, entre paréntesis, al final.

[105] J. L. Buendía, op. cit., 1982, pág. 28.

[106] Mateo, 18, 21-22.

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